Capítulo XIV, Consideraciones sobre la Iniciación (1946).
Debemos volver ahora a las cuestiones que se refieren a la condición
primera y previa de la iniciación, es decir, a la que se designa como las
«cualificaciones» iniciáticas; a decir verdad, este tema es de aquellos que
apenas es posible pretender tratar de una manera completa, pero que al menos
podemos aportar algunas aclaraciones. Primeramente, debe entenderse bien que
estas cualificaciones son exclusivamente del dominio de la individualidad; en
efecto, si no hubiera que considerar más que la personalidad o el «Sí mismo»,
no habría ninguna diferencia que hacer a este respecto entre los seres, y todos
estarían igualmente cualificados, sin que haya lugar a hacer la menor
excepción; pero la cuestión se presenta de modo muy diferente debido al hecho
de que la individualidad debe ser tomada necesariamente como medio y como
soporte de la realización iniciática; por consiguiente, es menester que posea
las aptitudes requeridas para jugar este papel, y tal no es siempre el caso. La
individualidad no es aquí, si se quiere, más que el instrumento del ser
verdadero; pero, si este instrumento presenta algunos defectos, puede ser más o
menos completamente inutilizable, o incluso serlo completamente para aquello de
lo que se trata. Por lo demás, en eso no hay nada de lo que uno deba
sorprenderse, con solo que reflexione que, incluso en el orden de las
actividades profanas (o al menos devenidas tales en las condiciones de la época
actual), lo que le es posible a uno no le es posible a otro, y que, por
ejemplo, el ejercicio de tal o cual oficio exige algunas aptitudes especiales,
mentales y corporales a la vez. La diferencia esencial es que, en ese caso, se
trata de una actividad que depende toda entera del dominio individual, dominio
que no rebasa de ninguna manera ni bajo ninguna relación, mientras que, en lo
que concierne a la iniciación, el resultado a alcanzar está al contrario más
allá de los límites de la individualidad; pero, todavía una vez más, ésta no
debe tomarse menos como punto de partida, y esa es una condición a la cual es
imposible sustraerse.
Se
puede decir esto también: el ser que emprende el trabajo de realización
iniciática debe partir forzosamente de un cierto estado de manifestación, aquel
en el cual está situado actualmente, y que conlleva todo un conjunto de
condiciones determinadas: por una parte, las condiciones que son inherentes a
ese estado y que le definen de una manera general, y, por otra, aquellas que,
en ese mismo estado, son particulares a cada individualidad y que la
diferencian de todas las demás. Es evidente que son estas últimas las que deben
ser consideradas en lo que concierne a las cualificaciones, puesto que en eso
se trata de algo que, por definición misma, no es común a todos los individuos,
sino que caracteriza propiamente solo a aquellos que pertenecen, virtualmente
al menos, a la «elite» entendida en el sentido en el que ya hemos empleado
frecuentemente esta palabra en otras partes, sentido que precisaremos aún más a
continuación, a fin de mostrar cómo se vincula directamente a la cuestión misma
de la iniciación.
Ahora,
es menester comprender bien que la individualidad debe ser tomada aquí tal como
es de hecho, con todos sus elementos constitutivos, y que puede haber cualificaciones
que conciernan a cada uno de esos elementos, comprendido ahí el elemento corporal
mismo, que, bajo este punto de vista, no debe ser tratado de ninguna manera
como algo indiferente o desdeñable. Quizás no habría que insistir tanto en ello
si no nos encontráramos en presencia de la concepción groseramente simplificada
que los occidentales modernos se hacen del ser humano: no solo la
individualidad es para ellos el ser todo entero, sino que, además, esta
individualidad misma es reducida a dos partes que se suponen completamente
separadas la una de la otra, una de las cuales es el cuerpo, y la otra algo
bastante mal definido, que es designado indiferentemente con los nombres más
diversos y a veces los menos apropiados. Ahora bien, la realidad es
completamente diferente: los elementos múltiples de la individualidad,
cualquiera que sea por lo demás la manera en que se los quiera clasificar, no
están aislados los unos de los otros, sino que forman un conjunto en el que no
podría haber heterogeneidad radical o irreductible; y todos, el cuerpo tanto
como los otros, son, al mismo título, manifestaciones o expresiones del ser en
las diversas modalidades del dominio individual. Entre estas modalidades hay
correspondencias tales que lo que pasa en una tiene normalmente su repercusión
en las otras; de ello resulta que, por una parte, el estado del cuerpo puede
influenciar de una forma favorable o desfavorable sobre las demás modalidades,
y que, por otra, puesto que la inversa no es menos verdadera (e incluso más
verdadera aún, ya que la modalidad corporal es aquella cuyas posibilidades son
más restringidas), puede proporcionar también signos que traducen sensiblemente
el estado mismo de éstas[1]; está claro que estas dos consideraciones
complementarias tienen la una y la otra su importancia bajo la relación de las
cualificaciones iniciáticas. Todo eso sería perfectamente evidente si la noción
específicamente occidental y moderna de la «materia», el dualismo cartesiano y
las concepciones más o menos «mecanicistas», no hubieran oscurecido de tal modo
estas cosas para la mayoría de nuestros contemporáneos[2]; se trata de circunstancias
contingentes que obligan a demorarse en consideraciones tan elementales, que de
otro modo bastaría con enunciarlas en pocas palabras, sin tener que agregarles
la menor explicación.
