miércoles, 31 de diciembre de 2014

La Catedral, Piedra viva; por Christian Jacq y François Brunier

Arbotante, Catedral de Milán.
Cap. IX de "El mensaje de los constructores de catedrales", Barcelona, Plaza & Janés, 1976.

Ciudad feliz, Jerusalén, tu nombre es visión de paz, tú que te elevas en los cielos, tú hecha de piedras vivas... Del cielo desciendes, prometida esposa del Señor. El cimiento, la piedra angular, es Jesucristo, enviado del Padre. ¡Oh, ciudad! Al juntar tus muros, Jesucristo unió la Ciudad santa y el creyente que lo recibe descubre en su Dios su morada.

(ANALECTA HYMNICA, LI, n.º 102).

Quiéralo o no el hombre, el mundo sigue edificándose cada día; el Universo es un lugar de perpetuas mutaciones, de transformaciones incesantes que en su mayoría se nos evaden. El tiempo que transcurre nos permite comprobarlo, en parte, en nuestra propia existencia, ya que nuestra apariencia física se modifica igual que nuestra visión personal de la vida. En el fondo de ese movimiento existe algo inmutable, un punto central: la raza "Hombre" se encuentra en cada individuo, el Universo permanece en equilibrio y nos impregna con su radiación.

Para la Edad Media es esencial conciliar el movimiento y lo inmutable. De lo contrario, el hombre permanece estático o se convierte en la presa fácil de las circunstancias y de los acontecimientos fugaces. Entonces es cuando se impone la idea de una doble ciudad: la de los dioses, segura en su eternidad que nada será capaz de corromper, y la de la tierra, que las civilizaciones van construyendo sucesivamente hasta la extinción de la Humanidad. El arte del maestro de obras consiste en armonizarlas y hacerlas coincidir con el mayor rigor.

La catedral perfecta del Universo es la ciudad de Dios. Todo está ordenado en ella de acuerdo con unos ritmos que no varían nunca. Los planetas cumplen su revolución con una tranquila constancia, el sol se levanta cada mañana por el Este y las fases de la luna se repiten cada mes. Es posible prever, por la observación y el cálculo, el desplazamiento de los astros y comprender las leyes celestes que aplica el arquitecto soberano de los mundos, sin fallar un solo instante. Si el cielo es el lugar donde se expresan magnificas verdades, la organización de la Tierra ha de hacerse a su imagen. Así, pues, los maestros de obras tienen el deber de volver a crear la morada divina en el suelo de Occidente con el fin de que todos los hombres tengan ante sus ojos una imagen de la arquitectura secreta del paraíso, una imagen que les permitirá perfeccionarse y edificar el templo en sí mismos.

Así puede reconstituirse la gestión de los creadores de catedrales. En primer lugar, reconocer la armonía del Universo y de sus leyes, seguidamente manifestarla en una construcción de piedra y, por último, ofrecerla al hombre como ejemplo a seguir. El ciclo del visitante contemporáneo es absolutamente inverso: al contemplar Saint-Sernin, de Toulouse, ve primero una iglesia, luego percibe la belleza como elemento esencial de su propia nobleza. De una manera más o menos consciente siente en él el espíritu de la catedral concreta. Seguidamente observa la perfección de las líneas y las curvas, la coherencia de los muros, la precisión de los detalles esculpidos. Adquiere conciencia de que se encuentra situado de nuevo dentro de un orden en el que los juegos de luz desempeñan el principal papel. Y de un modo completamente natural se interroga sobre la fuente de esta luz y sobre el origen de esta arquitectura, y vuelve a encontrar la comunión perdida con el Universo entero.

Para la Edad Media, el destino humano está claro: venimos de Dios y vamos hacia Dios. No hemos elegido el día de nuestro nacimiento y tampoco elegiremos el de nuestra muerte. Nuestra aventura se desarrolla entre esos dos limites, tan misterioso uno como el otro y somos responsables de la orientación que adoptemos: negarnos a aceptar el misterio, hundiéndonos en la ignorancia o aceptarlo tal como es y avanzar hacia el Conocimiento. El milagro de las catedrales es uno de los pocos que nos da el medio de progresar por esta última vía. Ellas son otros tantos hitos indicadores en el bosque de los símbolos, otras tantas brújulas que mantienen el sentido de la vida.

Además, la catedral aúna a los seres pasados, presentes y por venir. Desde el origen, el espíritu humano trata de penetrar los secretos de la Naturaleza. La gruta prehistórica, los primeros templos de madera, los vastos edificios de piedra son resultados de una misma intención y surgieron del mismo ideal. Por esto, todos los constructores de todos los tiempos se han reunido en la catedral medieval. Los justos que han ocupado un lugar en los cielos junto al Señor dirigen el pensamiento de los maestros de obras y se encuentran presentes entre nosotros al afirmarse un arte sagrado. Es frecuente en las leyendas de la Edad Media que unos personajes del más allá vuelvan a la tierra y pidan al arquitecto que erija una iglesia en un lugar designado por ellos.

En el interior de las catedrales se celebraba, a cada instante, la unión entre el hombre y el Creador. Esas mansiones sagradas, alcanzando a la vez la mayor altura y la más lejana profundidad, integran el cuerpo inmortal de la Sabiduría al cuerpo mortal del individuo y de esta alianza surge el hombre nuevo que habla todas las lenguas.

