Arbotante, Catedral de Milán. |
Cap. IX de "El mensaje de los constructores de catedrales",
Barcelona, Plaza & Janés, 1976.
Ciudad feliz, Jerusalén,
tu nombre es visión de paz, tú que te elevas en los cielos, tú hecha de piedras vivas... Del cielo desciendes,
prometida esposa del Señor. El cimiento, la piedra angular, es Jesucristo,
enviado del Padre. ¡Oh, ciudad! Al juntar tus muros, Jesucristo unió la Ciudad
santa y el creyente que lo recibe descubre en su Dios su morada.
(ANALECTA HYMNICA, LI, n.º 102).
Quiéralo o
no el hombre, el mundo sigue edificándose cada día; el Universo es un lugar de
perpetuas mutaciones, de transformaciones incesantes que en su mayoría se nos
evaden. El tiempo que transcurre nos permite comprobarlo, en parte, en nuestra
propia existencia, ya que nuestra apariencia física se modifica igual que
nuestra visión personal de la vida. En el fondo de ese movimiento existe algo
inmutable, un punto central: la raza "Hombre" se encuentra en cada
individuo, el Universo permanece en equilibrio y nos impregna con su radiación.
Para la
Edad Media es esencial conciliar el movimiento y lo inmutable. De lo contrario,
el hombre permanece estático o se convierte en la presa fácil de las
circunstancias y de los acontecimientos fugaces. Entonces es cuando se impone
la idea de una doble ciudad: la de los dioses, segura en su eternidad que nada
será capaz de corromper, y la de la tierra, que las civilizaciones van
construyendo sucesivamente hasta la extinción de la Humanidad. El arte del
maestro de obras consiste en armonizarlas y hacerlas coincidir con el mayor
rigor.
La catedral
perfecta del Universo es la ciudad de Dios. Todo está ordenado en ella de
acuerdo con unos ritmos que no varían nunca. Los planetas cumplen su revolución
con una tranquila constancia, el sol se levanta cada mañana por el Este y las
fases de la luna se repiten cada mes. Es posible prever, por la observación y
el cálculo, el desplazamiento de los astros y comprender las leyes celestes que
aplica el arquitecto soberano de los mundos, sin fallar un solo instante. Si el
cielo es el lugar donde se expresan magnificas verdades, la organización de la
Tierra ha de hacerse a su imagen. Así, pues, los maestros de obras tienen el
deber de volver a crear la morada divina en el suelo de Occidente con el fin de
que todos los hombres tengan ante sus ojos una imagen de la arquitectura
secreta del paraíso, una imagen que les permitirá perfeccionarse y edificar el
templo en sí mismos.
Así puede
reconstituirse la gestión de los creadores de catedrales. En primer lugar,
reconocer la armonía del Universo y de sus leyes, seguidamente manifestarla en
una construcción de piedra y, por último, ofrecerla al hombre como ejemplo a
seguir. El ciclo del visitante contemporáneo es absolutamente inverso: al
contemplar Saint-Sernin, de Toulouse, ve primero una iglesia, luego percibe la
belleza como elemento esencial de su propia nobleza. De una manera más o menos
consciente siente en él el espíritu de la catedral concreta. Seguidamente observa
la perfección de las líneas y las curvas, la coherencia de los muros, la
precisión de los detalles esculpidos. Adquiere conciencia de que se encuentra
situado de nuevo dentro de un orden en el que los juegos de luz desempeñan el
principal papel. Y de un modo completamente natural se interroga sobre la
fuente de esta luz y sobre el origen de esta arquitectura, y vuelve a encontrar
la comunión perdida con el Universo entero.
Para la
Edad Media, el destino humano está claro: venimos de Dios y vamos hacia Dios.