No
hay que decir que la cualificación esencial, la que domina a todas las demás,
es una cuestión de «horizonte intelectual» más o menos extenso; pero puede
ocurrir que las posibilidades de orden intelectual, aún existiendo virtualmente
en una individualidad, estén, debido al hecho de los elementos inferiores de
ésta (elementos de orden psíquico y de orden corporal a la vez) impedidas de
desarrollarse, ya sea pasajeramente, o ya sea incluso definitivamente. Esa es
la primera razón de lo que se podría llamar las cualificaciones secundarias; y
hay todavía una segunda razón que resulta inmediatamente de lo que acabamos de
decir: es que, en esos elementos, que son los más accesibles a la observación,
se pueden encontrar marcas de algunas limitaciones intelectuales; en este
último caso, las cualificaciones secundarias devienen en cierto modo equivalentes
simbólicos de la cualificación fundamental misma. En el primer caso, al contrario,
puede ocurrir que no tengan siempre una igual importancia: así, puede haber
obstáculos que se oponen a toda iniciación, incluso simplemente virtual, o solo
a una iniciación efectiva, o todavía al paso a los grados más o menos elevados,
o, en fin, únicamente al ejercicio de algunas funciones en una organización
iniciática (ya que se puede ser apto para recibir una influencia espiritual sin
ser por eso necesariamente apto para transmitirla); y es menester agregar
también que hay impedimentos especiales que pueden no concernir más que a
algunas formas de iniciación.
Sobre
este último punto, basta recordar en suma que la diversidad de los modos de
iniciación, ya sea de una forma tradicional a otra, ya sea en el interior de
una misma forma tradicional, tiene precisamente como meta responder a la de las
aptitudes individuales; evidentemente no tendría ninguna razón de ser si un
modo único pudiera convenir igualmente a todos aquellos que están, de una
manera general, cualificados para recibir la iniciación. Puesto que ello no es
así, cada organización iniciática deberá tener su «técnica» particular, y no
podrá admitir naturalmente más que a aquellos que sean capaces de conformarse a
ella y de sacar de ella un beneficio efectivo, lo que supone, en cuanto a las
cualificaciones, la aplicación de todo un conjunto de reglas especiales, válidas
solo para la organización considerada, y que no excluyen de ningún modo, para
aquellos que sean descartados por eso, la posibilidad de encontrar en otra
parte una iniciación equivalente, siempre que posean las cualificaciones
generales que son estrictamente indispensables en todos los casos. Uno de los
ejemplos más claros que se pueden dar a este respecto, es el hecho de que existen
formas de iniciación que son exclusivamente masculinas, mientras que hay otras
donde las mujeres pueden ser admitidas igual que los hombres[3]; así pues, se
puede decir que en eso hay una cierta cualificación que es exigida en un caso y
que no lo es en el otro, y que esta diferencia reside en los modos particulares
de la iniciación de que se trate; por lo demás, volveremos de nuevo sobre ello
después, ya que hemos podido constatar que este hecho es generalmente muy mal
comprendido en nuestra época.