El símbolo de la ciudad celeste era ya conocido por las civilizaciones más remotas. Por ejemplo, la Babilonia terrena tenía su modelo en la Babilonia de las alturas. En Egipto, los casos son numerosos. De la inmensa ciudad de Tebas, donde hoy día se admiran los templos de Karnak y Luxor, se nos ha dicho que se llama el orbe de la Tierra entera y que sus piedras angulares están colocadas en los cuatro pilares. Están, pues, con todos los vientos y sujetan el firmamento de Aquel que está oculto. En Roma, el Panteón representaba también la esfera celeste.

En el momento en que se impone el Cristianismo, la noción de Iglesia tiene dos sentidos complementarios. Por una parte, es la comunidad local dirigida por el Antiguo, y por otra, la sociedad universal de fieles. Volvemos a encontrar estas dos dimensiones en la catedral de la Edad Media. Es, a la vez, el faro de una ciudad de características bien señaladas y el emblema de la totalidad de los peregrinos. Ciudades tan modestas como Chartres o 5aint-Bertrand-de-Comminges consagraron todos sus esfuerzos a la construcción de sus grandes iglesias, porque se consideraban como reinos completos donde debían realizarse todos los elementos de la vida espiritual magnificados por la catedral.

Al visitar el Sacré-Coeur, nos sentimos limitados por una época y por un lugar exacto. Ese monumento artificial, hecho de piedras inertes, apenas despierta nuestro interés. Por el contrario, al franquear el umbral de una catedral nos sentimos acogidos por piedras vivas. En el templo, nuestros pensamientos se entretejen con la imagen de las nervaduras, nuestros sentimientos se ennoblecen y se yerguen siguiendo la línea de los pilares y nuestra mirada se colma con el color inmaterial de las vidrieras. Para el hombre de la Edad Media, la catedral es, de una manera tangible, la Jerusalén celeste. Sabe que la palabra de las piedras le revela las virtudes que necesita y le pone en guardia contra los errores fatales; sabe que la cripta comunica directamente con nuestra Madre la Tierra y que la ventana circular de la bóveda se abre ante nuestro Padre el Cielo. En la catedral ya no es un caminante, un forastero inquieto por el mañana, sino un invitado colmado de las más valiosas riquezas, un hijo que Nuestra Señora recibe en su palacio. Sin embargo, lo que le espera es el trabajo y no el reposo. Y también sabe que ese trabajo es un don porque transforma el mundo en plegaria y el alma en luz.

Si el templo medieval representa el Universo, es el Libro el que nos permite interpretarlo. Sería vano creer en una posibilidad de lectura directa por medio de cualquier instrumento. Nuestra mirada es naturalmente imperfecta y debemos recurrir al texto sagrado que componen las piedras para comprender el lenguaje de Dios. Todo pasa como si cada uno de nosotros poseyera una letra, que sola, no es de utilidad alguna. Al unirlas en una sociedad profana, tampoco obtenemos un resultado más satisfactorio porque formamos palabras artificiales o las letras chocan entre sí carentes de toda coherencia. Por el contrario, los maestros de obras conocen la tradición y los símbolos y son capaces de redactar un libro inteligible en el que cada letra ocupa su lugar y en el que se inscriben las más altas verdades. A buen seguro, las páginas se encuentran dispersas por toda la tierra. Descubrimos una en Milly-la-Foret, otra en Bayona, una tercera en Colonia, una cuarta en Canterbury. A nosotros nos corresponde viajar y reconstituir el Libro inicial donde podremos escribir nuestra experiencia aportando la piedra nueva de nuestra conciencia.

"Lo que irradia aquí dentro, os lo presagia la puerta dorada -decía el texto grabado en la fachada de la iglesia abacial de Saint-Denis-. Por la belleza sensible, el alma adormecida se eleva a la belleza verdadera y de la tierra en la que yacía sumergida resucita al cielo al ver la luz de sus esplendores". Con ocasión de la consagración de una catedral se celebraba la bienaventurada ciudad de Jerusalén, esa visión de paz construida con piedras vivas en los cielos y rodeada de ángeles como el cortejo de una novia. Ella descendía de las alturas para que la esposa quedara unida al Señor y que cada hombre digno de Jesucristo fuera el testimonio de aquel casamiento. La iglesia desbordaba de melodías, de alabanzas y de cánticos mientras que el Dios triple y único abría las puertas. Implorando su clemencia, los elegidos que participaban en la celebración pedían "la revolución de los años hasta los tiempos más remotos", de manera que la obra realizada fuera eterna y animada por una constante alegría.

Mundo transfigurado, la catedral contiene una luz que no existe en parte alguna fuera de ella porque es fruto de un esfuerzo libremente realizado. El maestro de obras le confía aquello que su civilización tiene de más elevado con el fin de que ella lo distribuya sin restricciones a las generaciones futuras. La ofrenda hecha al templo se multiplica hasta el infinito y se transmite por los siglos de los siglos.

Estas concepciones simbólicas no tendrían más que un valor secundario si la catedral de la Edad Media no hubiera sido, ante todo, el centro vital de la ciudad donde se había establecido una comunidad humana. Los medievales no la admiraban como un monumento agradable por sus formas, sino como una referencia esencial de la vida social. La catedral es útil porque sacraliza la vida cotidiana. Si se comparara la ciudad a un torno de alfarero del que nacen las actividades de cada día, la catedral sería el eje invisible alrededor del cual se organiza todo.

El edificio ejerce una protección mágica. Su campanario ahuyenta a los demonios y provoca la llegada de los ángeles que ayudarán a los ciudadanos con sus consejos. Las gárgolas disipan las tempestades y las flechas atraen el influjo magnético que se extenderá sobre la población y la mantendrá en resonancia con los movimientos celestes. La construcción entera en un talismán gigantesco que pone a la comunidad al abrigo de las fuerzas hostiles; una ciudad privada de templo está expuesta a las peores calamidades.

