jueves, 18 de abril de 2013

De las Cualificaciones Iniciáticas; por René Guénon


      Capítulo XIV, Consideraciones sobre la Iniciación (1946).

    Debemos volver ahora a las cuestiones que se refieren a la condición primera y previa de la iniciación, es decir, a la que se designa como las «cualificaciones» iniciáticas; a decir verdad, este tema es de aquellos que apenas es posible pretender tratar de una manera completa, pero que al menos podemos aportar algunas aclaraciones. Primeramente, debe entenderse bien que estas cualificaciones son exclusivamente del dominio de la individualidad; en efecto, si no hubiera que considerar más que la personalidad o el «Sí mismo», no habría ninguna diferencia que hacer a este respecto entre los seres, y todos estarían igualmente cualificados, sin que haya lugar a hacer la menor excepción; pero la cuestión se presenta de modo muy diferente debido al hecho de que la individualidad debe ser tomada necesariamente como medio y como soporte de la realización iniciática; por consiguiente, es menester que posea las aptitudes requeridas para jugar este papel, y tal no es siempre el caso. La individualidad no es aquí, si se quiere, más que el instrumento del ser verdadero; pero, si este instrumento presenta algunos defectos, puede ser más o menos completamente inutilizable, o incluso serlo completamente para aquello de lo que se trata. Por lo demás, en eso no hay nada de lo que uno deba sorprenderse, con solo que reflexione que, incluso en el orden de las actividades profanas (o al menos devenidas tales en las condiciones de la época actual), lo que le es posible a uno no le es posible a otro, y que, por ejemplo, el ejercicio de tal o cual oficio exige algunas aptitudes especiales, mentales y corporales a la vez. La diferencia esencial es que, en ese caso, se trata de una actividad que depende toda entera del dominio individual, dominio que no rebasa de ninguna manera ni bajo ninguna relación, mientras que, en lo que concierne a la iniciación, el resultado a alcanzar está al contrario más allá de los límites de la individualidad; pero, todavía una vez más, ésta no debe tomarse menos como punto de partida, y esa es una condición a la cual es imposible sustraerse.



     Se puede decir esto también: el ser que emprende el trabajo de realización iniciática debe partir forzosamente de un cierto estado de manifestación, aquel en el cual está situado actualmente, y que conlleva todo un conjunto de condiciones determinadas: por una parte, las condiciones que son inherentes a ese estado y que le definen de una manera general, y, por otra, aquellas que, en ese mismo estado, son particulares a cada individualidad y que la diferencian de todas las demás. Es evidente que son estas últimas las que deben ser consideradas en lo que concierne a las cualificaciones, puesto que en eso se trata de algo que, por definición misma, no es común a todos los individuos, sino que caracteriza propiamente solo a aquellos que pertenecen, virtualmente al menos, a la «elite» entendida en el sentido en el que ya hemos empleado frecuentemente esta palabra en otras partes, sentido que precisaremos aún más a continuación, a fin de mostrar cómo se vincula directamente a la cuestión misma de la iniciación.