Allí
donde existe una organización social tradicional, incluso en el orden exterior,
puesto que cada uno está en el lugar que conviene a su propia naturaleza
individual, debe por eso mismo encontrar también más fácilmente, si está
cualificado, el modo de iniciación que corresponde a sus posibilidades. Así, si
se considera desde este punto de vista la organización de las castas, la
iniciación de los kshatriyas no podría ser idéntica a la de los brâhmanes[4], y
así sucesivamente; y, de una manera más particular todavía, una cierta forma de
iniciación puede estar ligada al ejercicio de un oficio determinado, lo que no
puede tener todo su valor efectivo más que si el oficio que ejerce cada individuo
es en efecto aquel al que está destinado por las aptitudes inherentes a su
naturaleza misma, de tal suerte que esas aptitudes formarán al mismo tiempo
parte integrante de las cualificaciones especiales requeridas por la forma de
iniciación correspondiente.
Al
contrario, allí donde ya nada está organizado según las reglas tradicionales y
normales, lo que es el caso del mundo occidental moderno, resulta una confusión
que se extiende a todos los dominios, y que ocasiona inevitablemente
complicaciones y dificultades múltiples, en cuanto a la determinación precisa
de las cualificaciones iniciáticas, puesto que el lugar del individuo en la
sociedad ya no tiene entonces sino una relación muy lejana con su naturaleza, y
puesto que, incluso, muy frecuentemente, son únicamente los lados más
exteriores y menos importantes de éste los que se toman en consideración, es
decir, aquellos que no tienen realmente ningún valor, ni siquiera secundario,
desde el punto de vista iniciático. Otra causa de dificultades que se agrega
todavía a esa, y que, por lo demás, le es solidaria en una cierta medida, es el
olvido de las ciencias tradicionales: puesto que los datos de algunas de ellas
pueden proporcionar el medio de reconocer la verdadera naturaleza de un
individuo, cuando faltan estas ciencias, ya no es posible, por otros métodos
cualesquiera, suplirlas enteramente y con una perfecta exactitud; y se haga lo
que se haga a este respecto, siempre habrá ahí una parte más o menos grande de
«empirismo», que podrá dar lugar a muchos errores. Por lo demás, esa es una de
las principales razones de la degeneración de algunas organizaciones
iniciáticas: la admisión de elementos no cualificados, que, ya sea por
ignorancia pura y simple de las reglas que deberían eliminarlos, o por
imposibilidad de aplicarlas con exactitud, es en efecto uno de los factores que
más contribuyen a esta degeneración, y que puede incluso, si se generaliza,
acarrear finalmente la ruina completa a una tal organización.
Después
de estas consideraciones de orden general, sería menester, para precisar más la
significación real que conviene atribuir a las cualificaciones secundarias, dar
algunos ejemplos bien definidos de las condiciones requeridas para el acceso a
tal o a cual forma iniciática, y mostrar en cada caso su sentido y su alcance
verdadero; pero una tal exposición, cuando debe dirigirse a los occidentales,
se hace muy difícil por el hecho de que éstos, incluso en el caso más
favorable, no conocen más que un número extremadamente restringido de estas
formas iniciáticas, y porque las referencias a todas las demás correrían el
riesgo de permanecer casi enteramente incomprendidas. Más aún, todo lo que
subsiste en occidente de las antiguas organizaciones de este orden está muy
disminuido a todos los respectos, como ya lo hemos dicho muchas veces, y es
fácil darse cuenta de ello más especialmente en lo que concierne a la cuestión
misma de la que se trata al presente: si todavía se exigen ahí algunas
cualificaciones, es más bien por la fuerza del hábito que por una comprehensión
cualquiera de su razón de ser; y, en estas condiciones, no habrá lugar a
sorprenderse si ocurre a veces que algunos miembros de estas organizaciones
protestan contra el mantenimiento de estas cualificaciones, donde su ignorancia
no ve más que una suerte de vestigio histórico, un resto de un estado de cosas
desaparecido desde hace mucho tiempo, en una palabra un «anacronismo» puro y
simple. No obstante, como uno está obligado a tomar como punto de partida
aquello que tiene más inmediatamente a su disposición, eso mismo puede
proporcionar la ocasión de algunas indicaciones que, a pesar de todo, no
carecen de interés, y que, aunque tienen sobre todo a nuestros ojos el carácter
de simples «ilustraciones», por eso no son menos susceptibles de dar lugar a
algunas reflexiones de una aplicación más extensa de lo que podría parecer a
primera vista.