Cada ciudadano ejerce un oficio en el cual se concentra olvidando en cierto modo las funciones
Arbotantes, Catedral de Milán.
que ejerce su prójimo. Cuando acude a la catedral se encuentra con los que tienen otra profesión y charlan sobre sus respectivos éxitos y fracasos para que el trabajo del individuo se convierta en bien de todos. Gracias al templo, los elementos dispersos del cuerpo social conquistan de nuevo su indispensable unidad. Además, los gremios habrán confiado sus denarios a los constructores y en el transcurso de los años siguen ofreciendo objetos litúrgicos, vidrieras y esculturas. El embellecimiento y la conservación de la iglesia no quedan abandonados a un administrador, sino que dependen de la responsabilidad colectiva. En el mismo interior de la catedral, la población tomaba las decisiones determinantes para su porvenir; se daban cursos, se representaba en la nave el repertorio del teatro sacro y se acudía a cosechar informaciones relativas a los asuntos del reino. La catedral permanecía abierta a todas las horas del día y de la noche. Campesinos, artesanos, caballeros y burgueses mantienen numerosas conversaciones antes y después de la celebración de la liturgia que les da un mismo hálito, un mismo ideal sin cesar avivado.

La Edad Media intentó crear comunidades, no multitudes. A la unidad de las piedras juntas respondía la unidad de la comunidad de hombres ligados por la veneración de un mundo sagrado. El "cuerpo místico" de Jesucristo se encarnaba, precisamente, en el alma de una población unida alrededor de su iglesia.

Las reuniones y las fiestas tenían un carácter espiritual muy importante, que con frecuencia ha sido mal comprendido. Las celebraciones calificadas de "licenciosas" en las que, por ejemplo, se veía entrar en la catedral un hombre y una mujer desnudos a lomos de un asno, fueron instauradas por la propia Iglesia, especialmente en las ciudades donde existía un capítulo importante de canónigos. Los eclesiásticos de la Edad Media tenían el sentido del juego de la vida, de lo precario de las jerarquías y sabían que, de vez en cuando, había que replantear los valores adquiridos. A través de la fiesta se liberaba una energía crítica, una oleada carnavalesca donde se representaba un mundo al revés cuya visión permitía apreciar el valor auténtico del mundo ordenado.

El maestro de obras y el abad pensaban que el hombre no soporta el aburrimiento ni la monotonía y que una tensión excesiva hacia lo absoluto "rompería" su alma. Gracias a la alternación del acto y de la meditación, de la seriedad y la risa, es posible alcanzar un equilibrio que no se hunda en la uniformidad. En el siglo XIV se rechazó este ritmo de la vida comunitaria y una corriente rigorista, acompañada además por los más abyectos crímenes, condenó las fiestas. Debemos citar aquí un párrafo de una carta circular de la Facultad parisiense de Teología, fechada en marzo de 1444. Los últimos sabios de la época medieval explicaban de una manera admirable el profundo sentido de la fiesta de los Locos:

"Nuestros predecesores, que eran unos grandes personajes, permitieron esta Fiesta. Vivamos como ellos y hagamos lo que ellos hicieron. No hagamos estas cosas con seriedad, sino tan sólo por juego y para divertirnos, siguiendo la antigua costumbre, a fin de que la locura que nos es natural y que parece nacida en nosotros desaparezca y se evada por ese canal, al menos una vez al año. Los toneles de vino estallarían si de vez en cuando no se les abriera la piquera o el bitoque para que penetrara el aire en ellos. Ahora bien, nosotros somos unos viejos bajeles o unos toneles con los sellos mal colocados que el vino de la Sabiduría haría estallar si lo dejásemos hervir de esa manera con una continua devoción al servicio divino. Hay que airearlo y aflojarlo por temor a que se pierda y se desparrame sin beneficio alguno". No se prestó oídos a la advertencia y la supresión de las fiestas privó a la sociedad de sus más cálidos colores.

El prodigio más grande llevado a cabo por la catedral fue el de reunir todas las expresiones artísticas cuya necesidad hemos señalado anteriormente. La palabra del obispo manifiesta el arte del Verbo, el pensamiento del maestro de obras el de la arquitectura, la mano del artesano el de la escultura, los Misterios el del teatro ritual y los cánticos el de la música. Con ellos se evita la dispersión tan temida que el diablo lanza en nuestro camino, y en el alma, que no es uniformidad, comulgan las aspiraciones más nobles. El templo es comparable al cáliz del Grial que contiene las respuestas a cualquier interrogante, crea los reyes y hace fructificar las mieses. El mal caballero, aquel que se aferra exclusivamente a su interés personal, no es capaz de verlo. Con el fin de evitar su fracaso, hay que operar una "conversión de la mirada" que franquea el obstáculo de los detalles materiales y nos conduce hasta el coro de la catedral.

Una de sus funciones más extraordinarias y de las menos conocidas es la de ser una central que emite y distribuye la energía cósmica. Este concepto es de origen egipcio ya que en los templos faraónicos se hacia la ofrenda a los dioses para que la creación se renueve y aporte su dinamismo a la Humanidad. No hay ninguna diferencia entre la energía espiritual y la que hace moverse la corteza celeste y agita los mares. Un número reducido de sacerdotes iniciados la acumula en el lugar santo y se ocupa de regularizarla. Como escribía Heer, nuestras antiguas iglesias son comparables a los trituradores atómicos, ya que en ellas se concentran los poderes benéficos, conservados constantemente por el recogimiento, la liturgia y los símbolos. En vez de disociar la materia y de jugar a aprendiz de brujo, el sabio medieval manejaba las fuerzas universales con respeto y lucidez. De este modo impedía la inevitable explosión que se produce cuando el hombre destruye los ciclos naturales que no llega a comprender a causa de su vanidad.

