Cap. III de El Simbolismo del Templo
Cristiano, José J. de Olañeta, Editor; 2000; Palma de Mallorca.
Todo
edificio sagrado es cósmico, es decir que está hecho a imitación del mundo: «La
iglesia, dice San Pedro Damián, es la imagen del mundo.» Porque nuestro cuerpo
está vinculado al mundo y debemos rogar a Dios en nuestra propia condición
corporal [1]. Esta imagen es, en primer lugar, una imagen «realista», en el
sentido de que, en los muros y pilares de la iglesia están representados la
tierra y el sol, los animales y las plantas, los trabajos del hombre y las
distintas condiciones sociales, la historia natural y la historia sagrada, de
forma que ha podido decirse de las catedrales que eran enciclopedias visuales.
Pero éste no es más que un aspecto exterior –y propio, sobre todo, de los
grandes edificios— de lo que San Pedro Damián quiere decir. El templo no sólo
es una imagen «estructural», es decir que reproduce la estructura íntima y
matemática del universo. Y en ello reside el origen de su sublime belleza. Pues
la belleza de las formas, dice Platón en el Filebo (51 C), «no es lo que entiende
el vulgo generalmente por este nombre, como por ejemplo la de los cuerpos vivos
o su reproducción, sino que es lo rectilíneo y circular, hecho por medio del
compás, el cordel y la escuadra… Y estas formas no son, como las demás, bellas
en determinadas condiciones, sino que son siempre bellas en sí mismas».
La forma
cuadra de la Jerusalén celeste (Apoc. 21, 12 ss.), de la que hablamos antes,
está directamente relacionada con el propio principio de la arquitectura de los
templos. Toda arquitectura sagrada se reduce, en realidad, a la operación de la
«cuadratura del círculo» o transformación del círculo en cuadrado. La función
del edificio comienza por la orientación, que es ya en cierto modo un rito,
pues establece una relación entre el orden cósmico y el orden terrestre o, aun,
entre el orden divino y el orden humano. El método tradicional y, podemos
decir, universal, pues se le encuentra dondequiera que haya una arquitectura
sagrada, fue descrito por Vitrubio y fue practicado en Occidente hasta el fin
de la Edad Media: los cimientos del edificio se orientan hacia un gnomon que
permite localizar los dos ejes (cardo,
norte-sur, y decumanus, este-oeste). En
el centro del emplazamiento escogido se levanta un palo, alrededor del cual se
traza un gran círculo y se observa la sombra que se proyecta sobre este
círculo; la separación máxima entre la sombra de la mañana y la de la tarde,
inclina el eje este-oeste, y dos círculos centrados sobre los puntos cardinales
del primero indican, por su intersección, los ángulos del cuadrado. Este último
es la cuadratura del círculo solar [2]. Es importante recordar de forma precisa
las tres operaciones de la fundación, a saber: el trazado del círculo, el
trazado de los ejes cardinales y la orientación y el trazado del cuadrado de
base, pues ellas son las que determinan el simbolismo fundamental del templo,
con sus tres elementos correspondientes a las tres operaciones: el círculo, el
cuadrado y la cruz, por mediación de la cual se pasa del primero al segundo.
El círculo
y el cuadrado son símbolos primordiales. Al nivel más elevado, en el orden
metafísico, representan la Perfección divina bajo sus dos aspectos: el círculo
o la esfera, en la que todos los puntos están a la misma distancia del centro,
que no tiene principio ni fin, representa la Unidad ilimitada de Dios, Su
Infinidad, Su Perfección; y el cuadrado o el cubo, forma de todo cimiento
estable, es la imagen de Su inmutabilidad, de Su Eternidad [3]. A un nivel
inferior, en el orden cosmológico, estos dos símbolos resumen toda la
Naturaleza creada, en su ser mismo y su dinamismo: el círculo es la forma del
cielo, más en particular de la actividad del cielo, instrumento de la Actividad
divina, que rige la vida en la tierra, la representación de la cual es un
cuadrado porque, respecto al hombre, la tierra es, en cierta forma, «inmóvil» y
pasiva, y «se ofrece» a la actividad del Cielo. Hay aquí un doble simbolismo,
cosmológico y ontológico a la vez: el Cielo y la Tierra –orden cosmológico— son
las formas exteriores, el último grado si se quiere, de la Manifestación o
Creación, los dos polos de la cual los constituyen la Esencia universal y la
Substancia universal, representadas en el orden corporal por el Cielo y la
Tierra, respectivamente. El hombre es el centro de esta creación, él la
sintetiza y establece un vínculo entre lo Alto (Esencia-Cielo) y lo Bajo
(Substancia-Tierra); y esta relación viene simbolizada, precisamente, por el
signo de la cruz. Veremos en seguida las consecuencias que se pueden sacar de
esta comprobación. Si trasponemos este simbolismo «estático» a su forma «dinámica»,
vemos que el círculo celeste engendra, en su movimiento, el ciclo temporal [4],
el cual se extiende a partir de su polo superior (correspondiente al cielo) en
dirección a su polo inferior (correspondiente a la tierra), o, si se quiere, de
la esfera, la forma menos especificada y la más perfecta, al cubo, la forma más
especificada y la más «pesada»; el eje vertical que los une mide la extensión
misma del cosmos y del tiempo. A esta función del círculo en el origen de la
creación es a la que alude la Escritura cuando hace decir a la Sabiduría: «Yo
estaba presente cuando Dios dispuso los cielos y trazó un círculo sobre la faz
del abismo» (Prov. 8, 27; cf. Job 26, 10). Esta relación entre el orden cósmico
y el orden arquitectural está magníficamente resumida en esta fórmula lapidaria
grabada en una de las paredes del templo de Ramsés II: «Este templo es como el
cielo en todas sus disposiciones.»