No hemos elegido el día de nuestro nacimiento y tampoco elegiremos el de
nuestra muerte. Nuestra aventura se desarrolla entre esos dos limites, tan
misterioso uno como el otro y somos responsables de la orientación que
adoptemos: negarnos a aceptar el misterio, hundiéndonos en la ignorancia o
aceptarlo tal como es y avanzar hacia el Conocimiento. El milagro de las
catedrales es uno de los pocos que nos da el medio de progresar por esta última
vía. Ellas son otros tantos hitos indicadores en el bosque de los símbolos,
otras tantas brújulas que mantienen el sentido de la vida.
Además, la
catedral aúna a los seres pasados, presentes y por venir. Desde el origen, el
espíritu humano trata de penetrar los secretos de la Naturaleza. La gruta
prehistórica, los primeros templos de madera, los vastos edificios de piedra
son resultados de una misma intención y surgieron del mismo ideal. Por esto,
todos los constructores de todos los tiempos se han reunido en la catedral
medieval. Los justos que han ocupado un lugar en los cielos junto al Señor
dirigen el pensamiento de los maestros de obras y se encuentran presentes entre
nosotros al afirmarse un arte sagrado. Es frecuente en las leyendas de la Edad
Media que unos personajes del más allá vuelvan a la tierra y pidan al
arquitecto que erija una iglesia en un lugar designado por ellos.
En el
interior de las catedrales se celebraba, a cada instante, la unión entre el
hombre y el Creador. Esas mansiones sagradas, alcanzando a la vez la mayor
altura y la más lejana profundidad, integran el cuerpo inmortal de la Sabiduría
al cuerpo mortal del individuo y de esta alianza surge el hombre nuevo que
habla todas las lenguas.
El símbolo
de la ciudad celeste era ya conocido por las civilizaciones más remotas. Por
ejemplo, la Babilonia terrena tenía su modelo en la Babilonia de las alturas.
En Egipto, los casos son numerosos. De la inmensa ciudad de Tebas, donde hoy
día se admiran los templos de Karnak y Luxor, se nos ha dicho que se llama el
orbe de la Tierra entera y que sus piedras angulares están colocadas en los
cuatro pilares. Están, pues, con todos los vientos y sujetan el firmamento de
Aquel que está oculto. En Roma, el Panteón representaba también la esfera
celeste.
En el
momento en que se impone el Cristianismo, la noción de Iglesia tiene dos
sentidos complementarios. Por una parte, es la comunidad local dirigida por el
Antiguo, y por otra, la sociedad universal de fieles. Volvemos a encontrar
estas dos dimensiones en la catedral de la Edad Media. Es, a la vez, el faro de
una ciudad de características bien señaladas y el emblema de la totalidad de
los peregrinos. Ciudades tan modestas como Chartres o
5aint-Bertrand-de-Comminges consagraron todos sus esfuerzos a la construcción
de sus grandes iglesias, porque se consideraban como reinos completos donde
debían realizarse todos los elementos de la vida espiritual magnificados por la
catedral.
Al visitar
el Sacré-Coeur, nos sentimos limitados por una época y por un lugar exacto. Ese
monumento artificial, hecho de piedras inertes, apenas despierta nuestro
interés. Por el contrario, al franquear el umbral de una catedral nos sentimos
acogidos por piedras vivas. En el templo, nuestros pensamientos se entretejen
con la imagen de las nervaduras, nuestros sentimientos se ennoblecen y se yerguen
siguiendo la línea de los pilares y nuestra mirada se colma con el color
inmaterial de las vidrieras. Para el hombre de la Edad Media, la catedral es,
de una manera tangible, la Jerusalén celeste. Sabe que la palabra de las
piedras le revela las virtudes que necesita y le pone en guardia contra los
errores fatales; sabe que la cripta comunica directamente con nuestra Madre la
Tierra y que la ventana circular de la bóveda se abre ante nuestro Padre el
Cielo. En la catedral ya no es un caminante, un forastero inquieto por el
mañana, sino un invitado colmado de las más valiosas riquezas, un hijo que
Nuestra Señora recibe en su palacio. Sin embargo, lo que le espera es el
trabajo y no el reposo. Y también sabe que ese trabajo es un don porque
transforma el mundo en plegaria y el alma en luz.