Si la catedral es el guía por excelencia de nuestra vida interior, expresa su enseñanza con la mayor severidad. Después de haber abierto nuestro corazón, exige la abertura de nuestra conciencia. "Yo soy -nos dice- el Camino, la Verdad y la Vida, pero tú habrás de luchar contigo mismo para franquear el umbral y comprender el sentido de las figuras de piedra. No basta el más ferviente sentimiento; tienes que ponerte en orden, pensar tu vida y vivir tu pensamiento. Las piedras de los muros, pulidas y cuadradas representan los santos, es decir, los hombres purificados por la mano del Maestro de Obras supremo. Han permanecido entre nosotros para indicarnos el camino". Y Michelet escribía:

"Hombres vulgares que creéis que esas piedras sólo son piedras, que no sentís circular la savia, cristianos o no, reverenciad, besad el signo que contienen. Aquí hay algo grande, eterno".

Pasar por delante de la catedral sin verla sería perder para siempre esa realidad humana nacida de una unión sagrada entre el espíritu y la mano y manifestada en la tierra de Occidente. Y san Bernardo puntualiza:

"Es preciso que en nosotros se cumplan espiritualmente los ritos de que han sido objeto materialmente esas murallas. Lo que los obispos han hecho en este edificio, es lo que Jesucristo, el Pontífice de los bienes futuros, opera cada día en nosotros de una manera invisible... Entraremos en la casa que no ha sido erigida por la mano del hombre, en la morada eterna de los cielos. Se construyó con piedras vivas, que son los ángeles y los hombres".


Cuando la piedra habla, la materia se convierte en espíritu, el hombre y la catedral son una sola carne. Más allá de las edades, la piedra nos llama por nuestro verdadero nombre y podemos oír el eco de su palabra que resuena bajo las bóvedas y repercute de símbolo en símbolo.

martes, 30 de diciembre de 2014

Sobre la Lectura de los Libros Sagrados; por Denys Roman

Capítulo VII de René Guénon y los Destinos de la Francmasonería.

Es bien evidente que, para una comprensión correcta del Cristianismo y también de la Masonería de los países cristianos, una interpretación rigurosamente tradicional de la Biblia, es absolutamente necesaria. Desgraciadamente, los comentadores modernos tienen una fastidiosa tendencia a hacer caso omiso de los trabajos de sus antecesores, para adoptar las vías individuales, que no se apoyan en más justificación, que la “fe” ciega en el “dios” Progreso.

Tales excesos no dejan de provocar reacciones muy raras. Así apareció, a principios de 1973, un libro, publicado por un autor de religión judía, que firmaba como “Emmanuel” [1].

Esta gruesa obra de 400 páginas, “dividida simbólicamente en 613 parágrafos” (para representar el número de obligaciones de la Ley mosaica), está destinado a los Judíos que practican su religión y, en consecuencia, leen las escrituras con piedad y amor. Pero eso no significa que los no-Judíos y, particularmente, los cristianos, no encuentren en esta lectura mucho que aprender.

El autor advierte desde el principio, que su Libro “debe más al midrash [2] que a la ciencia, más a la reflexión que la búsqueda”. Escribe: La ciencia llamada bíblica es de reciente creación. Comenzó con el Renacimiento, cuando algunos hombres de las naciones [es decir, los no-Judíos] aprendieron algo de hebreo... trabajaron mucho y entendieron poco, pues no recibían ayuda ni de la tradición, ni del amor desinteresado por la Escritura... Los biblistas, en cada generación, borraban todo cuanto les precedía y recomenzaban una exégesis inútil y decepcionante... Le daban vueltas al texto sin penetrarlo y profundizarlo nunca, y acudían a una débil ciencia que no podía darles sino lo que ellos aportaban previamente... Más tarde, en el siglo que fue llamado el de las Luces, la Biblia no era considerada más que como un monumento literario. Son los hombres los que la han compuesto, ha llegado a decirse”.

Esta “crítica de los textos” aplicada a la Biblia, de la que la ciencia alemana especialmente debía dar toda la medida de su arrogancia y de su incomprehensión, es el origen de la famosa teoría de las dos “fuentes” del Génesis; fuentes calificadas por los doctos de “jahvista” y de “elohista”. He aquí lo que piensa Emmanuel: (Retorciendo el relato del diluvio a la medida de su muy fecunda imaginación), “un biblista concluyó que dos escritores diferentes habían redactado el mismo relato, en épocas distantes una de la otra. Y que un tercero vino después para fundir las dos versiones en una sola”. Tal fantasía está basada sobre el hecho de que, en el relato en cuestión, la divinidad es designada, tanto por el nombre tetragramático (que se expresa en las traducciones modernas por Jehová o Yahvé) como por el nombre de Elohim... “Pero esta hipótesis de las dos fuentes, más ingeniosa que sólida, estaba destinada al fracaso”. Nuevas teorías fueron levantadas. “Su abundancia, sus divergencias, sus exageraciones y, algunas veces, su extravagancia, prueban mejor que las estériles controversias su fragilidad y, a menudo, su puerilidad... Estas especulaciones fueron llamadas, al principio, hipótesis y teorías, y, más adelante, descubrimientos y certezas [3]. Llenaron vidas enteras, durante las cuales los biblistas que se daban a estas demostraciones, pudieron abstenerse de meditar la Escritura... el conjunto de la construcción de los biblistas, peca por su base. [El error de ellos proviene de su] radical incomprehensión del uso de los nombres divinos”.

