Fragmento del artículo publicado en el nº 32, Junio de
2012, de la Revista Letra y Espíritu.
René Guénon, en su obra Le Roi
du Monde, escribe en el capítulo VIII:[1] “El
período actual es por lo tanto un período de oscurecimiento y de confusión; sus
condiciones son tales que, mientras persistan, el conocimiento iniciático debe
necesariamente permanecer oculto; de ahí el carácter de los ‘Misterios’ de la
antigüedad llamada ‘histórica’ (la cual ni siquiera se extiende hasta el inicio
de tal período) y de las organizaciones secretas de todos los pueblos:
organizaciones que confieren una iniciación efectiva allí donde subsiste
todavía una verdadera doctrina tradicional, pero que no ofrecen más que la
sombra de aquélla cuando el espíritu de dicha doctrina ha cesado de vivificar
sus símbolos, que son solamente su representación exterior, y ello porque, por
razones diversas, todo vínculo consciente con el centro espiritual del mundo ha
terminado por romperse, lo que es el sentido más particular de la pérdida de la
tradición, que concierne especialmente a tal o cual centro secundario, que cesa
de estar en relación directa y efectiva con el centro supremo.
Por lo tanto, debe hablarse pues de algo oculto más que verdaderamente perdido,
puesto que no para todos está perdido y que algunos aún lo poseen íntegramente;
y, si es así, otros tienen siempre la posibilidad de reencontrarlo, siempre que
lo busquen como conviene, es decir, que su intención sea dirigida de tal manera
que, por las vibraciones armónicas que despierta según la ‘ley de acciones y
reacciones concordantes’[2] pueda
ponerlos en comunicación espiritual efectiva con el centro supremo[3]. Esta dirección de la intención tiene además,
en todas las formas tradicionales, su representación simbólica; nos referimos a
la orientación ritual: ésta, en efecto, es propiamente la dirección hacia un
centro espiritual, que sea cual fuere, es siempre una imagen del verdadero
‘Centro del Mundo’”[4].
Puede ocurrir que entre los lectores de estas líneas haya quienes han entrado
en contacto con la magistral obra de René Guénon. Quizás alguno, leyendo dichos
escritos, ha sentido que en realidad esta exposición no le era verdaderamente
extraña sino que no hacía otra cosa que expresar de modo más claro lo que en
realidad él ya sentía, aunque de modo todavía un poco confuso, en su proprio
fuero interno. Y nos referimos en particular a la doctrina metafísica ahí
expuesta, donde se tratan temas como: la no dualidad, la Posibilidad infinita,
la Identidad suprema, los estados múltiples del ser y su jerarquía. Principios
estos que, para ser intuidos con claridad evidente, implican un horizonte
intelectual ciertamente poco común actualmente.
Otros quizá han sentido la necesidad impetuosa y profunda de consagrar su vida
a algo que valiese verdaderamente la pena ser vivido. Éstos pueden haber
reconocido que solamente lo que trasciende la existencia puede realmente darle
un sentido y haber sentido por lo tanto la necesidad de tomar contacto
consciente y efectivo con este grado superior de realidad.
Puede haber también quien, eventualmente, aunque solo una vez en la vida, haya
sentido que en la parte más íntima y profunda del propio ser hay algo que nada
tiene que ver con la vida ordinaria caracterizada por sus condicionamientos y
limitaciones y que pide poderosamente reunirse con aquello que es de su misma
naturaleza. Puede haber tenido la sensación de que esta presencia fuese
demasiado grande para ser contenida en un ser individual y tal vez esta
fortísima percepción lo ha impulsado a caer en un llanto incontenible.[5]
Alguno ha advertido, quizá, con gran sufrimiento, la necesidad de gritar la
gloria del propio Señor pero de un modo que su condición individual no permitía
expresar. En todo lo que antecede hay como la presencia de una “nostalgia”
hacia lo que es espiritual y eterno. Éstas y muchas otras pueden ser las
modalidades con las cuales se manifiesta la aspiración iniciática.
El término aspirar tiene origen en el latín y está compuesto de la
partícula “ad”, 'dirigido' y “spirare”, 'soplar',
'exhalar el aliento' y también 'espirarlo'. El significado que esta palabra ha
tomado en el lenguaje ordinario es también el de: 'inspirar', 'traer hacia sí',
'absorber' o 'bombear'. En sentido figurado la acepción es la de desear
vivamente una cosa buscando obtenerla, anhelar, tender hacia. Todos estos
conceptos, que aunque en apariencia contrastan bastante, pueden concurrir a
ayudarnos a comprender qué valor debe darse a la aspiración entendida en
sentido intelectual. Consideramos que aclarar ese punto es esencial para poder
vivificar y desarrollar esta actitud fundamental.