Si el
templo medieval representa el Universo, es el Libro el que nos permite
interpretarlo. Sería vano creer en una posibilidad de lectura directa por medio
de cualquier instrumento. Nuestra mirada es naturalmente imperfecta y debemos
recurrir al texto sagrado que componen las piedras para comprender el lenguaje
de Dios. Todo pasa como si cada uno de nosotros poseyera una letra, que sola,
no es de utilidad alguna. Al unirlas
en una sociedad profana, tampoco obtenemos un resultado más satisfactorio
porque formamos palabras artificiales o las letras chocan entre sí carentes de
toda coherencia. Por el contrario, los maestros de obras conocen la tradición y
los símbolos y son capaces de redactar un libro inteligible en el que cada
letra ocupa su lugar y en el que se inscriben las más altas verdades. A buen
seguro, las páginas se encuentran dispersas por toda la tierra. Descubrimos una
en Milly-la-Foret, otra en Bayona, una tercera en Colonia, una cuarta en
Canterbury. A nosotros nos corresponde viajar y reconstituir el Libro inicial
donde podremos escribir nuestra experiencia aportando la piedra nueva de
nuestra conciencia.
"Lo
que irradia aquí dentro, os lo presagia la puerta dorada -decía el texto
grabado en la fachada de la iglesia abacial de Saint-Denis-. Por la belleza
sensible, el alma adormecida se eleva a la belleza verdadera y de la tierra en
la que yacía sumergida resucita al cielo al ver la luz de sus
esplendores". Con ocasión de la consagración de una catedral se celebraba
la bienaventurada ciudad de Jerusalén, esa visión de paz construida con piedras
vivas en los cielos y rodeada de ángeles como el cortejo de una novia. Ella
descendía de las alturas para que la esposa quedara unida al Señor y que cada
hombre digno de Jesucristo fuera el testimonio de aquel casamiento. La iglesia
desbordaba de melodías, de alabanzas y de cánticos mientras que el Dios triple
y único abría las puertas. Implorando su clemencia, los elegidos que
participaban en la celebración pedían "la revolución de los años hasta los
tiempos más remotos", de manera que la obra realizada fuera eterna y
animada por una constante alegría.
Mundo
transfigurado, la catedral contiene una luz que no existe en parte alguna fuera
de ella porque es fruto de un esfuerzo libremente realizado. El maestro de
obras le confía aquello que su civilización tiene de más elevado con el fin de
que ella lo distribuya sin restricciones a las generaciones futuras. La ofrenda
hecha al templo se multiplica hasta el infinito y se transmite por los siglos
de los siglos.
Estas
concepciones simbólicas no tendrían más que un valor secundario si la catedral
de la Edad Media no hubiera sido, ante todo, el centro vital de la ciudad donde
se había establecido una comunidad humana. Los medievales no la admiraban como
un monumento agradable por sus formas, sino como una referencia esencial de la
vida social. La catedral es útil porque sacraliza la vida cotidiana. Si se
comparara la ciudad a un torno de alfarero del que nacen las actividades de cada
día, la catedral sería el eje invisible alrededor del cual se organiza todo.
El edificio
ejerce una protección mágica. Su campanario ahuyenta a los demonios y provoca
la llegada de los ángeles que ayudarán a los ciudadanos con sus consejos. Las
gárgolas disipan las tempestades y las flechas atraen el influjo magnético que
se extenderá sobre la población y la mantendrá en resonancia con los
movimientos celestes. La construcción entera en un talismán gigantesco que pone
a la comunidad al abrigo de las fuerzas hostiles; una ciudad privada de templo
está expuesta a las peores calamidades.
