Cap. III Templo y Ciudad. 4. La Ciudad, en Mitos, Ritos y Símbolos, José J. Olañeta, Editor, 1999, Palma de Mallorca.
La ciudad es una realidad ambigua, ora considerada fuente de las peores corrupciones, ora considerada factor principal de la civilización y la cultura. Está antítesis la encontramos ya en la Biblia, que hace remontar a Caín la creación de las ciudades (Gén., 4, 17); y sin embargo, por otra parte todo a lo largo de la historia, el pueblo judío veneró a su ciudad santa, Jerusalén, sin duda más que ningún otro pueblo la suya. Lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento: el Apocalipsis radicaliza la antítesis al oponer la «Gran Babilonia», la prostituta, a la ciudad virgen y resplandeciente, la «Jerusalén celestial», que «desciende del cielo» (Ap., 21, 10). Pero la que triunfa es la Jerusalén celestial, y precisamente porque «desciende del cielo».
La ciudad es una realidad ambigua, ora considerada fuente de las peores corrupciones, ora considerada factor principal de la civilización y la cultura. Está antítesis la encontramos ya en la Biblia, que hace remontar a Caín la creación de las ciudades (Gén., 4, 17); y sin embargo, por otra parte todo a lo largo de la historia, el pueblo judío veneró a su ciudad santa, Jerusalén, sin duda más que ningún otro pueblo la suya. Lo mismo ocurre en el Nuevo Testamento: el Apocalipsis radicaliza la antítesis al oponer la «Gran Babilonia», la prostituta, a la ciudad virgen y resplandeciente, la «Jerusalén celestial», que «desciende del cielo» (Ap., 21, 10). Pero la que triunfa es la Jerusalén celestial, y precisamente porque «desciende del cielo».
Esta expresión merece que nos detengamos en ella,
pues nos introduce indirectamente en el centro del problema de la ciudad según
las concepciones tradicionales. Y es que sin duda la imagen de la Jerusalén
celestial tiene ante todo un sentido escatológico que simboliza el mundo futuro
que nos devuelve a la pureza original; pero además tiene valor paradigmático
para el mundo presente.
Si el Génesis, al atribuir a Caín la fundación de
las ciudades, destaca su carácter maléfico, es porque las opone a la pureza de
la naturaleza virgen del Paraíso perdido. Pero este carácter maléfico no es
irremediable: puesto que existe una «ciudad celestial», modelo del paraíso
terrenal, el hombre, incluso en el estado caído, puede construir en la tierra
ciudades que no sean malditas ni maléficas y que reciban la luz de cierto
reflejo del paraíso; a condición que estén edificadas a partir del modelo de la
«Jerusalén celestial». Las ciudades de los hombres son benéficas o maléficas en
la medida en que reflejan o no reflejan este arquetipo celestial.
Digamos enseguida, por lo demás, que a la
expresión de «Jerusalén celestial» le damos el sentido más amplio, pues la
realidad que traduce puede presentarse en imágenes muy diversas en los
diferentes pueblos; porque, siempre y en todas partes en las sociedades
tradicionales, las ciudades, en cierta manera y en grados variables, son
ciudades santas [1], porque todas, para emplear los términos del Apocalipsis,
«descienden del cielo a la tierra».
Y es que esta fórmula, si no se entiende en
sentido escatológico, sino en sentido cosmológico, define perfectamente la
manera de concebir la ciudad tradicional.
Para comprender bien esta manera de concebir, hay
que recordar que el hombre tradicional, o sea el hombre normal, no puede vivir
más que en un ambiente sagrado. En particular, no puede vivir más que en un
espacio que ha sido consagrado; y esta consagración se lleva a cabo mediante un
ritual basado en una doctrina cosmológica que es común a todos los pueblos y
que afirma la analogía de lo que está Arriba y lo que está Abajo, y la
influencia benéfica de lo primero sobre lo segundo, del Cielo sobre la Tierra;
y el Cielo es el «lugar» simbólico de la Divinidad.
