sin lo divino. Ocupados únicamente en sus propios afanes,
cada cual sólo se oye a sí mismo en el agitado taller,
y mucho trabajan los bárbaros con brazo poderoso,
sin descanso, mas, por mucho que se afanen, queda infructuoso,
como las Furias, el esfuerzo de los míseros. [...]»
El Archipiélago
Friederich Hölderlin
Capítulo X de Iniciación y Realización Espiritual (1952)
Friederich Hölderlin
Capítulo X de Iniciación y Realización Espiritual (1952)
Está de moda, en nuestra época, exaltar el trabajo, cualquiera que sea y de cualquier manera que se haga, como si tuviera un valor eminente por sí mismo e independientemente de toda consideración de un orden diferente; es el tema de innumerables declamaciones tan vacías como pomposas, y eso no solo en el mundo profano, sino incluso, lo que es más grave, en las organizaciones iniciáticas que subsisten en occidente[1]. Es fácil comprender que esta manera de considerar las cosas se relaciona directamente con la necesidad exagerada de acción que es característica de los occidentales modernos; en efecto, el trabajo, al menos cuando se considera así, no es evidentemente otra cosa que una forma de la acción, y una forma a la que, por otra parte, el prejuicio «moralista» arrastra a atribuir todavía mayor importancia que a toda otra, porque es la que se presta mejor a ser presentada como constituyendo un «deber» para el hombre y como contribuyendo a asegurar su «dignidad»[2]. A ello se agrega, lo más frecuentemente, una intención claramente antitradicional, a saber, la de despreciar la contemplación, que se quiere asimilar a la «ociosidad», mientras que, antes al contrario, la contemplación es en realidad la actividad más alta concebible, y cuando, además, la acción separada de la contemplación no puede ser más que ciega y desordenada[3]. Todo eso no se explica sino harto fácilmente en el caso de hombres que declaran, y sin duda sinceramente, que «su felicidad consiste en la acción misma»[4], y diríamos de buena gana en la agitación, puesto que, cuando la acción se toma así por un fin en sí misma, y cualesquiera que sean los pretextos «moralistas» que se invoquen para justificarla, no es verdaderamente nada más que eso.
Contrariamente a lo que piensan los modernos, no importa cuál trabajo, hecho indistintamente por no importa quién, y únicamente por el placer de actuar o por necesidad de «ganarse la vida», no merece ser exaltado de ninguna manera, y ni siquiera puede ser considerado más que como una cosa anormal, opuesta al orden que debería regir las instituciones humanas, hasta tal punto que, en las condiciones de nuestra época, ocurre muy frecuentemente que el trabajo llega a tomar un carácter que, sin ninguna exageración, se podría calificar de «infrahumano». Lo que nuestros contemporáneos parecen ignorar completamente, es que un trabajo no es realmente válido más que si es conforme a la naturaleza misma del ser que lo hace, si se resulta de ella de una manera en cierto modo espontánea y necesaria, de suerte que no es para esa naturaleza otra cosa que el medio de realizarse tan perfectamente como es posible. En suma, esa es la noción misma del swadharma, que es el verdadero fundamento de la institución de las castas, sobre la cual hemos insistido suficientemente en muchas otras ocasiones como para poder contentarnos con recordarla aquí sin extendernos más en ella. A propósito de esto, se puede pensar también aquí en lo que dice Aristóteles del cumplimiento por cada ser de su «acto propio», por el cual es menester entender a la vez el ejercicio de una actividad conforme a su naturaleza y, como consecuencia inmediata de esta actividad, el paso de la «potencia» al «acto» de las posibilidades que están comprendidas en esa naturaleza. En otros términos, para que un trabajo, de cualquier género que sea, sea lo que debe ser, es menester ante todo que corresponda en el hombre a una «vocación», en el sentido más propio de esta palabra[5]; Y, cuando ello es así, el provecho material que puede sacarse legítimamente de él no aparece sino como un fin completamente secundario y contingente, por no decir incluso desdeñable frente a otro fin superior, que es el desarrollo y como el acabamiento «en acto» de la naturaleza misma del ser humano.