     Ahora, es menester comprender bien que la individualidad debe ser tomada aquí tal como es de hecho, con todos sus elementos constitutivos, y que puede haber cualificaciones que conciernan a cada uno de esos elementos, comprendido ahí el elemento corporal mismo, que, bajo este punto de vista, no debe ser tratado de ninguna manera como algo indiferente o desdeñable. Quizás no habría que insistir tanto en ello si no nos encontráramos en presencia de la concepción groseramente simplificada que los occidentales modernos se hacen del ser humano: no solo la individualidad es para ellos el ser todo entero, sino que, además, esta individualidad misma es reducida a dos partes que se suponen completamente separadas la una de la otra, una de las cuales es el cuerpo, y la otra algo bastante mal definido, que es designado indiferentemente con los nombres más diversos y a veces los menos apropiados. Ahora bien, la realidad es completamente diferente: los elementos múltiples de la individualidad, cualquiera que sea por lo demás la manera en que se los quiera clasificar, no están aislados los unos de los otros, sino que forman un conjunto en el que no podría haber heterogeneidad radical o irreductible; y todos, el cuerpo tanto como los otros, son, al mismo título, manifestaciones o expresiones del ser en las diversas modalidades del dominio individual. Entre estas modalidades hay correspondencias tales que lo que pasa en una tiene normalmente su repercusión en las otras; de ello resulta que, por una parte, el estado del cuerpo puede influenciar de una forma favorable o desfavorable sobre las demás modalidades, y que, por otra, puesto que la inversa no es menos verdadera (e incluso más verdadera aún, ya que la modalidad corporal es aquella cuyas posibilidades son más restringidas), puede proporcionar también signos que traducen sensiblemente el estado mismo de éstas[1]; está claro que estas dos consideraciones complementarias tienen la una y la otra su importancia bajo la relación de las cualificaciones iniciáticas. Todo eso sería perfectamente evidente si la noción específicamente occidental y moderna de la «materia», el dualismo cartesiano y las concepciones más o menos «mecanicistas», no hubieran oscurecido de tal modo estas cosas para la mayoría de nuestros contemporáneos[2]; se trata de circunstancias contingentes que obligan a demorarse en consideraciones tan elementales, que de otro modo bastaría con enunciarlas en pocas palabras, sin tener que agregarles la menor explicación.

     No hay que decir que la cualificación esencial, la que domina a todas las demás, es una cuestión de «horizonte intelectual» más o menos extenso; pero puede ocurrir que las posibilidades de orden intelectual, aún existiendo virtualmente en una individualidad, estén, debido al hecho de los elementos inferiores de ésta (elementos de orden psíquico y de orden corporal a la vez) impedidas de desarrollarse, ya sea pasajeramente, o ya sea incluso definitivamente. Esa es la primera razón de lo que se podría llamar las cualificaciones secundarias; y hay todavía una segunda razón que resulta inmediatamente de lo que acabamos de decir: es que, en esos elementos, que son los más accesibles a la observación, se pueden encontrar marcas de algunas limitaciones intelectuales; en este último caso, las cualificaciones secundarias devienen en cierto modo equivalentes simbólicos de la cualificación fundamental misma. En el primer caso, al contrario, puede ocurrir que no tengan siempre una igual importancia: así, puede haber obstáculos que se oponen a toda iniciación, incluso simplemente virtual, o solo a una iniciación efectiva, o todavía al paso a los grados más o menos elevados, o, en fin, únicamente al ejercicio de algunas funciones en una organización iniciática (ya que se puede ser apto para recibir una influencia espiritual sin ser por eso necesariamente apto para transmitirla); y es menester agregar también que hay impedimentos especiales que pueden no concernir más que a algunas formas de iniciación.

     Sobre este último punto, basta recordar en suma que la diversidad de los modos de iniciación, ya sea de una forma tradicional a otra, ya sea en el interior de una misma forma tradicional, tiene precisamente como meta responder a la de las aptitudes individuales; evidentemente no tendría ninguna razón de ser si un modo único pudiera convenir igualmente a todos aquellos que están, de una manera general, cualificados para recibir la iniciación. Puesto que ello no es así, cada organización iniciática deberá tener su «técnica» particular, y no podrá admitir naturalmente más que a aquellos que sean capaces de conformarse a ella y de sacar de ella un beneficio efectivo, lo que supone, en cuanto a las cualificaciones, la aplicación de todo un conjunto de reglas especiales, válidas solo para la organización considerada, y que no excluyen de ningún modo, para aquellos que sean descartados por eso, la posibilidad de encontrar en otra parte una iniciación equivalente, siempre que posean las cualificaciones generales que son estrictamente indispensables en todos los casos. Uno de los ejemplos más claros que se pueden dar a este respecto, es el hecho de que existen formas de iniciación que son exclusivamente masculinas, mientras que hay otras donde las mujeres pueden ser admitidas igual que los hombres[3]; así pues, se puede decir que en eso hay una cierta cualificación que es exigida en un caso y que no lo es en el otro, y que esta diferencia reside en los modos particulares de la iniciación de que se trate; por lo demás, volveremos de nuevo sobre ello después, ya que hemos podido constatar que este hecho es generalmente muy mal comprendido en nuestra época.