Ya
no hay apenas en el mundo occidental, como organizaciones iniciáticas que pueden
reivindicar una filiación tradicional auténtica (condición fuera de la cual, lo
recordaremos todavía una vez más, no podría tratarse más que de «pseudoiniciación»),
más que el Compañerazgo y la Masonería, es decir, formas iniciáticas basadas
esencialmente sobre el ejercicio de un oficio, en el origen al menos, y, por
consiguiente, caracterizadas por métodos particulares, simbólicos y rituales,
en relación directa con ese oficio mismo[5]. Solamente, aquí hay que hacer una
distinción: en el Compañerazgo, el lazo original con el oficio se ha mantenido
siempre, mientras que, en la Masonería, ha desaparecido de hecho; de ahí, en
este último caso, el peligro de un desconocimiento más completo de la necesidad
de algunas condiciones, no obstante inherentes a la forma iniciática misma de
que se trata. En efecto, en el otro caso, es evidente que al menos las
condiciones requeridas para que el oficio pueda ser ejercido efectivamente, e
incluso para que lo sea de una manera tan adecuada como es posible, no podrán
ser perdidas de vista nunca, incluso si no se considera nada más que eso, es
decir, si no se toma en consideración más que su razón exterior y si se olvida
su razón más profunda y propiamente iniciática. Por el contrario, allí donde
esta razón profunda no está menos olvidada y donde la razón exterior misma no
existe tampoco, es bastante natural en suma (lo que, bien entendido, no quiere
decir legítimo) que se llegue a pensar que el mantenimiento de semejantes
condiciones no se impone de ninguna manera, y a no considerarlas sino como
restricciones molestas, e incluso injustas (y ésta es una consideración de la
que se abusa mucho en nuestra época, consecuencia del «igualitarismo»
destructor de la noción de «elite»), aportadas a un reclutamiento que la manía
del «proselitismo» y de la superstición democrática del «gran número», rasgos
bien característicos del espíritu occidental moderno, querrían hacer tan amplio
como fuera posible, lo que es, en efecto, como ya lo hemos dicho, una de las
causas más ciertas y más irremediables de degeneración para una organización
iniciática.
En
el fondo, lo que se olvida en parecido caso, es simplemente esto: si el ritual
iniciático toma como «soporte» el oficio, de tal suerte que, por así decir, es
su derivado por una transposición apropiada (y sin duda, en el origen, sería
menester considerar las cosas más bien en sentido inverso, ya que el oficio,
desde el punto de vista tradicional, no representa verdaderamente más que una
aplicación contingente de los principios a los que la iniciación se refiere
directamente), el cumplimiento de este ritual, para ser real y plenamente
válido, exigirá algunas condiciones, entre las cuales se encontrarán las del
ejercicio mismo del oficio, puesto que aquí se aplica igualmente la misma transposición,
en virtud de las correspondencias que existen entre las diferentes modalidades
del ser; y, debido a eso, aparece claramente que, como lo hemos indicado más
atrás, quienquiera que está cualificado para la iniciación, de una manera
general, no lo está por eso mismo indiferentemente para toda forma iniciática
cualquiera que sea. Debemos agregar que el desconocimiento de este punto
fundamental, que acarrea la reducción completamente profana de las
cualificaciones a simples reglas corporativas, aparece, al menos en lo que
concierne a la Masonería, como ligado bastante estrechamente a una equivocación
sobre el verdadero sentido de la palabra «operativo», equivocación sobre la que
tendremos que explicarnos después con los desarrollos requeridos, ya que da
lugar a consideraciones de un alcance iniciático completamente general.