El autor sigue: “El biblismo es una rueda que gira sin detenerse sobre sí misma, arrasando a sus celadores en un movimiento circular que no tiene salida.” Pero “si esta búsqueda es estéril, no está cerca de tener un fin. Tal es el vínculo del hombre a lo que llama estudio desinteresado... Son protestantes quienes comenzaron estos trabajos... pero los católicos les siguieron el paso, sobre todo después del segundo concilio del Vaticano. La mayoría de ellos creen firmemente en la divinidad de Jesús de Nazareth, en su milagroso nacimiento y en su resurrección. Y, sin embargo estos mantenedores del milagro, rechazan al milagro más indudable -el mismo que creía Jesús: que los cinco Libros de Moisés, fueron dictados al príncipe de los profetas, por Dios, en el monte Sinaí..., tal como viene dicho por una tradición milenaria” (§ 208).

No nos extenderemos en la demolición implacable que hace Emmanuel de las principales fabulaciones presentadas por los biblistas como sensacionales e irrefutables descubrimientos. Vuelve a situar perfectamente las cosas en su punto. Sus afirmaciones, escribe, “no resisten la simple lectura y todavía menos el estudio del texto” (§114). Todos sus argumentos son “inconsistentes” (§115) Se siente que el autor está justamente indignado viendo a los peores profanos, queremos decir los mantenedores de la famosa “crítica histórica”, meter una mano temeraria en los pasajes más admirables del Libro Sagrado.

Numerosos pasajes de Emmanuel, han debido chocar a los cristianos que han leído su Libro. En efecto, el autor, situándose estrictamente bajo la óptica del Judaísmo, critica con fuerza la interpretación cristiana del Antiguo Testamento, y, especialmente, la noción del pecado original, sobre la que reposa toda la economía de la teología cristiana. Escuchémosle: “La idea del pecado original que, en la conciencia cristiana, está tan íntimamente ligada a la historia de Adán y Eva, no tiene ninguna resonancia en la filosofía religiosa de Israel. Es extraño destacar que el nombre del primer hombre está, por así decirlo, ausente en la Escritura”. Fuera del Génesis, el nombre de Adán, no aparece más que una vez en el Antiguo Testamento, en el 1º Libro de las Crónicas, en cabeza de la lista de Patriarcas. “En cuanto a la historia de Adán y Eva, ninguna otra alusión se hace ni en la Thorá, ni en los Profetas, ni en los Escritos, pues, para el judaísmo, no tiene ningún alcance religioso... Es en la literatura sapiencial post-bíblica, donde aparecen, por primera vez, algunas alusiones a Adán, por otra parte favorables al primer hombre. Jamás se trata la cuestión de su susodicho pecado. Más bien al contrario, en el Libro de Ben Sira, [4] por ejemplo, el conocimiento del bien y del mal, es presentado como un beneficio concedido para el hombre por Dios. Un interés religioso no será conferido a éste episodio más que por el Cristianismo naciente y, más especialmente, por la obra del Apóstol Pablo” (§ 136).

Es bien sabido que la religión judía no admite la concepción del pecado original. Pero la obra de Emmanuel es útil, en cuanto acentúa el hecho de que tal actitud puede reivindicar la autoridad de la “letra” del Antiguo Testamento tomado en su totalidad. Los cristianos no podrían desatender el peso de una argumentación así. No pueden escapar a ella más que afirmando, con sus propias Escrituras (el Nuevo Testamento), que la Biblia debe ser leída según su sentido “espiritual” (es decir, simbólico). Pero los “hijos de la Promesa”, sobre todo éstos que, como Emmanuel, se reclaman del Judaísmo estrictamente exotérico[5], podrán responder siempre: Habláis del oro. Y estaríamos prestos a daros la razón si, en esta Biblia dictada por Dios a nuestro pueblo y en nuestra lengua, en los Profetas inspirados, y en ese Isaías mismo que consideráis un quinto Evangelista, pudierais mostrarnos un solo versículo en el que el libertador de Israel, tan prometido y siempre esperado, venga presentado con relación al pecado de Adán. ¿Querríais hacernos admitir que la Palabra dispensada durante dos milenios por el Esposo de Israel a su Esposa tiernamente amada, encerraba una trampa, como la palabra engañosa consagrada por el Salmista, de flechas aceradas y de carbones que consumen” [6]?

A todo esto, los cristianos pueden responder: En efecto, si Adán y su mujer, en desobediencia al único mandato que Dios les había dado, han cumplido un acto lícito, ¿por qué, después de esta acción, se han cubierto de vestiduras, en lugar de permanecer desnudos como fueron creados? ¿Por qué se ocultaron al oír la voz del Señor, que se paseaba por el jardín del Edén, a la brisa de la tarde? ¿Por qué fueron condenados a muerte? ¿Por qué Dios declaró la tierra maldita y destinada a producir espinas y zarzas, de forma que el hombre no pudiera obtener su pan, más que con el sudor de su frente? ¿Por qué, sobre todo, la pareja original fue expulsada del jardín de las delicias, en cuya puerta se situaron los Querubines armados con la espada flamígera “para guardar el acceso al Árbol de la Vida”? Por otra parte, no es cierto que el Antiguo Testamento no haya nunca presentado al Mesías como destinado a reparar las catástrofes provocadas por la falta de Adán. Isaías, precisamente, en el cuadro que nos da de la era mesiánica, insiste sobre el hecho de que en estos tiempos felices, las mismas bestias feroces se habrán librado de su ferocidad. Y esto ¿no evocaría el estado de perfecta armonía, en el que Adán vivía con los animales y con todas las criaturas?