     Allí donde existe una organización social tradicional, incluso en el orden exterior, puesto que cada uno está en el lugar que conviene a su propia naturaleza individual, debe por eso mismo encontrar también más fácilmente, si está cualificado, el modo de iniciación que corresponde a sus posibilidades. Así, si se considera desde este punto de vista la organización de las castas, la iniciación de los kshatriyas no podría ser idéntica a la de los brâhmanes[4], y así sucesivamente; y, de una manera más particular todavía, una cierta forma de iniciación puede estar ligada al ejercicio de un oficio determinado, lo que no puede tener todo su valor efectivo más que si el oficio que ejerce cada individuo es en efecto aquel al que está destinado por las aptitudes inherentes a su naturaleza misma, de tal suerte que esas aptitudes formarán al mismo tiempo parte integrante de las cualificaciones especiales requeridas por la forma de iniciación correspondiente.

     Al contrario, allí donde ya nada está organizado según las reglas tradicionales y normales, lo que es el caso del mundo occidental moderno, resulta una confusión que se extiende a todos los dominios, y que ocasiona inevitablemente complicaciones y dificultades múltiples, en cuanto a la determinación precisa de las cualificaciones iniciáticas, puesto que el lugar del individuo en la sociedad ya no tiene entonces sino una relación muy lejana con su naturaleza, y puesto que, incluso, muy frecuentemente, son únicamente los lados más exteriores y menos importantes de éste los que se toman en consideración, es decir, aquellos que no tienen realmente ningún valor, ni siquiera secundario, desde el punto de vista iniciático. Otra causa de dificultades que se agrega todavía a esa, y que, por lo demás, le es solidaria en una cierta medida, es el olvido de las ciencias tradicionales: puesto que los datos de algunas de ellas pueden proporcionar el medio de reconocer la verdadera naturaleza de un individuo, cuando faltan estas ciencias, ya no es posible, por otros métodos cualesquiera, suplirlas enteramente y con una perfecta exactitud; y se haga lo que se haga a este respecto, siempre habrá ahí una parte más o menos grande de «empirismo», que podrá dar lugar a muchos errores. Por lo demás, esa es una de las principales razones de la degeneración de algunas organizaciones iniciáticas: la admisión de elementos no cualificados, que, ya sea por ignorancia pura y simple de las reglas que deberían eliminarlos, o por imposibilidad de aplicarlas con exactitud, es en efecto uno de los factores que más contribuyen a esta degeneración, y que puede incluso, si se generaliza, acarrear finalmente la ruina completa a una tal organización.

      Después de estas consideraciones de orden general, sería menester, para precisar más la significación real que conviene atribuir a las cualificaciones secundarias, dar algunos ejemplos bien definidos de las condiciones requeridas para el acceso a tal o a cual forma iniciática, y mostrar en cada caso su sentido y su alcance verdadero; pero una tal exposición, cuando debe dirigirse a los occidentales, se hace muy difícil por el hecho de que éstos, incluso en el caso más favorable, no conocen más que un número extremadamente restringido de estas formas iniciáticas, y porque las referencias a todas las demás correrían el riesgo de permanecer casi enteramente incomprendidas. Más aún, todo lo que subsiste en occidente de las antiguas organizaciones de este orden está muy disminuido a todos los respectos, como ya lo hemos dicho muchas veces, y es fácil darse cuenta de ello más especialmente en lo que concierne a la cuestión misma de la que se trata al presente: si todavía se exigen ahí algunas cualificaciones, es más bien por la fuerza del hábito que por una comprehensión cualquiera de su razón de ser; y, en estas condiciones, no habrá lugar a sorprenderse si ocurre a veces que algunos miembros de estas organizaciones protestan contra el mantenimiento de estas cualificaciones, donde su ignorancia no ve más que una suerte de vestigio histórico, un resto de un estado de cosas desaparecido desde hace mucho tiempo, en una palabra un «anacronismo» puro y simple. No obstante, como uno está obligado a tomar como punto de partida aquello que tiene más inmediatamente a su disposición, eso mismo puede proporcionar la ocasión de algunas indicaciones que, a pesar de todo, no carecen de interés, y que, aunque tienen sobre todo a nuestros ojos el carácter de simples «ilustraciones», por eso no son menos susceptibles de dar lugar a algunas reflexiones de una aplicación más extensa de lo que podría parecer a primera vista.