Así,
si la iniciación masónica excluye concretamente a las mujeres (lo que, ya lo hemos
dicho, no significa de ninguna manera que éstas sean inaptas para toda iniciación),
y también a los hombres que están afectados de algunas enfermedades, eso no es
simplemente porque, antiguamente, aquellos que eran admitidos en ella debían
ser capaces de transportar fardos o de subir sobre los andamios, como algunos
lo aseguran con una desconcertante ingenuidad; es porque, para aquellos que son
así excluidos, la iniciación masónica como tal podría ser válida, aunque sus
efectos serían nulos por falta de cualificación. A este respecto, se puede
decir primeramente que la conexión con el oficio, si ha dejado de existir en
cuanto al ejercicio exterior de éste, no por eso subsiste menos de una manera
más esencial, en tanto que permanece necesariamente inscrita en la forma misma
de esta iniciación; si llegara a ser eliminada, eso ya no sería la iniciación
masónica, sino cualquier otra cosa completamente diferente; y, por lo demás, como
sería imposible sustituir legítimamente por otra filiación tradicional la que
existe de hecho, ya ni siquiera habría entonces, realmente, ninguna iniciación.
Por eso es por lo que, allí donde, a falta de una comprehensión más efectiva,
queda todavía al menos una cierta consciencia más o menos obscura del valor
propio de las formas rituales, se persiste en considerar las condiciones de las
que hablamos aquí como formando parte integrante de los landmarks (el término inglés, en esta acepción «técnica» no tiene
equivalente exacto en francés), que no pueden ser modificados en ninguna circunstancia,
y cuya supresión o negligencia correría el riesgo de acarrear una verdadera
nulidad iniciática[6].
Ahora,
todavía hay algo más: si se examina de cerca la lista de los defectos corporales
que son considerados como impedimentos para la iniciación, se constatará que
entre ellos hay algunos que no parecen muy graves exteriormente, y que, en todo
caso, no son tales que puedan oponerse a que un hombre ejerza el oficio de
constructor[7]. Por consiguiente, eso no es todavía más que una explicación
parcial, aunque exacta en toda la medida en la que es aplicable, y, además de
las condiciones requeridas por el oficio, la iniciación exige otras que ya no
tienen nada que ver con éste, sino que están únicamente en relación con las
modalidades del trabajo ritual, considerado, por lo demás, no solo en su
«materialidad», si se puede decir así, sino sobre todo como debiendo producir
resultados efectivos para el ser que le cumple. Eso aparecerá tanto más
claramente si, entre las diversas formulaciones de los landmarks (ya que, aunque no escritos en principio, no obstante,
han sido frecuentemente el objeto de enumeraciones más o menos detalladas), uno
se remite a las más antiguas, es decir, a una época donde las cosas de las que
se trata eran todavía conocidas, e inclusive, por algunos al menos, conocidas
de una manera que no era simplemente teórica o «especulativa», sino realmente
«operativa», en el verdadero sentido al que hacíamos alusión más atrás. Al
hacer este examen, uno podrá apercibirse incluso de una cosa que, ciertamente,
hoy día parecería completamente extraordinaria a algunos si fueran capaces de
darse cuenta de ella: es que los impedimentos para la iniciación, en la
Masonería, coinciden casi enteramente con los que, en la Iglesia católica, son
los impedimentos para la ordenación[8].
Este
último punto es todavía de aquellos que, para ser bien comprendido, hacen
llamada a algún comentario, ya que, a primera vista, se podría estar tentado de
suponer que en eso hay una cierta confusión entre cosas de orden diferente,
tanto más cuanto que ya hemos insistido frecuentemente sobre la distinción
esencial que existe entre los dos dominios iniciático y religioso, y que, por
consecuencia, debe encontrarse también entre los ritos que se refieren
respectivamente a uno y al otro. Sin embargo, no hay necesidad de reflexionar
largamente para comprender que debe haber leyes generales que condicionan el
cumplimiento de los ritos, de cualquier orden que sean, puesto que se trata
siempre, en suma, de la puesta en obra de algunas influencias espirituales,
aunque su meta sea naturalmente diferentes según los casos. Por otro lado, se
podría objetar también que, en el caso de la ordenación, se trata propiamente
de la aptitud para desempeñar algunas funciones[9], mientras que, en lo que respecta
a la iniciación, las cualificaciones requeridas para recibirla son distintas de
las que pueden ser necesarias para ejercer además una función dentro de una
organización iniciática (función que concierne principalmente a la transmisión
de la influencia espiritual); y es exacto que no es bajo este punto de vista de