Hay entonces, como mínimo, dos maneras (la judía y la cristiana) de leer exotéricamente la historia de Adán. Emmanuel no ha querido hablar de la lectura judía esotérica, que es la de la Kábala. En cuanto a los cristianos, pensamos que nadie mejor que Guénon le ha proporcionado de las claves necesarias para la profunda comprensión de los misterios que abundan en la historia de nuestros primeros padres. Las relaciones entre los árboles del paraíso y las tres cruces del Gólgota, el simbolismo de la serpiente enrollada en espiral en torno al Árbol, el significado de los ojos que se abren después de la falta, la naturaleza de las túnicas de piel que sirvieron más delante de “límite” a la pareja desposeída del estado primordial, la necesidad de recurrir a una intervención “no humana” para reencontrar el “Paraíso perdido”, a todo esto Guénon, desde su primer artículo escrito a la edad de 23 años, había dado el sentido superior, y precisaba que sus equivalencias se encuentran en todas las tradiciones auténticas.

Estas visiones están, evidentemente, muy lejanas a las de Emmanuel, cuya obra contiene muchas indicaciones interesantes, y que hacen pasar de los dardos frecuentemente lanzados a otras tradiciones, sobre todo al Cristianismo, a la religión greco latina, al Hinduismo. El fervor del autor por el Libro de los libros, le ha inspirado acentos de incontestable grandeza. Citaremos, como ejemplo, el pasaje siguiente (§ 208):

“Para mí, Emmanuel, judío de corazón y de espíritu, la escritura no es únicamente la historia de mis ancestros, de la que tanto place a los extraños ocuparse sin cesar; es también y sobre todo, el pan de mi alma, el sentido de mi vida, la luz de mis ojos, el amor más puro de mi espíritu, el objeto de mi estudio constante y la música litúrgica que acompaña mi evolución hasta mi muerte. Esta ley de Dios, la transmitiré a mis hijos y a mis descendientes, como la he recibido de mis padres y de mis ancianos. Las investigaciones de los biblistas no quitan en nada mi vínculo y no quebrantan en nada mi certeza y mi fidelidad. No recortan jamás las mías, se extravían en una dirección que yo no he escogido y que no seguiré jamás; aunque se prosigan durante siglos no conseguirán cambiar una frase, una palabra, una letra de la inmutable palabra que contiene el universo y que da la única explicación coherente”.

Sería deseable que todas las “gentes del Libro”, testimoniaran a sus Escrituras respectivas, la misma confianza y la misma fidelidad.


Notas:
[1] Emmanuel. Para comentar el Génesis (Payot editor, Paris)
[2] Es decir, al comentario rabínico de la Escritura.
[3] Emmanuel menciona aquí un proceder frecuentemente utilizado por los adversarios de la Tradición. Podrían citarse muchos otros ejemplos recientes e, incluso, actuales Es una “técnica” cuyo “rendimiento” está asegurado.
[4] Se trata del Libro cuyo original no está en hebreo, que los católicos llaman  Eclesiástico.
[5] La obra de la que hablamos, se refiere (tal como lo hemos dicho al principio) exclusivamente al midrash, y no a la Kábala.
[6] Hemos resumido muy libremente la argumentación del autor, esparcida en varios capítulos de su obra.

domingo, 30 de noviembre de 2014

Conversaciones entre Julius Evola y René Guénon sobre Masonería.

Complementando la anterior entrada de Daniel Frot se traen aquí dos fragmentos de correspondencia entre Julius Évola y René Guénon sobre la Masonería. Ambos textos están recogidos del segundo volumen del Epistolario. Fragmentos de correspondencia, 1910-1950, publicado por la revista Letra y Espíritu (A. C. Meru) en 2009.


«[...] Cuando hablo de la Masonería sin especificar, me refiero a la Masonería propiamente dicha, que comprende exclusivamente los tres grados de Aprendiz, Compañero y Maestro, a los cuales se pueden solamente añadir los grados ingleses de Mark y Royal Arch, grados totalmente desconocidos en la Masonería "continental". En cuanto a la multiplicidad de grados a la que alude, es evidente que las conexiones que se han querido establecer entre ellos son del todo artificiales. Cualquiera que sea el modo por el que han llegado, por así decir, a injertarse en torno a la Masonería, no forman parte integrante de ella. Otro punto sobre el que querría atraer su atención es que cuando dice que las logias que no se han adherido al "cisma" (que dio origen a la Masonería politizada e ideológica) no han hecho nada para detener o rectificar sus consecuencias, parece que no tienen en cuenta cosas de cierta importancia, como el restablecimiento del grado de Maestro, del todo ignorado por la Masonería de 1717, o la acción de la "Gran Logia de los Antiguos", cuya existencia independientemente continuó hasta 1813. Tengo la impresión que tiene únicamente en cuenta aquello en lo que se ha convertido la Masonería a partir de cierto periodo de Francia y en Italia y que no conoce todo lo referente a la Masonería anglosajona» René Guénon, fragmento de carta a Julius Evola de 13 de Junio de 1949.