Cada
ciudadano ejerce un oficio en el cual se concentra olvidando en cierto modo las
funciones
que ejerce su prójimo. Cuando acude a la catedral se encuentra con
los que tienen otra profesión y charlan sobre sus respectivos éxitos y fracasos
para que el trabajo del individuo se convierta en bien de todos. Gracias al
templo, los elementos dispersos del cuerpo social conquistan de nuevo su
indispensable unidad. Además, los gremios habrán confiado sus denarios a los
constructores y en el transcurso de los años siguen ofreciendo objetos
litúrgicos, vidrieras y esculturas. El embellecimiento y la conservación de la
iglesia no quedan abandonados a un administrador, sino que dependen de la
responsabilidad colectiva. En el mismo interior de la catedral, la población
tomaba las decisiones determinantes para su porvenir; se daban cursos, se
representaba en la nave el repertorio del teatro sacro y se acudía a cosechar
informaciones relativas a los asuntos del reino. La catedral permanecía abierta
a todas las horas del día y de la noche. Campesinos, artesanos, caballeros y
burgueses mantienen numerosas conversaciones antes y después de la celebración
de la liturgia que les da un mismo hálito, un mismo ideal sin cesar avivado.
Arbotantes, Catedral de Milán. |
La Edad
Media intentó crear comunidades, no multitudes. A la unidad de las piedras
juntas respondía la unidad de la comunidad de hombres ligados por la veneración
de un mundo sagrado. El "cuerpo místico" de Jesucristo se encarnaba,
precisamente, en el alma de una población unida alrededor de su iglesia.
Las
reuniones y las fiestas tenían un carácter espiritual muy importante, que con
frecuencia ha sido mal comprendido. Las celebraciones calificadas de
"licenciosas" en las que, por ejemplo, se veía entrar en la catedral
un hombre y una mujer desnudos a lomos de un asno, fueron instauradas por la
propia Iglesia, especialmente en las ciudades donde existía un capítulo
importante de canónigos. Los eclesiásticos de la Edad Media tenían el sentido
del juego de la vida, de lo precario de las jerarquías y sabían que, de vez en
cuando, había que replantear los valores adquiridos. A través de la fiesta se
liberaba una energía crítica, una oleada carnavalesca donde se representaba un
mundo al revés cuya visión permitía apreciar el valor auténtico del mundo
ordenado.
El maestro
de obras y el abad pensaban que el hombre no soporta el aburrimiento ni la
monotonía y que una tensión excesiva hacia lo absoluto "rompería" su
alma. Gracias a la alternación del acto y de la meditación, de la seriedad y la
risa, es posible alcanzar un equilibrio que no se hunda en la uniformidad. En
el siglo XIV se rechazó este ritmo de la vida comunitaria y una corriente
rigorista, acompañada además por los más abyectos crímenes, condenó las
fiestas. Debemos citar aquí un párrafo de una carta circular de la Facultad
parisiense de Teología, fechada en marzo de 1444. Los últimos sabios de la
época medieval explicaban de una manera admirable el profundo sentido de la
fiesta de los Locos:
"Nuestros
predecesores, que eran unos grandes personajes, permitieron esta Fiesta.
Vivamos como ellos y hagamos lo que ellos hicieron. No hagamos estas cosas con
seriedad, sino tan sólo por juego y para divertirnos, siguiendo la antigua
costumbre, a fin de que la locura que nos es natural y que parece nacida en
nosotros desaparezca y se evada por ese canal, al menos una vez al año. Los
toneles de vino estallarían si de vez en cuando no se les abriera la piquera o
el bitoque para que penetrara el aire en ellos. Ahora bien, nosotros somos unos
viejos bajeles o unos toneles con los sellos mal colocados que el vino de la
Sabiduría haría estallar si lo dejásemos hervir de esa manera con una continua
devoción al servicio divino. Hay que airearlo y aflojarlo por temor a que se
pierda y se desparrame sin beneficio alguno". No se prestó oídos a la
advertencia y la supresión de las fiestas privó a la sociedad de sus más
cálidos colores.