El sentido más inmediato que puede darse al término en cuestión es el del deseo
ardiente por el verdadero conocimiento[6], deseo
que coincide con una tendencia del ser hacia lo universal. De aquí la cercanía
con el término “suspirar” que hace alusión a la nostalgia hacia lo que se ama y
de lo que se está separado. La ardiente actitud de la que hablamos, en efecto,
no es otra cosa que el amor verdadero. A este respecto, hagamos notar cómo en
la lengua italiana los términos “amore” (amor) y “aspirare” (aspirar)
son casi sinónimos. Ambos están de hecho compuestos por la partícula “a”,
que puede tener valor negativo y respectivamente por “more” o
muerte y “spirare” o morir. En los dos casos, por tanto, el
sentido puede ser el de “sin muerte”, remitiéndonos a la afinidad de los
términos citados con lo que es eterno e inmortal.
Si consideramos la palabra “aspirar” en el sentido de la respiración, es decir,
introducir en los pulmones inspirando a través de la boca o la nariz, podemos
hacer notar cómo para realizar esta operación, hace falta primero, al menos en
parte, haber espirado, o sea, haber hecho salir el aire que antes había[7]. Queriendo aplicar este principio a la condición
individual se puede intuir cómo el recorrido que lleva al desarrollo de la
aspiración debe ir parejo con un proceso de vaciamiento interior que corresponde
al indispensable abandono de los apegos mundanos. Solamente operando así podrá
permitirse al hálito de la respiración divina penetrar en el ser vivificándolo,
como simbólicamente acaece a Adán en el Génesis[8].
Desde un punto de vista principial, por contra, esta aspiración
puede ser imaginada simbólicamente como un vórtice que se desarrolla desde el
Centro, Principio y origen de toda cosa, y atrae hacia sí a todos aquellos que
se han orientado rectamente hacia Él. Los numerosos ritos de circunvalación que
se encuentran en las más diversas formas tradicionales, hacen alusión
precisamente a este simbolismo.
Para el ser que sienta la necesidad de huir de la limitada condición individual
en que se encuentra y reunirse con aquello que es universal, se plantea el
importante problema de concretar el modo de poder hacerlo. La respuesta a esta
cuestión, aunque sea en modo sintético, se encuentra en la cita introductoria.
No debe hacer otra cosa que orientar de modo coherente y correcto la propia
intención. De hecho, este acto, aparentemente sólo propedéutico para un
verdadero trabajo iniciático, coincide en realidad con el ponerse en
comunicación espiritual efectiva con el centro supremo y contiene por tanto ya
en sí mismo, un alcance operativo portentoso. La recta orientación permite en
efecto a la acción divina el actuar en su plenitud eliminando los obstáculos y
los límites individuales. Ahí está por consiguiente el secreto para progresar
en la Vía.
Notas:
[1] Las
notas que se refieren a las citas son del propio René Guénon.
[2] Esta
expresión se ha tomado prestada de la doctrina taoísta; por otra parte, tomamos
aquí la palabra “intención” en un sentido que es muy exactamente el del término
árabe niyah, que se traduce habitualmente así, y este sentido
es además conforme a la etimología latina (de in-tendere, tender
hacia).
[3] Cuanto
hemos dicho permite interpretar en un sentido muy preciso las palabras del
Evangelio: “Buscad y encontrareis; pedid y recibiréis, llamad y se os abrirá”.
Será oportuno referirse aquí a las indicaciones que ya hemos dado a propósito
de la “recta intención” y de la “buena voluntad”; y se podrá completar sin
dificultad por la explicación de esta fórmula Pax in terra hominibus
bonae voluntatis.
[4] En
el Islam, esta orientación (qiblah) es como la materialización, si así
puede decirse, de la intención (niyah). La orientación de las iglesias
cristianas es otro caso particular que se refiere esencialmente a la misma
idea.
[5] A
este propósito, véase la cita profética: “cuando no hay llanto en el
corazón, éste está en ruina, como en ruina está la casa deshabitada” citada
por el Shaij Tadili en su obra “La vida tradicional es la sinceridad”
publicada en el número 29 de esta revista.
[6] Dante,
en la Divina Commedia, Purgatorio XXXI, 24 la define como el
deseo que impulsa a amar el bien.
[7] Análogamente,
se habla en mecánica de bombas de vacío a propósito de instrumentos que atraen
fluidos hacia sí.
[8] “Entonces el
señor Dios formó al hombre con polvo de la tierra y sopló en sus narices un
hálito de vida y el hombre devino un ser viviente”. Génesis 2, 7.
Este simbolismo del hacerse continente vuelve a encontrarse también, por
ejemplo, en el Budismo, donde el Buda es gordo precisamente porque se ha
vaciado de lo que es individual para acoger en sí lo Universal.
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