Este punto
de vista hace resaltar la superioridad del círculo –el cielo- sobre el cuadrado
–la tierra—. Pero desde otro punto de vista, el cuadrado, que metafísicamente
simboliza la Inmutabilidad divina, es superior al círculo en cuanto es imagen
del movimiento indefinido. Este punto de vista es qle que domina en la
arquitectura, cuya cualidad dominante es la «estabilidad», sin excluir, claro
está, el otro aspecto del simbolismo, como tendremos ocasión de demostrar.
Desde el último punto de vista, que valoriza el «cuadrado», puede decirse que
la construcción del templo fija o «cristaliza» en el cuadrado los ciclos
temporales, movimiento circulares.
Ambos
puntos de vista se aplican perfectamente a la «Jerusalén celeste» del
Apocalipsis, prototipo del templo cristiano. El ángel «me mostró, dice San
Juan, la ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo, del lado de Dios»
(Apoc. 21, 10), y algo más adelante: «la ciudad es cuadrada» (21, 16). Así, el
movimiento de descenso de la ciudad corresponde al primer punto de vista, el
cual gobierna el rito de fundación: Jerusalén «desciende del cielo» (circular),
«del lado de Dios», a la tierra, en la que ella aparece como un cuadrado que es
el reflejo de la actividad del Cielo, del mundo divino. Pero, desde el segundo
punto de vista, este cuadrado representa la cristalización de los ciclos, del
desarrollo temporal, cosa que prueban ampliamente las doce puertas dispuestas
tres a tres a los lados del cuadrado, y que corresponden a los signos del Zodíaco;
volveremos a hablar de ello, por otra parte, cuando tratemos de la puerta de la
iglesia: se trata de una transformación del círculo zodiacal consecutiva a la
detención de la rotación del mundo y a su fijación en un estado final que es la
restauración del estado primordial [5]. Por otra parte, podemos notar, a este
respecto, la correspondencia que existe, a ambos extremos del ciclo temporal,
entre el Paraíso terrenal y la Jerusalén celeste; el Paraíso es circular, en
cuanto reflejo directo del cielo, pero está divido por la cruz de los cuatro
ríos, con el Árbol de la Vida marcando el centro. Este árbol también está en el
centro de la Jerusalén celeste, y también se encuentran en ella los cuatro
ríos, pues se dice que fluyen de la montaña que en el Cordero señorea sobre el Libro
sellado. El paso del círculo al cuadrado representa la rotación temporal del
mundo y su detención, que es al mismo tiempo la transmutación de este «siglo»
en «siglo futuro».
Esta
relación del círculo con el cuadrado, o de la esfera con el cubo, es realmente
el fundamento de la arquitectura sagrada, aquel a partir del cual se concibe y
se realiza todo el edificio. En efecto, si pasamos del plano horizontal, que
nos ha ocupado hasta este momento, al plano vertical, y, al mismo tiempo, de la
geometría plana a la geometría del espacio, comprobamos que todo el edificio se
reduce al esquema de la cópula y el cubo. La cúpula, o bóveda, remata el «cubo»
de la nave, como el cielo físico «se asienta» sobre la tierra; y ésta es la
razón por la cual, antiguamente, la mayoría de las bóveda eran pintadas de azul
y consteladas de estrellas. Siguiendo la vertical que asciende del pavimento a
la bóveda, en un movimiento inverso a aquel que regía el rito de fundación, se
pasa del «cubo» a la «esfera», es decir, del estado terreno al celeste. La
mirada del fiel, siguiendo esta dirección, encuentra ahí el símbolo de su
ascensión espiritual. Así, el dinamismo interno del templo sirve de sostén y de
guía de oración y a la meditación. La línea vertical es la dirección del cielo.