     Ya no hay apenas en el mundo occidental, como organizaciones iniciáticas que pueden reivindicar una filiación tradicional auténtica (condición fuera de la cual, lo recordaremos todavía una vez más, no podría tratarse más que de «pseudoiniciación»), más que el Compañerazgo y la Masonería, es decir, formas iniciáticas basadas esencialmente sobre el ejercicio de un oficio, en el origen al menos, y, por consiguiente, caracterizadas por métodos particulares, simbólicos y rituales, en relación directa con ese oficio mismo[5]. Solamente, aquí hay que hacer una distinción: en el Compañerazgo, el lazo original con el oficio se ha mantenido siempre, mientras que, en la Masonería, ha desaparecido de hecho; de ahí, en este último caso, el peligro de un desconocimiento más completo de la necesidad de algunas condiciones, no obstante inherentes a la forma iniciática misma de que se trata. En efecto, en el otro caso, es evidente que al menos las condiciones requeridas para que el oficio pueda ser ejercido efectivamente, e incluso para que lo sea de una manera tan adecuada como es posible, no podrán ser perdidas de vista nunca, incluso si no se considera nada más que eso, es decir, si no se toma en consideración más que su razón exterior y si se olvida su razón más profunda y propiamente iniciática. Por el contrario, allí donde esta razón profunda no está menos olvidada y donde la razón exterior misma no existe tampoco, es bastante natural en suma (lo que, bien entendido, no quiere decir legítimo) que se llegue a pensar que el mantenimiento de semejantes condiciones no se impone de ninguna manera, y a no considerarlas sino como restricciones molestas, e incluso injustas (y ésta es una consideración de la que se abusa mucho en nuestra época, consecuencia del «igualitarismo» destructor de la noción de «elite»), aportadas a un reclutamiento que la manía del «proselitismo» y de la superstición democrática del «gran número», rasgos bien característicos del espíritu occidental moderno, querrían hacer tan amplio como fuera posible, lo que es, en efecto, como ya lo hemos dicho, una de las causas más ciertas y más irremediables de degeneración para una organización iniciática.

     En el fondo, lo que se olvida en parecido caso, es simplemente esto: si el ritual iniciático toma como «soporte» el oficio, de tal suerte que, por así decir, es su derivado por una transposición apropiada (y sin duda, en el origen, sería menester considerar las cosas más bien en sentido inverso, ya que el oficio, desde el punto de vista tradicional, no representa verdaderamente más que una aplicación contingente de los principios a los que la iniciación se refiere directamente), el cumplimiento de este ritual, para ser real y plenamente válido, exigirá algunas condiciones, entre las cuales se encontrarán las del ejercicio mismo del oficio, puesto que aquí se aplica igualmente la misma transposición, en virtud de las correspondencias que existen entre las diferentes modalidades del ser; y, debido a eso, aparece claramente que, como lo hemos indicado más atrás, quienquiera que está cualificado para la iniciación, de una manera general, no lo está por eso mismo indiferentemente para toda forma iniciática cualquiera que sea. Debemos agregar que el desconocimiento de este punto fundamental, que acarrea la reducción completamente profana de las cualificaciones a simples reglas corporativas, aparece, al menos en lo que concierne a la Masonería, como ligado bastante estrechamente a una equivocación sobre el verdadero sentido de la palabra «operativo», equivocación sobre la que tendremos que explicarnos después con los desarrollos requeridos, ya que da lugar a consideraciones de un alcance iniciático completamente general.

