Capítulo II de El Simbolismo del Templo
Cristiano, José J. de Olañeta, Editor; 2000; Palma de Mallorca.
Estas
observaciones sobre el doble simbolismo de los edificios religiosos nos van a
permitir aclarar la cuestión que hay que examinar, creemos, en primer lugar
porque condiciona a las demás: se trata del origen celeste del templo. En el
pensamiento tradicional, de hecho, la concepción del templo no se abandona a la
inspiración personal del arquitecto, sino que viene dada por Dios mismo. Dicho
de otro modo, el templo terreno se realiza según arquetipo celeste comunicado a
los hombres por mediación de un profeta, lo cual fundamenta la tradición
arquitectural legítima [1].
Así, los
diferentes santuarios del Antiguo Testamento fueron edificados siguiendo las
indicaciones de Dios. Se dice, a propósito de Besalel y Oliab, eligidos como
arquitectos del Arca de la Alianza, que Dios «los había llenado de un espíritu
de sabiduría, de inteligencia y de ciencia para toda suerte de obas, para
proyectar todo lo que puede hacerse» (Éx. 35, 34). Todo lo que atañe al templo
mosaico da lugar a prescripciones detalladas por parte del Señor: «Me harán un
santuario y Yo habitaré en medio de ellos. Lo harán conforme a todo lo que voy
a mostrar como modelo del tabernáculo y de todos sus utensilios…» (Éx. 25,
8-9).
David da a
su hijo Salomón las reglas recibidas de Dios que han de regir la construcción
del templo:
«David dio
a Salomón, su hijo, el modelo del pórtico, de sus dependencias y oficinas, de
las salas, de las cámaras y de la casa del propiciatorio, y también del modelo
de todas las cosas que le habían sido
inspiradas por el Espíritu que estaba con él…» (I Par. 28, 11-12).
«Tú me
ordenaste, dijo a Dios Salomón, edificar el Templo en Tu santo monte, y un
altar en la ciudad en la que moras, según el modelo del santo tabernáculo que Tú había preparado desde el comienzo…»
(Sab. 9, 8).
Por su
parte, Ezequiel recibe en una visión la descripción del templo que se ha
edificar; percibe un ser sobrenatural que sostiene una caña de medir, el cual
le da al profeta, al propio tiempo que su descripción, todas las medidas del
templo. Y, finalmente, dice Dios a Ezequiel: «Y tú, hijo de hombre, describe a
la casa de Israel este templo… Que midan su traza… Hazles ver la forma de este
templo, su disposición, sus salidas y sus entradas, todas sus figuras y todas
sus ordenaciones, todas sus formas y todas sus leyes; y ponlo por escrito ante
sus ojos para que guarden todas sus disposiciones y todas sus ordenaciones y
las pongan por obra» (Ez. 43, 10-11).
Podría
citarse todavía el caso del Arca de Noé, cuyas medidas, así como los detalles
de su construcción, fueron dadas por Dios (Gén. 6), porque el Arca es
considerada una imagen de la Iglesia y, por consiguiente, del templo visible.
La forma y las dimensiones del Arca fueron interpretadas por los primeros
Padres con un sentimiento claramente eclesial [2].
Pero
conocemos la objeción que se nos pondrá. Se nos dirá que está concepción era
cierta, quizá, por lo que respecta al templo de Jerusalén pero no por lo que
respecta a la iglesia cristiana. Existe en nuestros días una tendencia, entre
algunos liturgistas, a negarse a admitir cualquier vínculo entre el templo de
Jerusalén, y a fortiori todo templo no cristiano, y a la iglesia cristiana.
Esta no tendría otra razón de ser desempeñaría en absoluto la función del templo
hebreo, en cuanto morada de la divinidad y, por ello, objeto sagrado en sí
mismo y conforme a un modelo celeste. Para los que sostiene esta teoría, el
único templo verdadero es el templo espiritual constituido por la comunidad de
los fieles [3].
Es éste un
punto de vista totalmente inexacto, que hace poco caso de la tradición y, como
veremos más adelante, de la naturaleza misma de las cosas [4]. ¿Se les objeta a
los defensores de esta tesis el ritual mismo de la consagración de las iglesias,
que establece continuamente un paralelismo entre el templo cristiano y el de
Salomón? Bien, ello no les causa ningún apuro: ese ritual, dicen, está
«recargado», «atestado» de elementos y de «adornos» que no representan la «pura
concepción cristiana primitiva». No vamos a entablar aquí la polémica con esos
señores, pues creemos que la exposición que vamos a hacer de las realidades
propias del simbolismo del templo los confundirá por sí misma, y hará ver que
la ciencia tradicional de los hombres de Iglesia y, en particular, de los
santos fundadores de la liturgia y de los rituales, tiene otro valor que no la
ciencia «historicista» de algunos modernos, que infunde respeto a veces al
vulgo pero que, afortunadamente, no hace vacilar lo más mínimo a los que poseen
verdaderamente el sentido espiritual.
Piensen lo
que piensen, pues, esos «puristas», el templo cristiano es perfectamente una
continuación, con algunas diferencias por supuesto, del templo de los judíos, y
esto es lo que afirma la tradición desde antiguo. Un documento capital a este
respecto es de San Clemente de Roma, quien, tratando de los oficios divinos,
dice esto: «Dios mismo ha indicado, en virtud de Su suprema Voluntad, el lugar
en que estos oficios han de celebrarse, y aquellos que deben celebrarlos» (Ad
Cor. 1, 40). Comentando este pasaje, Mede dice muy atinadamente que si el Señor
ha dicho esto, es en el Antiguo Testamento, y que allí se encuentra lo que San
Clemente quiso decir.