La ciudad, como por lo demás el templo o la casa,
reproduce una imagen del mundo ordenada según esta jerarquía. Por esta imagen
del mundo ordenada según esta jerarquía. Pero esta imagen no cobra valor más
que si está centrada. Es en el centro donde percibe el hombre la
presencia y la influencia de ese. Algo transcendente que desea recobrar como
huella del Paraíso perdido. La transcendencia en el centro del mundo, en el
punto por el que pasa el Axis Mundi,
el Polo universal, representado a menudo por la Montaña sagrada situada debajo
de la Estrella polar, y en torno al cual el universo lleva a cabo su
revolución, lugar donde se comunican los tres niveles cósmicos, cielo, tierra e
infiernos. Esta doctrina se basa en la percepción de que toda la creación
comienza partir de un centro o un punto, como la circunferencia, engendrada por
el punto central, como el ser orgánico a partir de la simiente infinitesimal,
lugar en el que reside la fuerza recogida en sí misma y desde donde se difunde
luego para manifestarse. De ahí el deseo del hombre de situarse permanentemente
en ese centro, en ese punto-origen de donde brota la fuerza creadora.
Así, toda construcción de la ciudad, o de templo,
o de casa, imita la creación del mundo, y con ello pone en armonía con el
mundo. El pequeño mundo del hombre, su morada, se trazará por tanto conforme al
plano que es el universo y que es igualmente el de su propia individualidad
psicosomática.
El espacio se consagra mediante el propio ritual
de fundación, ya se trata de una ciudad o de un templo. Conduciremos nuestro
estudio a partir del ritual practicado para el templo porque, aunque es
fundamentalmente el mismo que para la ciudad, es más elaborado y, a fin de
cuentas, más conocido, y nos permitirá hacer sentir bien el carácter sagrado de
la ciudad tradicional, que aparecerá así como prolongación o versión ampliada
del templo.
La fundación del templo comienza con la
orientación [2]: en el emplazamiento escogido para la construcción –elección
determinada no sólo por razones de utilidad, sino también y ante todo por las
cualidades sutiles del lugar, reveladas por la astrología y la geomancia—, se
pone derecho un palo que servirá de gnomon
para localizar los ejes Este-Oeste y Norte-Sur. A partir de este palo tomado
como centro, se trazan los puntos extremos del curso del sol, lo que permite el
eje Este-Oeste, la posición del sol en el zenit, y el eje Norte-Sur. Se obtiene
así una figura orientada por la cruz de los ejes inscrita en el círculo. Esta
figura sirve de módulo de base para los edificios de forma circular; en el caso
de los templos de forma cuadrangular, el cuadrado de base que servirá para
trazar la planta se obtiene mediante la operación denominada «cuadratura del
círculo», que consiste simplemente en inscribir un cuadrado en el círculo
primitivo: dos nuevos círculos centrado en los puntos cardinales del Eje
Este-Oeste darán, por su intersección con la circunferencia primero, los
ángulos del cuadrado. Esta cuadratura del círculo, en realidad, es la
cuadratura del círculo celeste proyectado en tierra, en una primera operación,
en el trazado inicial, e igualmente la proyección del «cuadrado celeste», o sea
de la cruz de los ejes cardinales.
La figura geométrica que acabamos de describir
contiene todo el simbolismo del templo; simbolismo a la vez cósmico y
metafísico; es la unión del cielo (el círculo) con la tierra (el cuadrado),
pero el cielo en sí es símbolos de la Esencia universal, y la tierra lo es de
la Substancia. Ese es el significado de la figura en su aspecto estático. En su
aspecto dinámico, representa el proceso de la creación, el influjo celeste que
opera para crear: el círculo celeste engendra el ciclo temporal, pues las
cuatro tradiciones del tiempo corresponden a los cuatro puntos cardinales, que
califican el espacio. Por lo demás, el primer gesto del ritual, poner el palo,
determina un eje vertical y un centro en tierra; este centro, al estar
relacionado por la orientación con la estructura del mundo y el ritmo celeste,
se identifica ritualmente con el Centro del mundo. Por lo demás, puesto que la
distancia que separa todos los puntos de la tierra es prácticamente nula con
respecto al Eje que va a parar a la Estrella polar, esta asimilación es real
incluso físicamente.