las funciones donde es menester colocarse para que la similitud sea
verdaderamente aplicable. Lo que es menester considerar, es que, en una organización
religiosa del tipo del catolicismo, sólo el sacerdote cumple activamente los ritos,
mientras que los laicos no participan de ellos más que de un modo «receptivo»;
por el contrario, la actividad en el orden ritual constituye siempre, y sin
ninguna excepción, un elementos esencial de todo método iniciático, de tal
suerte que este método implica necesariamente la posibilidad de ejercer una tal
actividad. Es pues, en definitiva, este cumplimiento activo de los ritos el que
exige, además de la cualificación propiamente intelectual, algunas cualificaciones
secundarias, que varían en parte según el carácter especial que revisten esos
ritos en tal o en cual forma iniciática, entre las cuales la ausencia de
algunos defectos corporales juega siempre un papel importante, ya sea en tanto
que esos defectos obstaculizan directamente el cumplimiento de los ritos, ya
sea en tanto que son el signo exterior de defectos correspondientes en los
elementos sutiles del ser. Esa es sobre todo la conclusión que queremos sacar
de todas estas consideraciones; y, en el fondo, lo que parece referirse aquí
más especialmente a un caso particular, el de la iniciación masónica, no ha
sido más que el medio más cómodo de exponer estas cosas, que nos queda todavía
que hacer más precisas con la ayuda de algunos ejemplos determinados de
impedimentos debidos a defectos corporales o a defectos psíquicos manifestados
sensiblemente por éstos.
Si
consideramos las enfermedades o los simples defectos corporales, en tanto que
signos exteriores de algunas imperfecciones de orden psíquico, convendrá hacer
una distinción entre los defectos que el ser presenta desde su nacimiento, o
que se desarrollan naturalmente en él, en el curso de su existencia, como
consecuencia de una cierta predisposición, y aquellos que son simplemente el
resultado de algún accidente. En efecto, es evidente que los primeros traducen
algo que puede ser considerado como más estrictamente inherente a la naturaleza
misma del ser, y que, por consiguiente, es más grave desde el punto de vista
donde nos colocamos, aunque, por lo demás, puesto que a un ser no puede
ocurrirle nada que no corresponda realmente a algún elemento más o menos
esencial de su naturaleza, las mismas enfermedades de origen aparentemente accidental
no pueden ser consideradas como enteramente indiferentes a este respecto. Por
otro lado, si se consideran estos mismos defectos como obstáculos directos al
cumplimiento de los ritos o a su acción efectiva sobre el ser, ya no tiene que
intervenir la distinción que acabamos de indicar; pero debe entenderse bien que
algunos defectos que no constituyen tales obstáculos no son por ello menos, por
la primera razón, impedimentos para la iniciación, e incluso a veces
impedimentos de un carácter más absoluto, ya que expresan una «deficiencia»
interior que hace al ser impropio para toda iniciación, mientras que puede
haber enfermedades que obstaculizan solo la eficacia de los métodos «técnicos»
particulares a tal o a cual forma iniciática.
Algunos
podrán extrañarse de que digamos que las enfermedades accidentales tienen también
una correspondencia en la naturaleza misma del ser que es alcanzado por ellas;
sin embargo, eso no es, en suma, más que una consecuencia directa de lo que son
realmente las relaciones del ser con el ambiente en el que se manifiesta: todas
las relaciones entre los seres manifestados en un mismo mundo, o, lo que
equivale a lo mismo, todas sus acciones y reacciones recíprocas, no pueden ser
reales más que si son la expresión de algo que pertenece a la naturaleza de
cada uno de esos seres. En otros términos, puesto que todo lo que un ser sufre,
así como todo lo que hace, constituye una «modificación» de sí mismo, debe
corresponder necesariamente a algunas de las posibilidades que están en su
naturaleza, de tal suerte que no puede haber nada que sea puramente accidental,
si se entiende esta palabra en el sentido de «extrínseco» como se hace
comúnmente. Así pues, toda la diferencia no es aquí más que una diferencia de
grado: hay modificaciones que representan algo más importante o más profundo
que otras; por consiguiente, en cierto modo, bajo este aspecto hay valores
jerárquicos que observar entre las diversas posibilidades del dominio
individual; pero, hablando rigurosamente, nada es indiferente o está
desprovisto de significación, porque, en el fondo, un ser no puede recibir
desde afuera más que simples «ocasiones» para la realización, en modo manifestado,
de las virtualidades que lleva primero en sí mismo.