Este parece
haber sido también el pensamiento de San Paulino, obispo de Tiro y constructor
de la iglesia de esa ciudad. En su Historia de la Iglesia, Eusebio nos ha
conservado el panegírico de este santo, en el que se nos dice que alzó el
templo según los principios de una inspiración divina: con el ojo del espíritu
clavado en el maestro supremo y tomando como arquetipo todo lo que le vio
hacer, reprodujo la imagen con la mayor exactitud posible, como Besalel, quien,
llenó del espíritu de Dios, del espíritu de sabiduría y de luz, fue escogido
por Él para reproducir en el símbolo del templo la expresión material del tipo
celeste. Igual Paulino, quien forjándose en su espíritu una imagen exacta de
Cristo, el Verbo, la Sabiduría, la Luz, construyó un templo magnífico al
Altísimo, sobre el modelo de un templo más perfecto, como emblema invisible del
templo invisible (X, 4, 21). El edificio fue levantado «siguiendo las
descripciones facilitadas por los santos oráculos» (X, 43); y también: «Más
allá de todas las maravillas están los arquetipos, los prototipos y modelos
significativos y divinos (de la arquitectura de los templos), quiero decir la
renovación del edificio razonable y divino en el alma» (X, 54). Toda la
disposición de la iglesia es presentada con gran ordenador de todas las cosas,
se ha hecho Él mismo en la tierra una copia del tipo celeste que es la Iglesia
de los «primogénitos inscritos en el cielo», la Jerusalén celeste, Sión, la
Montaña de Dios y la Ciudad del Dios vivo (X, 65).
Este
documento es interesante, pues nos muestra que, entre los primeros Padres, la
concepción cristiana del templo, con su originalidad propia, se sitúa no
obstante en la misma perspectiva que la del Antiguo Testamento: el templo
cristiano es el reflejo en la tierra de un arquetipo celeste, la Jerusalén del
Apocalipsis, que San Juan nos presenta de forma análoga a la de Ezequiel. Como
el profeta, San Juan nos ha transmitido las dimensiones-prototipo de esta nueva
Jerusalén, dimensiones calculadas por un ángel arquitecto gracias a una caña de
oro (Apoc. 21). Esta Jerusalén celeste es el símbolo capital para el estudio
que emprendemos. Él es el que está en el centro de la liturgia de la
Dedicación, y de él extrae el templo todo su significado fundamental. Ahora
bien –y esto es lo que querríamos decir aquí para terminar con el problema del
arquetipo constructivo y de sus referencias la judaísmo—, la Jerusalén celeste
sintetiza la idea cristiana de «comunidad de los elegidos» y «cuerpo místico» y
la idea judía del templo como residencia del Altísimo, y asegura la continuidad
de un Testamento a otro y, por consiguiente, de un templo a otro.
Pero ello
aparece con mayor claridad aún con el estudio del simbolismo cosmológico de
esta Jerusalén celeste.
Notas:
[1]
Comprobamos la existencia de este arquetipo celeste de otros campos. Así, por
ejemplo, el Libro del Apocalipsis fue redactado siguiendo el dictado de un
ángel, y el plano del Castillo interior fue el presentado a Santa Teresa de
Ávila en forma de una visión resplandeciente; los santos iconos de Cristo y la
Virgen han sido pintados tradicionalmente a partir de imágenes «aquiropoetas»
(«no hechas por mano de hombre»), en particular el famoso Mandilion,
desaparecido, pero del que se conserva una copia en la catedral de Laon.
[2] Véase a
este respecto J. Daniélou, Sacramentum
Futuri, pp. 86 ss. En este estudio, nosotros nos limitaremos a estudiar el
simbolismo arquitectural del templo, no su simbolismo náutico, menos esencial y
que sólo ha dejado algunas huellas, en particular la palabra nave aplicada al cuerpo del edificio.
[3] Para
clarificar esta cuestión, habría que estudiar las sucesivas denominaciones
oficiales del templo (naos): basilica,
kyriakon (de donde procede Kerk, Kirche) y ecclesia. Cf.
Ch. Mohrmann, en Rev. Des sciences relig.,
1962, pp. 155-174. A propósito de la denominación medieval de Casa de Dios, es
de notar que es exactamente la del templo egipcio: hat-neter o per-neter.
[4] En un
plano muy general, quien no ve más que a fuerza de «interiorizar» así la
religión, acaba necesariamente por descuidar lo que es «exterior» y abandonarlo
completamente al punto de vista profano. Nunca se exagerará el riesgo que esta
actitud comporta. El mundo exterior se desacraliza (¡hoy hay quienes afirman
que esto es un «progreso»!), con lo que por toda la sociedad se practica una
brecha a través de la cual se precipita el espíritu laico. Este espíritu,
aplicado primero a lo exterior, acaba por refluir hacia el interior, o sea el
alma, donde trastorna todas las nociones espirituales. Así, el deseo siempre
insatisfecho de una «pureza» exagerada desemboca en el resultado diametralmente
opuesto, dando la razón una vez más a Pascal: «Quien quiere hacer de ángel,
hace de bestia». En cualquier caso, es esta forma de ver la responsable en gran
parte de la decadencia de nuestro arte llamado «sagrado», y que ya no es
sagrado en absoluto, a menudo apenas «religioso», por ser fruto de la pura
inspiración individual.
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