Este Axis
mundi es el centro inmóvil que manifiesta en lo creado el Principio divino,
«motor inmóvil» y Realidad inmutable. Una vez terminado el trazado básico del
templo, se quita el palo, pero sigue realmente presente en cuanto «pilar axial»
en torno al cual se edifica toda la construcción, pese a permanecer invisible
como el Principio con respecto a la creación. Este eje, que centra el templo,
establece el contacto con las fuerzas siderales, que también son mediadoras del
Poder divino; por eso es él el que condiciona fundamentalmente la fundación del
templo, que es unir la tierra al cielo.
La fundación de una ciudad tradicional se hace
conforme a un ritual análogo en lo esencial, es decir, mediante el
establecimiento de un centro y de un círculo orientado. Algunas ciudades son
circulares, otras son cuadradas, no importa: la operación siempre es la misma.
Ecbatana, la capital de los antiguos medos, nos
dice Heródoto, estaba formada por siete recintos concéntricos; como la ciudad
estaba edificada sobre una colina, los muros estaban construidos de manera que
cada recinto no sobrepasase al inmediato más que en la altura de las almenas;
la ciudad, por tanto, ofrecía a su vez aspecto de montaña. El séptimo recinto
encerraba el palacio del rey, que se situaba así probablemente en el eje
vertical del conjunto. Las almenas, nos dice también Heródoto, estaban pintadas
de distintos colores: las del primer recinto, de blanco; las del segundo, de
negro; las del tercero; de púrpura; las del cuarto, de azul; las del quinto, de
rojo; las del sexto, de plata, y las del séptimo , de dorado [3]. Esta
descripción debería abrir camino a estudios interesantes. Es prácticamente
seguro, por ejemplo, que los siete recintos circulares reproducían los siete
cielos planetarios, de suerte que la ciudad aparecía proyección del cielo en la
tierra; podríamos estar totalmente seguros si todos los colores de las almenas
correspondiesen a los colores tradicionales atribuidos a los planetas; la
correspondencia es exacta en el caso de Saturno (2º recinto), Júpiter (4º
recinto), Marte (5º recinto), Luna (6º recinto) y Sol (7º recinto); hay
dificultades para Venus y Mercurio, que en la gamma corriente tienen
respectivamente el verde y el multicolor.
Darabjird, capital del antiguo reino de los
partos, tenía dos recintos circulares con calles radiales que iban del centro a
las puertas; de éstas, las cuatro principales estaban orientadas según los
puntos cardinales. Así era todavía Firuzaban, capital de los sasánidas, y más
tarde Bagdad, fundada en el año 762 por el califa al-Masûr; Hiraqala, la ciudad
de Harún al-Rashid, o Sabra, la del tercer califa fatimí, Ismâ’îl [4]. Es
probable que las más antiguas ciudades egipcias tuviesen esa forma, pues el
jeroglífico correspondiente a la palabra niut, «ciudad», no es otro que la
figura crucicircular del esquema de fundación [5], es, en todo caso, uno de los
indicios más asombrosos de la universalidad del rito que antes hemos descrito.
Plutarco y Ovidio nos dejaron una descripción
precisa de la ejecución de este ritual para la fundación de Roma. Rómulo, nos
dicen, empezó por abrir un foso circular, el mundus, en el que hizo un sacrificio y sobre el que levantó un
altar; constituía así un centro asimilado al Centro del mundo, al Axis mundi, como nos asegura el propio
Macrobio cuando dice que aquel mundus
era el «lugar de intersección de los tres mundos». A partir de aquel centro,
Rómulo trazó con arado una circunferencia que determinaba el contorno de las
murallas; en el interior se construyó la Roma
quadrata, la Roma cuadrada, o sea dividida en cuatro cuarteles delimitados
por dos grandes arterias según el cardo,
eje Norte-Sur, y el decumano, eje
Este-Oeste [6].