Puede
parecer extraño también, a aquellos que se quedan en las apariencias, que algunas
imperfecciones poco graves desde el punto de vista exterior hayan sido consideradas
siempre y por todas partes como un impedimento a la iniciación; un caso típico
de ese género es el de la tartamudez. En realidad, basta reflexionar un poco
para darse cuenta de que, en este caso, se encuentran precisamente a la vez una
y la otra de las dos razones que hemos mencionado; y, en efecto, primeramente,
hay el hecho de que la «técnica» ritual implica casi siempre la pronunciación
de algunas fórmulas verbales, pronunciación que debe ser naturalmente
completamente correcta para ser válida, lo que la tartamudez no permite a
aquellos seres que están afligidos por ella. Por otra parte, hay en una
semejante enfermedad el signo manifiesto de una cierta «arritmia» del ser, si
es permisible el empleo de esta palabra; y, por lo demás, las dos cosas están
aquí estrechamente ligadas, ya que el empleo mismo de las fórmulas a las que
acabamos de hacer alusión no es propiamente más que una de las aplicaciones de
la «ciencia del ritmo» al método iniciático, de suerte que la incapacidad para
pronunciarlas correctamente depende en definitiva de la «arritmia» interna del
ser.
Esta
«arritmia» no es más que un caso particular de desarmonía o de desequilibrio en
la constitución del individuo; y se puede decir, de una manera general, de
todas las anomalías corporales que son marcas de un desequilibrio más o menos
acentuado, que, si no son forzosamente siempre impedimentos absolutos (ya que
en eso hay evidentemente muchos grados que observar), son al menos indicios
desfavorables en un candidato a la iniciación. Por lo demás, puede ocurrir que
tales anomalías, que no son propiamente enfermedades, no sean de tal naturaleza
que se opongan al cumplimiento del trabajo ritual, aunque, sin embargo, si
alcanzan un grado de gravedad que indica un desequilibrio profundo e
irremediable, bastan por sí solas para descualificar al candidato,
conformemente a lo que ya hemos explicado más atrás. Tales son, por ejemplo,
las asimetrías notables del rostro o de los miembros; pero; bien entendido, si
no se trata más que de asimetrías muy leves, no podrían considerarse siquiera
verdaderamente como una anomalía, ya que, de hecho, no hay ninguna persona que
presente en todo punto una simetría corporal exacta. Por lo demás, esto puede
interpretarse como significando que, al menos en el estado actual de la
humanidad, ningún individuo está perfectamente equilibrado bajo todos los
aspectos; y, efectivamente, puesto que la realización del perfecto equilibrio
de la individualidad implica la completa neutralización de todas las tendencias
opuestas que actúan en ella, y, por consiguiente, la fijación en su centro
mismo, único punto donde estas oposiciones dejan de manifestarse, equivale por
eso mismo, pura y simplemente, a la restauración del «estado primordial». Así
pues, se ve que es menester no exagerar nada, y que, si hay individuos que
están cualificados para la iniciación, lo están a pesar de un cierto estado de
desequilibrio relativo que es inevitable, pero que precisamente la iniciación
podrá y deberá atenuar si produce un resultado efectivo, e incluso hacer
desaparecer si llega a ser llevada hasta el grado que corresponde a la
perfección de las posibilidades individuales, es decir, como lo explicaremos
todavía más adelante, hasta el término de los «misterios menores»[10].