     Así, si la iniciación masónica excluye concretamente a las mujeres (lo que, ya lo hemos dicho, no significa de ninguna manera que éstas sean inaptas para toda iniciación), y también a los hombres que están afectados de algunas enfermedades, eso no es simplemente porque, antiguamente, aquellos que eran admitidos en ella debían ser capaces de transportar fardos o de subir sobre los andamios, como algunos lo aseguran con una desconcertante ingenuidad; es porque, para aquellos que son así excluidos, la iniciación masónica como tal podría ser válida, aunque sus efectos serían nulos por falta de cualificación. A este respecto, se puede decir primeramente que la conexión con el oficio, si ha dejado de existir en cuanto al ejercicio exterior de éste, no por eso subsiste menos de una manera más esencial, en tanto que permanece necesariamente inscrita en la forma misma de esta iniciación; si llegara a ser eliminada, eso ya no sería la iniciación masónica, sino cualquier otra cosa completamente diferente; y, por lo demás, como sería imposible sustituir legítimamente por otra filiación tradicional la que existe de hecho, ya ni siquiera habría entonces, realmente, ninguna iniciación. Por eso es por lo que, allí donde, a falta de una comprehensión más efectiva, queda todavía al menos una cierta consciencia más o menos obscura del valor propio de las formas rituales, se persiste en considerar las condiciones de las que hablamos aquí como formando parte integrante de los landmarks (el término inglés, en esta acepción «técnica» no tiene equivalente exacto en francés), que no pueden ser modificados en ninguna circunstancia, y cuya supresión o negligencia correría el riesgo de acarrear una verdadera nulidad iniciática[6].

     Ahora, todavía hay algo más: si se examina de cerca la lista de los defectos corporales que son considerados como impedimentos para la iniciación, se constatará que entre ellos hay algunos que no parecen muy graves exteriormente, y que, en todo caso, no son tales que puedan oponerse a que un hombre ejerza el oficio de constructor[7]. Por consiguiente, eso no es todavía más que una explicación parcial, aunque exacta en toda la medida en la que es aplicable, y, además de las condiciones requeridas por el oficio, la iniciación exige otras que ya no tienen nada que ver con éste, sino que están únicamente en relación con las modalidades del trabajo ritual, considerado, por lo demás, no solo en su «materialidad», si se puede decir así, sino sobre todo como debiendo producir resultados efectivos para el ser que le cumple. Eso aparecerá tanto más claramente si, entre las diversas formulaciones de los landmarks (ya que, aunque no escritos en principio, no obstante, han sido frecuentemente el objeto de enumeraciones más o menos detalladas), uno se remite a las más antiguas, es decir, a una época donde las cosas de las que se trata eran todavía conocidas, e inclusive, por algunos al menos, conocidas de una manera que no era simplemente teórica o «especulativa», sino realmente «operativa», en el verdadero sentido al que hacíamos alusión más atrás. Al hacer este examen, uno podrá apercibirse incluso de una cosa que, ciertamente, hoy día parecería completamente extraordinaria a algunos si fueran capaces de darse cuenta de ella: es que los impedimentos para la iniciación, en la Masonería, coinciden casi enteramente con los que, en la Iglesia católica, son los impedimentos para la ordenación[8].