La universalidad del rito de fundación está
demostrada por una curiosa relación entre la fundación de Roma y la que antaño
describiera Leo Frobenius de una ciudad del África occidental. Cuenta que el
emplazamiento elegido fue señalado con estacas, en forma de círculo y de
cuadrado con la situación de cuatro puertas en los cuatro puntos cardinales; se
sacrificó luego un toro en el centro de aquel círculo, enterraron allí su verga
y levantaron encima un altar [7].
Puede citarse también, muy lejos de allí, la
población de Bororo, en el Brasil, de planta circular y dividida por los dos
ejes orientados, en cuyo centro se levanta el santuario. Lo que es interesante
señalar es que esta planta parece ser que reproduce la de la ciudad de Cuzco,
en el Perú, antaño capital del imperio de los incas [8].
En la India, las antiguas ciudades tenían forma
cuadrada o redonda, con –como en todas partes, podría decirse— cuatro puertas
principales orientadas según los puntos cardinales; así ocurre en Pataliputra,
capital de los emperadores Maurya. La planta tradicional de la ciudad india
reproduce el zodíaco, de ahí ua asimilación de los cuatro barrios principales a
las cuatro estaciones, de modo que cada barrio comprendía tres signos del
Zodíaco. Cada casta ocupaba un punto cardinal: brahmanes al Norte, kshatriyas
al Este, vaishyas al Sur y sudras al manes al Oeste. Esta repartición seguía el
ciclo anual del sol y el sentido de la pradakshina, la circumambulación ritual.
Finalmente, el eje Este-Oeste, denominado «Vía regia», conducía al palacio del
soberano, que se levantaba en el centro de la ciudad, pues el príncipe se
asimilaba simbólicamente al Eje del mundo, y gobernaba la ciudad y país como
rige el universo el Principio divino. Además se decía que Pataliputra se había
construido en el emplazamiento del Monte Meru, centro del mundo [9].
El mismo esquema crucicircular encontramos en
Angkor Thom, capital del Imperio jmer,
construida a partir de estos dos ejes cardinales; en su intersección, en el
centro, está el templo del Bayón, también identificado en el Meru.
El simbolismo zodiacal de la ciudad evoca de forma
impresionaste la Jerusalén celestial, de la que hablaremos enseguida, y la
ciudad ideal de Platón. Ésta debía estar regida por los dioses y reflejar por
su forma las realidades siderales, para que la ciudad participase en la armonía
del universo. La ciudad es de planta circular; su centro está ocupado por la
Acrópolis, morada de los dioses; está dividida en doce sectores, con lo que las
leyes y proporciones del cosmos penetran en ella y los propios habitantes se
encuentran bajo la influencia de estas
leyes cósmicas. «Debemos pensar -prosigue Platón— que cada parte es sagrada,
porque es un don de Dios, y porque sigue el movimiento de los meses y revolución
del Universo. Así, la ciudad entera está regulada por su relación con el
Universo, que santifica sus partes» (Leyes, 745 ss). No puede definirse mejor
el modo operatorio de la ciudad tradicional.
El mismo espíritu regía la organización de la
ciudad en la China. La capital, como ámbito real, era cuadrada, con cuatro
puertas principales en los cuatro puntos cardinales. En el centro de la ciudad
residía el emperador, cuyo palacio-templo, el Ming tang, también era cuadrado,
con tres puertas en cada lado, y el conjunto correspondía a los doce meses y a
los doce signos del Zodíaco. A través de las puertas se difundía la «Virtud»
real a la ciudad y al imperio según el ritmo del cielo.