Hacia lo alto es hacia donde uno alza los ojos para orar, hacia donde la hostia
es elevada en ofrenda; y de lo alto es de donde desciende cual lluvia, la
bendición divina. Esta dimensión es aquella según la cual Dios desciende en el
hombre, y según la cual éste se eleva hacia Dios. En algunos edificios, un
detalle ornamental hace resaltar la alusión a esa ascensión espiritual: la
cúpula del crucero está a menudo rematada por una cruz o una aguja esbelta que
materializa el eje de la bóveda, lo cual significa la salida del cosmos, a
imitación de Cristo, quien, en el momento de la Ascensión, subió «por encima de
todos los cielos» [6]. El esquema cúpula-cubo se repite en los campanarios,
esté la torre rematada por un luquete, lo cual es raro en Occidente, o lo que
esté por una «pirámide» octogonal o hexagonal, cuya forma constituye una fase
intermedia del paso de la esfera al cubo.
El elemento
esférico y celeste de la cúpula y de la bóveda se refleja, en el plano
horizontal, en el semicírculo del ábside, el cual es, en la tierra, el lugar
más «celeste», el que corresponde al Santo de los Santos del templo de
Jerusalén, al Paraíso y a la Iglesia triunfante. Para acentuar mejor el
carácter celeste del ábside, en Issoire, el presbiterio circular tiene
esculpidos exteriormente los doce signos del Zodíaco. Al prolongar este semicírculo
el rectángulo de la nave, vemos cómo la traza de base de tipo basilical es una
proyección plana del volumen vertical del edificio. El eje de la nave, que va
de la puerta al santuario, es, pues, la proyección plana del eje vertical, que
va del suelo a la bóveda, de la tierra al cielo; por este motivo representa la «Vía
de la salvación».
Lo mismo
ocurre con el pórtico, que es un rectángulo rematado por una cimbra; y con el
ciborio, que corona el altar, y que está constituido por una cúpula que descansa
sobre cuatro columnas. En este último caso, se ha percibido realmente que la
cúpula representa el cielo, puesto que, a veces, se le ha pintado de azul y
constelado de estrellas al igual que la bóveda de la nave; así, por ejemplo, el
ciborio levantado sobre la cuba del Baptisterio de Dura Europos (siglo III).
El edificio
sagrado aparece, pues, como una variación sinfónica del mismo tema
arquitectural, repitiéndose, sumándose indefinidamente a sí mismo, para
recordar el simbolismo fundamental del templo: la unión del cielo y la tierra,
el «tabernáculo de Dios entre los hombres», como lo ha cantado magníficamente
San Máximo el Confesor en su Poema sobre Santa Sofía de Edesa:
«Es algo
realmente admirable el que, en su pequeñez, (este templo) sea semejante al ancho
mundo…»
»He aquí
que su techado se extiende como los cielos: sin columnas, abovedado y cerrado;
y, además, (está) adornado con mosaicos de oro, como lo está el firmamento con
estrellas brillantes.
»Y su
cúpula elevada es comprable a los cielos de los cielos. Y, semejante a un
casco, su parte superior descansa sólidamente sobre su parte inferior.
»Sus arcos,
amplios y espléndidos, representan los cuatro costados del mundo; y se
asemejan, además, por la variedad de sus colores, al arco glorioso, el de las
nubes.»
La alusión
que hemos hecho al eje vertical de la bóveda nos lleva a volver sobre un
aspecto, que hemos descuidado hasta ahora, del rito de fundación. Hemos dicho,
en efecto, que la primera operación consistía en trazar sobre el terreno un
gran círculo rector, a partir de un centro señalado por un palo. Este último es
él mismo un eje y representa el futuro eje vertical del edificio; veremos toda
la importancia de esta observación al hablar del altar. Contentémonos, por el
momento, con considerar la operación misma. Ella constituye la fijación de un
centro, y, en el simbolismo arquitectural, ese centro es considerado el centro
del mundo: es un omphalos. Cualquier
punto de la superficie terrestre puede, en realidad, ser tomado como el centro
del mundo, pues todas las líneas verticales irradian desde todos los puntos
dela tierra hacia el cielo, y la distancia a los astros es «infinita». Cuando
se ha escogido el centro y se lo ha puesto en relación, por la orientación, con
el ritmo celeste, queda realmente asimilado al Centro del mundo, a ese eje
inmóvil alrededor del cual gira la «rueda cósmica». Este centro, este eje,
simboliza el Principio divino que se actúa en el mundo, Dios «motor inmóvil».
