El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha; compuesto por don Miguel de
Cervantes Saavedra
Parte I, capítulo XI, De lo que le sucedió a don Quijote con
unos cabreros.
«Después que don Quijote hubo bien satisfecho su estómago, tomó
un puño de bellotas en la mano y, mirándolas atentamente, soltó la voz a
semejantes razones:
-Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos
pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra
edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga
alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos
palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes: a
nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo
que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalmente les
estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y
corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les
ofrecían. En las quiebras de las peñas y en lo hueco de los árboles formaban su
república las solícitas y discretas abejas, ofreciendo a cualquiera mano, sin
interés alguno, la fértil cosecha de su dulcísimo trabajo. Los valientes
alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus
anchas y livianas cortezas, con que se comenzaron a cubrir las casas, sobre
rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del
cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia: aún no se había
atrevido la pesada reja del corvo arado a abrir ni visitar las entrañas piadosas
de nuestra primera madre; que ella sin ser forzada ofrecía, por todas las
partes de su fértil y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar y
deleitar a los hijos que entonces la poseían. Entonces sí que andaban las
simples y hermosas zagalejas de valle en valle y de otero en otero, en trenza y
en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir
honestamente lo que la honestidad quiere y ha querido siempre que se cubra, y
no eran sus adornos de los que ahora se usan, a quien la púrpura de Tiro y la
por tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas verdes de
lampazos y yedra entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas y compuestas
como van agora nuestras cortesanas con las raras y peregrinas invenciones que
la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se decoraban los concetos
amorosos del alma simple y sencillamente, del mesmo modo y manera que ella los
concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para encarecerlos. No había
la fraude, el engaño ni la malicia mezcládose con la verdad y llaneza. La
justicia se estaba en sus proprios términos, sin que la osasen turbar ni
ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban
y persiguen. La ley del encaje aún no se había sentado en el entendimiento del
juez, porque entonces no había qué juzgar ni quién fuese juzgado. Las doncellas
y la honestidad andaban, como tengo dicho, por dondequiera, sola y señera, sin
temor que la ajena desenvoltura y lascivo intento le menoscabasen, y su
perdición nacía de su gusto y propria voluntad. Y agora, en estos nuestros
detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte y cierre otro
nuevo laberinto como el de Creta; porque allí, por los resquicios o por el
aire, con el celo de la maldita solicitud, se les entra la amorosa pestilencia
y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando
más los tiempos y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los
caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer
a los huérfanos y a los menesterosos. Desta orden soy yo, hermanos cabreros, a
quien agradezco el gasaje y buen acogimiento que hacéis a mí y a mi escudero.
Que aunque por ley natural están todos los que viven obligados a favorecer a
los caballeros andantes, todavía, por saber que sin saber vosotros esta
obligación me acogistes y regalastes, es razón que, con la voluntad a mí
posible, os agradezca la vuestra».
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