No todas las ciudades tradicionales reproducían en
detalle el mapa celeste, pero todas eran imagen del cielo y estaban situadas en
el centro del mundo. Así ocurre en el cercano Oriente con Babilonia cuyo
nombre, Bab ilani, significa «Puerta
de los dioses», y que se consideraba que estaba construida sobre el bab apsi, la «Puerta del abismo», lo que
equivale a decir que estaba situada sobre el Eje del mundo, que une los tres
niveles cósmicos. Y lo mismo ocurre con la Meca, santificada por la Caaba, la
«la Casa de Dios», que está en el cielo; es la cúspide de la tierra, dice
Kisâ’î, porque la Estrella polar demuestra que se encuentra frente al cielo del
cielo; y según Azraqui, existía antes de la Creación y es el punto a partir del
cual fue establecida la tierra. La misma tradición existe respecto de
Jerusalén. Según la Mishná, la roca
del templo penetraba en el tehom, el
mundo inferior, correspondiente el apsu
babilonio, y tenía una abertura llamada «Boca del tehom». Por otra parte, se considera que Jerusalén y Sión están
situadas en la cima de la Montaña cósmica, la que no es inundada por el
diluvio: «Grande es el Señor –canta el Salmo 47—, e infinitamente digno de
alabanzas, en la ciudad de nuestro Dios y en su monte santo; su famosa colina
llena de gozo el universo: el Monte Sión, en el Confín Norte, es la ciudad del
Gran Rey». Esta expresión, el Confin Norte, es totalmente característica para
designar la cúspide de la tierra, cuya punta está dirigida a la Estrella polar;
es el centro del mundo y el punto-origen de la Creación: «El mundo fue creado a
partir de Sión», se lee en el tratado de Yoma [10].
No se sabe exactamente cuál era el plano de la más
antigua Jerusalén, pero con toda probabilidad se construyó siguiendo más o
menos el esquema del campamento de los hebreos. Este campamento estaba dividido
en cuatro partes, y el pueblo estaba repartido en cuatro grupos de tres tribus,
principal una de ellas: Judá al Este, Rubén al Sur, Efraín al Oeste y Dan al
Norte. En el centro se alzaba el Tabernáculo, en torno al cual estaban
establecidos los levitas, divididos en cuatro grupos orientados según los
puntos cardinales. Y se sabe que, más tarde, la Tierra de Israel fue dividida
de esta misma forma. Volvemos a encontrar aquí el duodenario, 3 x 4 = 12, cuyo
simbolismo zodiacal es seguro, pues se sabe con seguridad que existía
correspondencia entre las tribus y los signos de zodíaco.
Conforme a esta planta, evidentemente, se describe
la Jerusalén celestial, cuadrada, con sus doce puertas con el nombre de las
doce tribus; en el centro, el Árbol de la Vida, símbolo del Eje universal.
Esta Jerusalén es el arquetipo, el modelo ideal de
toda ciudad humana, al propio tiempo que icono del Paraíso. Toda ciudad, en su
plano y suponiendo que lo demás no cambie, debería conformarse a este modelo
para responder a su función, que no sólo es albergar y proteger al hombre, sino
también ayudarlo, en su vida material, a realizar su destino.
Porque, hay que insistir en ello, el simbolismo
arquitectónico de las ciudades, contrariamente a lo que pudieran pensar
algunos, no es algo simplemente «literario» ni «artístico»: es operativo, como
bien expresa Platón en el texto antes citado; opera lo que designa –como todo
símbolo tradicional, por lo demás— a causa de la analogía que un con las formas
cósmicas las formas arquitectónicas que hemos definido, y porque con el
arquetipo «atrae» a éste y reactualiza a cada instante su influencia. Este
simbolismo de la ciudad, como el del templo, ayuda al hombre en su progresión
espiritual, al permitirle, en el curso de su vida cotidiana, relacionar
incesantemente lo individual con lo universal, el hombre con Dios, su
principio. La ciudad tradicional, como el templo, es un instrumento de comunicación
con lo Invisible, que permite el descenso de las influencias del cielo hacia el
hombre y que el hombre vuelva a subir hacia el cielo.