Debemos
hacer observar todavía que hay algunos defectos que, sin ser tales que se
oponen a una iniciación virtual, pueden impedirla devenir efectiva; por lo
demás, no hay que decir que es aquí sobre todo donde habrá lugar a tener en
cuenta las diferencias de métodos que existen entre las diversas formas
iniciáticas; pero, en todos los casos habrá que considerar condiciones de este
tipo desde que se entienda pasar de lo «especulativo» a lo «operativo». Uno de
los casos más generales, en este orden, será concretamente aquel de los
defectos que, como algunas desviaciones de la columna vertebral, perjudican la
circulación normal de las corrientes sutiles del organismo; apenas hay necesidad
de recordar, en efecto, el papel importante que juegan estas corrientes en la mayor
parte de los procesos de realización, a partir de su comienzo mismo, y en tanto
que las posibilidades individuales no han sido rebasadas. Conviene agregar,
para evitar toda equivocación a este respecto, que si la puesta en acción de
estas corrientes se lleva a cabo conscientemente en algunos métodos[11], hay
otros donde la cosa no es así, pero donde, no obstante, una tal acción no
existe menos efectivamente por eso y no es menos importante en realidad; el
examen profundo de algunas particularidades rituales, de algunos «signos de
reconocimiento» por ejemplo (que son al mismo tiempo otra cosa cuando se los
comprende verdaderamente), podría proporcionar sobre esto indicaciones muy
claras, aunque ciertamente inesperadas para quien no está habituado a
considerar las cosas desde este punto de vista que es propiamente el de la
«técnica» iniciática.
Como
nos es menester limitarnos, nos contentaremos con estos ejemplos, poco numerosos
sin duda, pero escogidos expresamente entre aquellos que corresponden a los
casos más característicos y más instructivos, para hacer comprender lo mejor
posible aquello de lo que se trata verdaderamente; sería en suma poco útil,
cuando no completamente fastidioso, multiplicarlos indefinidamente. Si hemos
insistido tanto sobre el lado corporal de las cualificaciones iniciáticas, es
porque, ciertamente, es el que corre el riesgo de aparecer menos claramente a
los ojos de muchos, el que nuestros contemporáneos están generalmente más
dispuestos a desconocer, y, por consiguiente, aquel sobre el que hay que atraer
su atención tanto más especialmente. También había una ocasión en eso para
mostrar aún, con toda la claridad requerida, cuan lejos está lo que concierne a
la iniciación de las simples teorías más o menos vagas que querrían ver en ella
tantas gentes que, por un efecto muy común de la confusión moderna, tienen la
pretensión de hablar de cosas de las que no tienen el menor conocimiento real,
pero que por ello no creen menos fácil poder «reconstruirlas» al gusto de su
imaginación; y, finalmente, es particularmente fácil darse cuenta, por
consideraciones «técnicas» de este tipo, que la iniciación es algo totalmente
diferente del misticismo y que, verdaderamente, no podría tener la menor relación
con él.
Notas:
[1] De ahí la ciencia
que, en la tradición islámica, se designa como ilm-ul-firâsah.
[2] Sobre todas estas
cuestiones, ver El Reino de la Cantidad y
los Signos de los Tiempos.
[3] En la antigüedad,
hubo incluso formas de iniciación exclusivamente femeninas.
[4] Volveremos
de nuevo sobre esto más adelante, a propósito de la cuestión de la iniciación
sacerdotal y de la iniciación real.
[5] Hemos expuesto los
principios sobre los que reposan las relaciones de la iniciación y del oficio
en El Reino de la Cantidad y los Signos
de los Tiempos, cap. VIII.
[6] Estos landmarks se consideran como existiendo from time inmemorial, es decir, que es
imposible asignarles ningún origen histórico definido.
[7] Así, para dar un
ejemplo preciso de este género, no se ve en qué un tartamudo podría ser
molestado en el ejercicio de este oficio por su enfermedad.
[8] La cosa es así, en
particular, para lo que se llamaba en el siglo XVIII la «regla de la letra B»,
es decir, para los impedimentos que están constituidos, por una y otra parte
igualmente, para una serie de enfermedades y de defectos corporales cuyos
nombres en francés, por una coincidencia bastante curiosa, comenzaban todos por
esta misma letra B.
[9] Por lo demás, como
ya lo hemos hecho observar precedentemente, este caso es el único donde pueden
exigirse algunas cualificaciones particulares dentro de una organización
tradicional de orden exotérico.
[10] Hemos señalado en
otra parte, a propósito de las descripciones del Anticristo, y precisamente en
lo que concierne a las asimetrías corporales, que algunas descualificaciones
iniciáticas de este género pueden constituir, al contrario, cualificaciones al
respecto de la «contrainiciación» (El
Reino de la Cantidad y los Signos de los Tiempos, cap. XXXIX).
[11] En particular los
métodos «tántricos» a los que ya hemos hecho alusión en una nota precedente.
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