     Este último punto es todavía de aquellos que, para ser bien comprendido, hacen llamada a algún comentario, ya que, a primera vista, se podría estar tentado de suponer que en eso hay una cierta confusión entre cosas de orden diferente, tanto más cuanto que ya hemos insistido frecuentemente sobre la distinción esencial que existe entre los dos dominios iniciático y religioso, y que, por consecuencia, debe encontrarse también entre los ritos que se refieren respectivamente a uno y al otro. Sin embargo, no hay necesidad de reflexionar largamente para comprender que debe haber leyes generales que condicionan el cumplimiento de los ritos, de cualquier orden que sean, puesto que se trata siempre, en suma, de la puesta en obra de algunas influencias espirituales, aunque su meta sea naturalmente diferentes según los casos. Por otro lado, se podría objetar también que, en el caso de la ordenación, se trata propiamente de la aptitud para desempeñar algunas funciones[9], mientras que, en lo que respecta a la iniciación, las cualificaciones requeridas para recibirla son distintas de las que pueden ser necesarias para ejercer además una función dentro de una organización iniciática (función que concierne principalmente a la transmisión de la influencia espiritual); y es exacto que no es bajo este punto de vista de las funciones donde es menester colocarse para que la similitud sea verdaderamente aplicable. Lo que es menester considerar, es que, en una organización religiosa del tipo del catolicismo, sólo el sacerdote cumple activamente los ritos, mientras que los laicos no participan de ellos más que de un modo «receptivo»; por el contrario, la actividad en el orden ritual constituye siempre, y sin ninguna excepción, un elementos esencial de todo método iniciático, de tal suerte que este método implica necesariamente la posibilidad de ejercer una tal actividad. Es pues, en definitiva, este cumplimiento activo de los ritos el que exige, además de la cualificación propiamente intelectual, algunas cualificaciones secundarias, que varían en parte según el carácter especial que revisten esos ritos en tal o en cual forma iniciática, entre las cuales la ausencia de algunos defectos corporales juega siempre un papel importante, ya sea en tanto que esos defectos obstaculizan directamente el cumplimiento de los ritos, ya sea en tanto que son el signo exterior de defectos correspondientes en los elementos sutiles del ser. Esa es sobre todo la conclusión que queremos sacar de todas estas consideraciones; y, en el fondo, lo que parece referirse aquí más especialmente a un caso particular, el de la iniciación masónica, no ha sido más que el medio más cómodo de exponer estas cosas, que nos queda todavía que hacer más precisas con la ayuda de algunos ejemplos determinados de impedimentos debidos a defectos corporales o a defectos psíquicos manifestados sensiblemente por éstos.

     Si consideramos las enfermedades o los simples defectos corporales, en tanto que signos exteriores de algunas imperfecciones de orden psíquico, convendrá hacer una distinción entre los defectos que el ser presenta desde su nacimiento, o que se desarrollan naturalmente en él, en el curso de su existencia, como consecuencia de una cierta predisposición, y aquellos que son simplemente el resultado de algún accidente. En efecto, es evidente que los primeros traducen algo que puede ser considerado como más estrictamente inherente a la naturaleza misma del ser, y que, por consiguiente, es más grave desde el punto de vista donde nos colocamos, aunque, por lo demás, puesto que a un ser no puede ocurrirle nada que no corresponda realmente a algún elemento más o menos esencial de su naturaleza, las mismas enfermedades de origen aparentemente accidental no pueden ser consideradas como enteramente indiferentes a este respecto. Por otro lado, si se consideran estos mismos defectos como obstáculos directos al cumplimiento de los ritos o a su acción efectiva sobre el ser, ya no tiene que intervenir la distinción que acabamos de indicar; pero debe entenderse bien que algunos defectos que no constituyen tales obstáculos no son por ello menos, por la primera razón, impedimentos para la iniciación, e incluso a veces impedimentos de un carácter más absoluto, ya que expresan una «deficiencia» interior que hace al ser impropio para toda iniciación, mientras que puede haber enfermedades que obstaculizan solo la eficacia de los métodos «técnicos» particulares a tal o a cual forma iniciática.

    Algunos podrán extrañarse de que digamos que las enfermedades accidentales tienen también una correspondencia en la naturaleza misma del ser que es alcanzado por ellas; sin embargo, eso no es, en suma, más que una consecuencia directa de lo que son realmente las relaciones del ser con el ambiente en el que se manifiesta: todas las relaciones entre los seres manifestados en un mismo mundo, o, lo que equivale a lo mismo, todas sus acciones y reacciones recíprocas, no pueden ser reales más que si son la expresión de algo que pertenece a la naturaleza de cada uno de esos seres. En otros términos, puesto que todo lo que un ser sufre, así como todo lo que hace, constituye una «modificación» de sí mismo, debe corresponder necesariamente a algunas de las posibilidades que están en su naturaleza, de tal suerte que no puede haber nada que sea puramente accidental, si se entiende esta palabra en el sentido de «extrínseco» como se hace comúnmente. Así pues, toda la diferencia no es aquí más que una diferencia de grado: hay modificaciones que representan algo más importante o más profundo que otras; por consiguiente, en cierto modo, bajo este aspecto hay valores jerárquicos que observar entre las diversas posibilidades del dominio individual; pero, hablando rigurosamente, nada es indiferente o está desprovisto de significación, porque, en el fondo, un ser no puede recibir desde afuera más que simples «ocasiones» para la realización, en modo manifestado, de las virtualidades que lleva primero en sí mismo.