Es un punto sagrado, el lugar en el que el hombre entra en contacto con la
Divinidad, y ésta es la razón por la cual todas las ciudades santas, así como
todos los templos, están situados simbólicamente en el «centro del mundo»: éste
es el caso de Jerusalén, que era, también, un reflejo de la Jerusalén celeste.
[7]
La
determinación de un centro y la orientación dan al edificio todo su sentido. Y
esto es lo que nos permite justificar el simbolismo cósmico de la arquitectura,
el interés del cual no parece evidente hoy, quizás, a muchos espíritus. La
Iglesia, al ser una cruz cardinal orientada
y centrada, sacraliza realmente el
espacio. Ella es el omphalos de la
ciudad sobre la que irradia, como la catedral es el omphalos de la diócesis, la primada, el de la nación, y la basílica
papal, el del universo.
Notas:
[1]
Precisemos: el templo es una imagen del mundo, pero porque el mundo es sagrado
en cuanto obra de Dios. El templo hace explícita, pues, la imagen del mundo
transcendente, en Dios, el cual es la esencia constructiva del cosmos.
[2] En la
mayoría de las iglesias de Occidente, la traza de base no es un cuadrado, sino
un rectángulo flanqueado por dos cuadrados, que forman la base del crucero, y
por un tercer cuadrado prolongado por una parte redondeada, que forma el coro y
el ábside, materializando el todo la cruz de los ejes cardinales. Pero esto no cambia
nada del significado profundo del rito de fundación que describimos, porque el
rectángulo, en geometría, no es sino una variedad de cuadrado, y se inscribe
casi siempre, como veremos más adelante, en un círculo rector. Precisemos
igualmente que si los métodos empleados en la época moderna para la fundación y
la orientación de las iglesias ya no son exactamente los mismos de antaño, este
cambio tampoco modifica esencialmente el simbolismo vinculado con la figura y
la posición del edificio, dado que ese simbolismo está en la misma naturaleza
de las cosas y no puede escapar a ella por completo, en la medida, por lo
menos, en que no se aparta demasiado de las formas tradicionales de
arquitectura para adoptar las formas «aberrantes» o aun «subversivas». En la
iglesia copta, las cuatro entradas son expresamente identificadas a los cuatro
puntos cardinales. Igualmente lo son en la iglesia griega las cuatro partes del
edificio.
[3] El
círculo es también el símbolo del Amor divino. Véase San Dionisio Areopagita
(Nombres divinos, 4, 14; Jerarquía celeste, 1, 1) y Dante (Paraíso, 33).
[4] De ahí
la importancia del Zodíaco, del que tendremos que volver a hablar a menudo.
[5] Los 12
signos del Zodíaco son denominados a veces los «doce soles», es decir,
estaciones del sol. En la Jerusalén celeste, esos doce soles se convierten en
los doce frutos del Árbol de vida (Apoc. 22, 1-2). Esta forma de la Jerusalén
celeste es también la del palacio de los emperadores de China, el Ming-Tang.
Construido a imagen del Imperio, dividido en 9 provincias dispuestas en
cuadrado con una en el centro, el Ming-Tang tenía 9 salas dispuestas
paralelamente y 12 aberturas al exterior correspondientes a los 12 meses. Las 4
fachas estaban orientadas siguiendo los puntos cardinales y las estaciones.
Era, pues, una proyección terrestre del Zodíaco.
[6] Por esta
cúpula, reemplazada a veces por un cimborrio, el conjunto «cobra altura» y se
identifica a la Montaña cósmica, que es el prototipo del templo divino. Este
aspecto se manifiesta claramente en la iglesia griega, la iglesia románica de
Auvernia y, sobre todo, la iglesia rusa.
[7] Todas
estas consideraciones serán desarrolladas más ampliamente cuando tratemos del
altar. Parece que en la Ecclesia Major
de los Santos Lugares, exactamente en el ábside, había habido un omphalos esférico parecido al de Delfos.
Véase M. Piganiol, Cahiers archéologiques,
1955. Además, el lugar en que Cristo murió y resucitó es el omphalos del mundo redimido, según san
Cirilo de Jerusalén (P. G., 33, 805).
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