«[...] Sobre el problema de la Masonería creo que es muy difícil entendernos. En lo que me dice al respecto hay algunas cosas que en cierto modo me dejan perplejo. Primeramente, me hace decir (sin ninguna restricción, mientas que yo he precisado he precisado que se trataba sólo de Occidente) que las únicas organizaciones iniciáticas existentes son el Compañerazgo y la Masonería. Parece que no tiene en cuenta las organizaciones iniciáticas orientales existentes, algunas de las cuales tienen miembros más o menos numerosos en la misma Europa. Otro punto: he dicho que en el mismo mundo occidental subsisten (además de la Masonería) ciertas organizaciones vinculadas con el esoterismo cristiano y procedentes del Medioevo. No he insistido sobre ellas porque son tan cerradas que la posibilidad de ser admitidos allí está prácticamente fuera de lugar (...). La fecha de 1717 no señala el origen de la Masonería, sino de su degeneración, lo que es muy distinto. Por otro lado, para poder hablar de la utilización de "residuos psíquicos" (de vestigios) en aquel periodo, habría que suponer que la Masonería operativa hubiese por entonces cesado de existir, cosa que no es cierta, porque existe todavía en diversos países, mientras que en Inglaterra en 1717 y 1813 interviene eficazmente para completar ciertas cosas y regular otras, al menos en la medida en que ello era posible en una Masonería reducida a no ser más que especulativa... Por otra parte, cuando hay una filiación regular y legítima la degeneración no interrumpe la transmisión iniciática, ésta reduce solamente su eficacia, al menos en general, porque a pesar de todo puede haber excepciones. En cuanto a la acción anti-tradicional de la Masonería de la que habla, habría que hacer algunas diferenciaciones, por ejemplo, entre la Masonería anglosajona y la latina, pero, en todo caso, ello sólo demuestra la incomprensión de los miembros de una u otra organización masónica: pura cuestión de hecho, y no de principio. En el fondo, lo que podría decir es que la Masonería ha sido víctima de infiltraciones del espíritu moderno, como en el orden exotérico la misma Iglesia católica lo es actualmente, y cada vez más. Entiéndase bien, no quiero buscar convencer a nadie, sino sólo mostrarle que el problema es bastante más complejo que cuanto parece creer» René Guénon, fragmento de carta a Julius Evola de 20 de Julio de 1949.


viernes, 31 de octubre de 2014

El Antimasonismo de Julius Evola; por Daniel Frot


Reseña del libro de J. Evola Écrits sur la Franc-Maçonnerie, Pardès, Puiseaux, 1987) aparecida en el nº 10 de  L'Age d'Or, Puiseaux, otoño de 1990.

La presente recopilación está compuesta por siete artículos de Julius Evola aparecidos entre 1937 y 1942 en La Vita Italiana, dirigida por Giovanni Preziosi, y por otro texto aparecido en el cotidiano Il Regime Fascista de Roberto Farinacci. Las notas históricas y documentales debidas a Renato del Ponte y al traductor [al francés], François Maistre, un apéndice de reseñas de Guénon y una bibliografía crítica analizada en la que figuran especialmente las obras de Marius Lepage y de Arturo Reghini, hacen de los Écrits sur la Fran-Maçonnerie un volumen de una excelente presentación y que no carece de interés. Igualmente es necesario mencionar un estudio sobre Léon de Poncins, "un contra-revolucionario integral", así como una bibliografía de este último autor, para con quien Guénon, al parecer, tenía cierta estima.

Es preciso decir, como hace notar Renato del Ponte en su introducción, que entre Julius Evola y René Guénon se estableció un diálogo de sordos acerca del espinoso tema que constituye la Francmasonería. Pero es importante precisar que el autor de Rebelión contra el mundo moderno se sitúa sobre todo en un terreno político -y el contenido de este volumen lo demuestra ampliamente-, mientras que el punto de vista de René Guénon era ante todo de orden estrictamente iniciático. Antes de Guénon, ¿no ha sido ya todo dicho acerca de la Francmasonería, excepto lo esencial, como se ha escrito? Sobre una cuestión tan compleja como la de la Francmasonería, Guénon usaba de muchos más matices de lo que deja entender Renato del Ponte ("Guénon avanza ciertas afirmaciones, nítidas, agudas, en su estilo típicamente alusivo"). El exclusivismo le era hasta tal punto extraño que no condenó a ninguna obediencia francesa en provecho de otra.

En cierta manera, el antimasonismo sin fisuras de Evola se comprende muy bien puesto que se sitúa en una perspectiva bastante cercana a la del antimasonismo del tradicionalismo católico francés, representado por Léon de Poncins. Evola, no obstante, no retoma todos los argumentos de los antimasones. Así, para él, la Masonería moderna no tenía -al menos en sus cuatro quintas partes- absolutamente nada de iniciático[1]. Reconocía así abiertamente que una quinta parte de la Masonería actual tenía un carácter iniciático, como lo señala Édouard Rivet en su artículo titulado "René Guénon franc-maçon" aparecido en el "Cahier de L'Herne" dedicado al autor de La Gran Tríada. Aquello que podría ser objetado de este texto de Evola se remonta al menos a una treintena de años, y la proporción de masones que se interesan por el simbolismo y la iniciación se sitúa más bien por debajo de la cifra dada.

La extrema degeneración de la Masonería "especulativa" y "obediencial" es una constatación al alcance de cada cual, tanto más cuanto que las payasadas de los grandes maestros elegidos como dictadores africanos no ofrecen precisamente una imagen "positiva" de los guardianes de la inteligencia y del conocimiento... La acusación más severa contra la Masonería contemporánea no ha sido pronunciada por antimasones fanáticos sino por masones que han pertenecido a diferentes obediencias y que no aparecen como discípulos de René Guénon [2]. Por otra parte, pueden emitirse ciertas dudas sobre esta empresa de redescubrimiento de la Iniciación y de la reconstitución de Logias libres y soberanas, puesto que Franc-Maçonnerie ou Initiation es una obra que no está exenta de indicios más que sospechosos, como el juicio negativo lanzado contra la obra guenoniana.