El prodigio
más grande llevado a cabo por la catedral fue el de reunir todas las
expresiones artísticas cuya necesidad hemos señalado anteriormente. La palabra
del obispo manifiesta el arte del Verbo, el pensamiento del maestro de obras el
de la arquitectura, la mano del artesano el de la escultura, los Misterios el
del teatro ritual y los cánticos el de la música. Con ellos se evita la
dispersión tan temida que el diablo lanza en nuestro camino, y en el alma, que
no es uniformidad, comulgan las aspiraciones más nobles. El templo es
comparable al cáliz del Grial que contiene las respuestas a cualquier
interrogante, crea los reyes y hace fructificar las mieses. El mal caballero,
aquel que se aferra exclusivamente a su interés personal, no es capaz de verlo.
Con el fin de evitar su fracaso, hay que operar una "conversión de la
mirada" que franquea el obstáculo de los detalles materiales y nos conduce
hasta el coro de la catedral.
Una de sus
funciones más extraordinarias y de las menos conocidas es la de ser una central
que emite y distribuye la energía cósmica. Este concepto es de origen egipcio
ya que en los templos faraónicos se hacia la ofrenda a los dioses para que la
creación se renueve y aporte su dinamismo a la Humanidad. No hay ninguna
diferencia entre la energía espiritual y la que hace moverse la corteza celeste
y agita los mares. Un número reducido de sacerdotes iniciados la acumula en el
lugar santo y se ocupa de regularizarla. Como escribía Heer, nuestras antiguas
iglesias son comparables a los trituradores atómicos, ya que en ellas se
concentran los poderes benéficos, conservados constantemente por el
recogimiento, la liturgia y los símbolos. En vez de disociar la materia y de
jugar a aprendiz de brujo, el sabio medieval manejaba las fuerzas universales
con respeto y lucidez. De este modo impedía la inevitable explosión que se
produce cuando el hombre destruye los ciclos naturales que no llega a
comprender a causa de su vanidad.
Si la
catedral es el guía por excelencia de nuestra vida interior, expresa su
enseñanza con la mayor severidad. Después de haber abierto nuestro corazón,
exige la abertura de nuestra conciencia. "Yo soy -nos dice- el Camino, la
Verdad y la Vida, pero tú habrás de luchar contigo mismo para franquear el
umbral y comprender el sentido de las figuras de piedra. No basta el más ferviente
sentimiento; tienes que ponerte en orden, pensar tu vida y vivir tu
pensamiento. Las piedras de los muros, pulidas y cuadradas representan los
santos, es decir, los hombres purificados por la mano del Maestro de Obras
supremo. Han permanecido entre nosotros para indicarnos el camino". Y
Michelet escribía:
"Hombres vulgares que creéis que esas piedras
sólo son piedras, que no sentís circular la savia, cristianos o no,
reverenciad, besad el signo que contienen. Aquí hay algo grande, eterno".
Pasar por
delante de la catedral sin verla sería perder para siempre esa realidad humana
nacida de una unión sagrada entre el espíritu y la mano y manifestada en la
tierra de Occidente. Y san Bernardo puntualiza:
"Es preciso que en nosotros se cumplan
espiritualmente los ritos de que han sido objeto materialmente esas murallas.
Lo que los obispos han hecho en este edificio, es lo que Jesucristo, el
Pontífice de los bienes futuros, opera cada día en nosotros de una manera
invisible... Entraremos en la casa que no ha sido erigida por la mano del
hombre, en la morada eterna de los cielos. Se construyó con piedras vivas, que
son los ángeles y los hombres".
Cuando la
piedra habla, la materia se convierte en espíritu, el hombre y la catedral son
una sola carne. Más allá de las edades, la piedra nos llama por nuestro
verdadero nombre y podemos oír el eco de su palabra que resuena bajo las
bóvedas y repercute de símbolo en símbolo.