    Puede parecer extraño también, a aquellos que se quedan en las apariencias, que algunas imperfecciones poco graves desde el punto de vista exterior hayan sido consideradas siempre y por todas partes como un impedimento a la iniciación; un caso típico de ese género es el de la tartamudez. En realidad, basta reflexionar un poco para darse cuenta de que, en este caso, se encuentran precisamente a la vez una y la otra de las dos razones que hemos mencionado; y, en efecto, primeramente, hay el hecho de que la «técnica» ritual implica casi siempre la pronunciación de algunas fórmulas verbales, pronunciación que debe ser naturalmente completamente correcta para ser válida, lo que la tartamudez no permite a aquellos seres que están afligidos por ella. Por otra parte, hay en una semejante enfermedad el signo manifiesto de una cierta «arritmia» del ser, si es permisible el empleo de esta palabra; y, por lo demás, las dos cosas están aquí estrechamente ligadas, ya que el empleo mismo de las fórmulas a las que acabamos de hacer alusión no es propiamente más que una de las aplicaciones de la «ciencia del ritmo» al método iniciático, de suerte que la incapacidad para pronunciarlas correctamente depende en definitiva de la «arritmia» interna del ser.

     Esta «arritmia» no es más que un caso particular de desarmonía o de desequilibrio en la constitución del individuo; y se puede decir, de una manera general, de todas las anomalías corporales que son marcas de un desequilibrio más o menos acentuado, que, si no son forzosamente siempre impedimentos absolutos (ya que en eso hay evidentemente muchos grados que observar), son al menos indicios desfavorables en un candidato a la iniciación. Por lo demás, puede ocurrir que tales anomalías, que no son propiamente enfermedades, no sean de tal naturaleza que se opongan al cumplimiento del trabajo ritual, aunque, sin embargo, si alcanzan un grado de gravedad que indica un desequilibrio profundo e irremediable, bastan por sí solas para descualificar al candidato, conformemente a lo que ya hemos explicado más atrás. Tales son, por ejemplo, las asimetrías notables del rostro o de los miembros; pero; bien entendido, si no se trata más que de asimetrías muy leves, no podrían considerarse siquiera verdaderamente como una anomalía, ya que, de hecho, no hay ninguna persona que presente en todo punto una simetría corporal exacta. Por lo demás, esto puede interpretarse como significando que, al menos en el estado actual de la humanidad, ningún individuo está perfectamente equilibrado bajo todos los aspectos; y, efectivamente, puesto que la realización del perfecto equilibrio de la individualidad implica la completa neutralización de todas las tendencias opuestas que actúan en ella, y, por consiguiente, la fijación en su centro mismo, único punto donde estas oposiciones dejan de manifestarse, equivale por eso mismo, pura y simplemente, a la restauración del «estado primordial». Así pues, se ve que es menester no exagerar nada, y que, si hay individuos que están cualificados para la iniciación, lo están a pesar de un cierto estado de desequilibrio relativo que es inevitable, pero que precisamente la iniciación podrá y deberá atenuar si produce un resultado efectivo, e incluso hacer desaparecer si llega a ser llevada hasta el grado que corresponde a la perfección de las posibilidades individuales, es decir, como lo explicaremos todavía más adelante, hasta el término de los «misterios menores»[10].