No hay que señalar que lo que acabamos de decir constituye una de las bases esenciales de toda iniciación de oficio, puesto que la «vocación» correspondiente es una de las cualificaciones requeridas para una tal iniciación, e incluso, podría decirse, que es la primera y la más indispensable de todas[6]. Sin embargo, hay todavía otra cosa sobre la que conviene insistir, sobre todo desde el punto de vista iniciático, pues es eso lo que da al trabajo, considerado según su noción tradicional, su significación más profunda y su alcance más alto, que rebasa la consideración de la naturaleza humana solo para vincularla al orden cósmico mismo, y por ahí, de la manera más directa, a los principios universales. Para comprenderlo, se puede partir de la definición del arte como «la imitación de la naturaleza en su modo de operación»[7], es decir, de la naturaleza como causa (Natura naturans), y no como efecto (Natura naturata); en efecto, desde el punto de vista tradicional no hay ninguna distinción que hacer entre arte y oficio, como tampoco entre artista y artesano, y ese es también un punto sobre el cual ya hemos tenido la ocasión de explicarnos; todo lo que es producido «conformemente al orden» merece ser considerado por eso mismo, y al mismo título, como una obra de arte[8]. Todas las tradiciones insisten sobre la analogía que existe entre los artesanos humanos y el Artesano divino, puesto que tanto los unos como el otro operan «por un verbo concebido en el intelecto», lo que, lo anotamos de pasada, marca tan claramente como es posible el papel de la contemplación como condición previa y necesaria de la producción de toda obra de arte; y esa es también una diferencia esencial con la concepción profana del trabajo, que lo reduce a no ser sino acción pura y simple, como lo decíamos más atrás, y que pretende oponerlo incluso a la contemplación. Según la expresión de los Libros hindúes, «debemos construir como los Dêvas lo hicieron en el comienzo»; esto, que se entiende naturalmente del ejercicio de todos los oficios dignos de este nombre, implica que el trabajo tiene un carácter propiamente ritual, como deben tenerlo por lo demás todas las cosas en una civilización integralmente tradicional; y no es solo este carácter ritual el que asegura esta «conformidad al orden» de la cual hablábamos hace un momento, sino que se puede decir incluso que este carácter ritual no constituye verdaderamente más que uno con esta conformidad misma[9].
Desde que el artesano humano imita así en su dominio particular la operación del Artesano divino, participa en la obra misma de éste en una medida correspondiente, y de una manera tanto más efectiva cuanto más consciente es de esta operación; y cuanto más realiza por su trabajo las virtualidades de su propia naturaleza, tanto más crece al mismo tiempo su semejanza con el Artesano divino, y tanto más se integran perfectamente sus obras en la armonía del Cosmos. Se ve cuan lejos está eso de las banalidades que nuestros contemporáneos tienen el hábito de enunciar creyendo hacer con eso el elogio del trabajo; éste, cuando es lo que debe ser tradicionalmente, pero solamente en ese caso, está en realidad muy por encima de todo lo que son capaces de concebir. Así, podemos concluir estas pocas indicaciones, que sería fácil desarrollar casi indefinidamente, diciendo esto: la «glorificación del trabajo» responde ciertamente a una verdad, e incluso a una verdad de orden profundo; pero la manera en que los modernos la entienden de ordinario no es más que una deformación caricatural de la noción tradicional, deformación que llega a invertirla en cierto modo. En efecto, no se «glorifica» el trabajo con discursos vanos, lo que ni siquiera tiene ningún sentido plausible; sino que el trabajo mismo es «glorificado», es decir, «transformado», cuando, en lugar de no ser más que una simple actividad profana, constituye una colaboración consciente y efectiva en la realización del plan del «Gran Arquitecto del Universo».
Notas:
[1] Se sabe que la «glorificación del trabajo» es concretamente, en la Masonería, el tema de la última parte de la iniciación al grado de Compañero; y desafortunadamente, en nuestros días, esta «glorificación» se comprende ahí generalmente de esta manera completamente profana, en lugar de ser entendida, como lo debiera, en el sentido legítimo y realmente tradicional que nos proponemos indicar a continuación.
[2] A propósito de esto diremos seguidamente que, entre esta concepción moderna del trabajo y su concepción tradicional, hay toda la diferencia que existe de una manera general, así como lo hemos explicado últimamente, entre el punto de vista moral y el punto de vista ritual.
[3] Recordaremos aquí una de las aplicaciones del apólogo del ciego y del paralítico, en el que representan respectivamente la vida activa y la vida contemplativa (Ver Autoridad Espiritual y Poder temporal, capítulo V).
[4] Hemos encontrado esta frase en un comentario del ritual masónico que sin embargo, bajo muchos aspectos, no es de los peores ciertamente, y queremos decir con eso uno de los más afectados por las infiltraciones del espíritu profano.
[5] Sobre este punto, y también sobre las otras consideraciones que seguirán, remitimos, para desarrollos más amplios a los numerosos estudios que A. K. Coomaraswamy ha consagrado más especialmente a estas cuestiones.
[6] Algunos oficios modernos, y sobre todo los oficios puramente mecánicos, para los cuales no podría invocarse realmente la cuestión de la «vocación», y que por consecuencia tienen en sí mismos un carácter anormal, no pueden dar válidamente lugar a ninguna iniciación.
[7] Y no en sus producciones, como se imaginan los partidarios de un arte llamado «realista», y que sería más exacto llamar «naturalista».
[8] Apenas hay necesidad de recordar que esta noción tradicional del arte no tiene absolutamente nada de común con las teorías «estéticas» de los modernos.
[9] Sobre todo esto, ver A. K. Coomaraswamy, Is Art a Superstition or a Way of Life?, en su obra titulada Why exhibit Works of Art?
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