Este papel mediador alcanza evidentemente su mayor
eficacia en el caso de las ciudades santas, las que están especialmente
consagradas por una teofanía, y de las que Jerusalén ofrece sin duda el tipo
más perfecto. Y esa es la razón que explica la peregrinación. Si los creyentes acuden diligentes a estas ciudades
es para encontrar una vía de acceso privilegiada hacia lo Alto. El hombre
tradicional está en el diálogo constante con lo Invisible, y la peregrinación es
el medio de mantener o de reactivar este diálogo.
En las tres grandes fiestas anuales, entre ellas
la Pascua, el israelita «subía» a Jerusalén, a la «Casa del Señor», como dice
el salmista: «Qué alegría cuando me dijeron. “Vamos a la Casa del Señor”» (Sal
122). La peregrinación a la Meca, como se sabe, es una de las principales
obligaciones del fiel del Islam, y el rito capital de esta peregrinación
consiste en una circumambulación alrededor de la Caaba, la «Casa de Dios»,
porque, dicen los comentaristas, las vueltas que dan a su alrededor los
peregrinos imitan la circumambulación de los Ángeles alrededor del Trono
divino, que se encuentra en la «Casa de Dios» que está en el cielo [11].
Así, la peregrinación equivale a un viaje para
alcanzar el Centro del mundo y allí, en cierto modo, «recargarse» en contacto
con las fuerzas celestiales.
En el hinduismo y el budismo existe un rito
análogo al del Islam, la pradakshina,
que se practica alrededor del templo de la ciudad santa: en el templo de Barabudur
o en el templo de Lhasa, el fiel que asciende, en espiral, los escalones del
santuario, se acerca así a la «cima del mundo» y, ya en la terraza superior,
penetra en la «Tierra pura», otro nombre del Paraíso o de la Jerusalén celestial.
La peregrinación a la ciudad santa es un medio de
recordar al hombre el sentido de su existencia, que en la visión tradicional
está concebida como peregrinación al Más Allá. Por esto se dice que Abraham
permanecía bajo la tienda, como si estuviese en tierra extranjera, «porque
esperaba la ciudad asentada sobre firmes cimiento cuyo Arquitecto y constructor
es Dios» (Epístola a los Hebreos, 11, 10). Para el hombre tradicional, la
ciudad terrenal no es más que la imagen de la ciudad divina con miras a la cual se encuentra en
estado de peregrino. El hombre que ha asumido plenamente la peregrinación de la
existencia reconoce que esta «Ciudad divina», esta Brahma-pura, esta «Jerusalén celestial», no es otra cosa que el «Reino
de Dios», que, según el Evangelio, «está dentro de nosotros». La verdadera
peregrinación es la peregrinación interior, la que lleva al centro del ser, en
el corazón, del que decía Ibn Arabí
que es aún más noble que la Caaba.
Estas reflexiones sobre la peregrinación y el
papel del corazón y del centro del ser nos invitan a volver, para terminar, al
problema de la ciudad en general (de la ciudad tradicional, queremos decir)
problema que esclarecen con nueva luz. En la tradición hindú, la «ciudad divina»,
la Brahma-pura, designa, en sentido
estricto, el principio divino que reside en el corazón del ser; pero, en
sentido más amplio, la expresión designa igualmente el ser entero con sus
elementos constitutivos y sus facultades en relación jerárquica con el
principio central; y estas facultades y elementos subordinados a su principio
se comparan tradicionalmente con una
ciudad con su rey, que es su corazón, y sus súbditos. Finalmente, la expresión «Ciudad
divina» designa el universo total que irradia a partir del «Corazón del mundo»,
del Centro divino [12].
Para cumplir verdaderamente su función, toda
ciudad debería ser conforme a este modelo. En la ciudad así concebida, el
hombre puede vivir armoniosamente, porque en ella se reencuentra con la
estructura del mundo y su propia estructura, y ello a la inversa de lo que
sucede en la ciudad moderna, que, por su carácter atípico (apartado de lo
prototípico), es alienante y traumatizante.