    Debemos hacer observar todavía que hay algunos defectos que, sin ser tales que se oponen a una iniciación virtual, pueden impedirla devenir efectiva; por lo demás, no hay que decir que es aquí sobre todo donde habrá lugar a tener en cuenta las diferencias de métodos que existen entre las diversas formas iniciáticas; pero, en todos los casos habrá que considerar condiciones de este tipo desde que se entienda pasar de lo «especulativo» a lo «operativo». Uno de los casos más generales, en este orden, será concretamente aquel de los defectos que, como algunas desviaciones de la columna vertebral, perjudican la circulación normal de las corrientes sutiles del organismo; apenas hay necesidad de recordar, en efecto, el papel importante que juegan estas corrientes en la mayor parte de los procesos de realización, a partir de su comienzo mismo, y en tanto que las posibilidades individuales no han sido rebasadas. Conviene agregar, para evitar toda equivocación a este respecto, que si la puesta en acción de estas corrientes se lleva a cabo conscientemente en algunos métodos[11], hay otros donde la cosa no es así, pero donde, no obstante, una tal acción no existe menos efectivamente por eso y no es menos importante en realidad; el examen profundo de algunas particularidades rituales, de algunos «signos de reconocimiento» por ejemplo (que son al mismo tiempo otra cosa cuando se los comprende verdaderamente), podría proporcionar sobre esto indicaciones muy claras, aunque ciertamente inesperadas para quien no está habituado a considerar las cosas desde este punto de vista que es propiamente el de la «técnica» iniciática.

     Como nos es menester limitarnos, nos contentaremos con estos ejemplos, poco numerosos sin duda, pero escogidos expresamente entre aquellos que corresponden a los casos más característicos y más instructivos, para hacer comprender lo mejor posible aquello de lo que se trata verdaderamente; sería en suma poco útil, cuando no completamente fastidioso, multiplicarlos indefinidamente. Si hemos insistido tanto sobre el lado corporal de las cualificaciones iniciáticas, es porque, ciertamente, es el que corre el riesgo de aparecer menos claramente a los ojos de muchos, el que nuestros contemporáneos están generalmente más dispuestos a desconocer, y, por consiguiente, aquel sobre el que hay que atraer su atención tanto más especialmente. También había una ocasión en eso para mostrar aún, con toda la claridad requerida, cuan lejos está lo que concierne a la iniciación de las simples teorías más o menos vagas que querrían ver en ella tantas gentes que, por un efecto muy común de la confusión moderna, tienen la pretensión de hablar de cosas de las que no tienen el menor conocimiento real, pero que por ello no creen menos fácil poder «reconstruirlas» al gusto de su imaginación; y, finalmente, es particularmente fácil darse cuenta, por consideraciones «técnicas» de este tipo, que la iniciación es algo totalmente diferente del misticismo y que, verdaderamente, no podría tener la menor relación con él.


Notas:
[1] De ahí la ciencia que, en la tradición islámica, se designa como ilm-ul-firâsah.
[2] Sobre todas estas cuestiones, ver El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos.
[3] En la antigüedad, hubo incluso formas de iniciación exclusivamente femeninas.
[4] Volveremos de nuevo sobre esto más adelante, a propósito de la cuestión de la iniciación sacerdotal y de la iniciación real.
[5] Hemos expuesto los principios sobre los que reposan las relaciones de la iniciación y del oficio en El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. VIII.
[6] Estos landmarks se consideran como existiendo from time inmemorial, es decir, que es imposible asignarles ningún origen histórico definido.
[7] Así, para dar un ejemplo preciso de este género, no se ve en qué un tartamudo podría ser molestado en el ejercicio de este oficio por su enfermedad.
[8] La cosa es así, en particular, para lo que se llamaba en el siglo XVIII la «regla de la letra B», es decir, para los impedimentos que están constituidos, por una y otra parte igualmente, para una serie de enfermedades y de defectos corporales cuyos nombres en francés, por una coincidencia bastante curiosa, comenzaban todos por esta misma letra B.
[9] Por lo demás, como ya lo hemos hecho observar precedentemente, este caso es el único donde pueden exigirse algunas cualificaciones particulares dentro de una organización tradicional de orden exotérico.
[10] Hemos señalado en otra parte, a propósito de las descripciones del Anticristo, y precisamente en lo que concierne a las asimetrías corporales, que algunas descualificaciones iniciáticas de este género pueden constituir, al contrario, cualificaciones al respecto de la «contrainiciación» (El Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXXIX).
[11] En particular los métodos «tántricos» a los que ya hemos hecho alusión en una nota precedente.

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