Y sin duda, a este respecto, cabría reflexionar
sobre la importancia del papel de las murallas, que en las ciudades antiguas no
eran sólo una defensa contra los ataques guerreros: también protegían contra
las influencias maléficas, como prueba al uso medieval de bendecir las murallas
contra las insidias diabili, «contra
las insidias del demonio». De todas formas, al materializar el «límite», la
muralla mantenía la noción de espacio centrado, conservada la ciudad en su
forma y en su simbolismo cósmico, le impedía diluirse en lo indefinido y la
confusión, como puede verse en las ciudades «tentaculares», que se extienden
incesantemente y terminan por caer en lo informe, y ello no sin una influencia
cierta en el psiquismo humano. En cambio, en la ciudad construida conforme al
modelo de su propio cuerpo a partir de un centro vital y mediante un
crecimiento orgánico, como el del embrión, el hombre regresa a su propio origen
y al mismo tiempo origen de todo lo creado, porque, en virtud de la analogía
que une el microcosmo como el macrocosmo, analogía que se refleja igualmente en
la estructura de dicha ciudad, siente que su propio origen del mundo se sitúan
finalmente en el mismo punto central y divino. Comprende así intuitivamente la
cosmogénesis y la ontogénesis, y alcanza con ello su propio centro y el Centro
universal, lo cual es el objeto de su destino.
En la ciudad construida orgánicamente de este
modo, el templo, erigido en el centro de la ciudad, materializa a los ojos del
hombre el Centro cósmico y su propio centro: su torre, su campanario o su
alminar son para él en todo momento imagen del Eje polar que apunta hacia
Arriba y que acompasa todas las horas de su vida recordándose sin cesar el
camino de la salvación, el camino que debe hacerle alcanzar lo Invisible [13].
Notas:
[1] H. Müller, Die
Heilige Stadt, 1961
[2] Véase H. Niessen, Orientation, 1906-1910; J. Hani, El Simbolismo del Templo Cristiano, José J. de Olañeta, Editor,
1997.
[3] Heredoto I, 98
[4] H.-A. L’Orange, Studies in the Iconography of
cosmic Kingship, Oslo, 1953.
[5] Drioton-Sottas, Introduction à l’étude des
hiéroglyphes, p, 141.
[6] Plutarco, Rómulo,
11; Ovidio, Fastos, 4, 819. Sabemos por Catón, citado en Servio, Ad Æn nº 5, 755, que el ritual venía de
los etruscos; cf. también Varrón, De
lingua latina 5, 143 ss. Para Grecia, el ritual no es conocido más que en
partes por los historiadores (por ejemplo Tucídides 3, 24; 5, 16) y Pausanías
4, 27, que cuenta la fundación de Mesene. La descripción más completa es la
que, en forma cósmica, da Aristófanes en Las
aves, 850 ss.: se trata de la fundación de una ciudad, Cucópolis de las
Nubes. Toman un oráculo, hacen un sacrificio, una oración a Hestia, diosa del
Hogar, en la que se enciende el fuego sagrado tras haber dado la vuelta
alrededor asperjándolo con agua lustral.
[7] Este ritual es el del pueblo maude; en Mon.
Africana, VI, Francfort, 1929, pp. 119-124; Histoire
de la civilisation africaine, p. 155.
[8] Symbolisme
cosmique et monuments religieux, Musée Guimet, 1953, I, pp. 53 y 59.
[9] R. Guénon, «Le zodiaque et le points cardinaux»,
en Símbolos fundamentales de la Ciencia
Sagrada, pp. 120-124.
[10] M. Eliade, Tratado de historia de las
religiones, capítulo 10.
[11] M. Hamidullah, «Le pèlegrinage à La Mecque»
en Pèlerinages «Sources orientales»,
París, 1960, pp. 90-138.
[12]
R. Guénon, «La cité divine», op. cit.
[13]
Sobre este tema puede leerse el libro de Najm-ud-Dine Bammate, Cités d’Islam, Ed. Arthaud, 1987.
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