La vocación "subversiva" de una gran parte de la Masonería "especulativa" nacida en el siglo XVIII es hoy en día indudable. Cuando Julius Evola escribía, en noviembre de 1941, en su artículo a propósito del libro de Léon de Poncins La Franc-Maçonnerie contre la France: "De Poncins señala que la Masonería se caracteriza por la tendencia a materializar lo espiritual y a divinizar la materia, a transferir los rasgos de la divinidad al hombre materializado, y más tarde al hombre como colectividad democrática. La Masonería favorece así una "liberación" total del hombre y de los Estados, sustraídos a toda autoridad espiritual y temporal, oponiendo al universalismo cristiano y especialmente católico lo que es su antítesis: una teocracia al revés, n internacionalismo de inspiración racionalista y democrática" (p. 88), la acción de la Masonería moderna, nacida en 1717, en los países latinos, queda exactamente resumida. El antimasonismo nace en reacción a esta situación, tal como indica Renato del Ponte.

¿Debe entonces concluirse que la Masonería, que puede invocar "un origen tradicional auténtico y una transmisión iniciática real", no oculta ya ninguna posibilidad iniciática? "Para el aspirante potencialmente cualificado", ¿la iniciación "virtual" se reduce a una "nada absoluta", como escribe Renato del Ponte, quien evoca un "enigmático espejo destinado a desviar conscientemente fuerzas y energías que podrían estar orientadas en una dirección distinta" (p. 20)? Aunque la Masonería se haya hecho "teórica" y ya no trabaje efectivamente en ninguna "realización", ni espiritual ni material (retomamos aquí los propios términos de Guénon), la iniciación "virtual" no puede equivaler a una nada absoluta, puesto que "(...) una organización iniciática que posea una filiación auténtica y legítima, sea cual sea el estado más o menos degenerado en el cual se encuentre actualmente reducida, no podría con seguridad ser jamás confundida con una pseudo-iniciación cualquiera, que no es en suma sino una pura nada, ni con la contra-iniciación, que sí que es algo, pero algo absolutamente negativo, que directamente va en contra del objetivo que se propone esencialmente toda verdadera iniciación"[3]. En una perspectiva tradicional, sería mucho más acertado insistir en "la ausencia casi completa de doctrina y de método, que es la señal habitual de las organizaciones occidentales"[4].

Por otra parte, incluso antes de su partida a tierras del Islam, René Guénon mostró un interés por la Orden jamás desmentido -en 1931, la aparición de La trahison spirituelle de la Franc-Maçonnerie provocó la ruptura con Jean Marquès-Rivière-. La Masonería "fue fundada sobre la Fuerza", tal como ha recordado el guenoniano masón Denys Roman, y ni los grandes maestros, ni las obediencias, ni los engranajes administrativos ni los reglamentos constituyen una organización iniciática: "(...) La acción de los masones, e incluso de las organizaciones masónicas, en toda la medida en que está en desacuerdo con los principios iniciáticos, no podría en modo alguno ser atribuida a la Masonería como tal"[5].

¿Qué pensar de una regularidad únicamente "administrativa" (la demasiado célebre Logia P.2 no era finalmente "regular" más que desde este único punto de vista) o de "landmarks" "redactados día a día según las necesidades del momento, por un cuerpo administrativo completamente desprovisto de conocimientos y de valor sobre el terreno de la iniciación tradicional"[6]? La regularidad auténtica e iniciática había sido ya definida en un artículo de abril de 1910, aparecido con la firma de Palingénius en La Gnose, "La ortodoxia masónica", en estos términos: "(...) La verdadera regularidad reside esencialmente en la ortodoxia masónica; y esta ortodoxia consiste ante todo en seguir fielmente la Tradición, en conservar cuidadosamente los símbolos y las formas rituales que expresan a esta Tradición y que son como su vestidura, en rechazar toda innovación sospechosa de modernismo. Empleamos esta palabra a propósito, para designar la tendencia demasiado extendida que, en la Masonería como en todas partes, se caracteriza por el abuso de la crítica, por el rechazo del simbolismo, por la negación de todo lo que constituye la Ciencia esotérica y tradicional".

Algunos puntos de la argumentación de Renato del Ponte, que se muestra partidario de un "estudio histórico de la vía iniciática", no le restan persuasión. No se podría pensar en encontrar una tan enorme contradicción como la siguiente: "La Masonería operativa ya no existe" (p. 18), la filiación directa entre Masonería operativa y Masonería especulativa "queda por demostrar sobre el terreno histórico" (p. 19), pero "(...) indicios suficientes permiten pensar que han existido y existen aún en occidente centros iniciáticos, totalmente ignorados por Guénon, ni cristianos ni masónicos, que se remontan a la tradición hermética egipcia y helénica, así como círculos órfico-pitagóricos y otros que se vinculan con el centro, jamás desaparecido, de la tradición sacral romana. Es necesario además recordar a los amnésicos que la iniciación a los misterios mitraicos jamás se ha interrumpido y representa hoy en día una realidad viva" (p. 13). El lector, con seguridad, no dejará de sentirse completamente perdido, él, que pensaba que la herencia del Pitagorismo y del Orfismo había sido integrada en la Francmasonería... Dejando aparte la herencia de los Collegia Fabrorum, recogida en la Masonería, uno debería preguntarse cómo la existencia de "círculos iniciáticos" vinculados con el centro de la tradición sacral romana ha podido escapar a la atención de Guénon, que tenía bastantes corresponsales en Italia, a menos que no se trate aquí de arqueología o de interés por los "residuos psíquicos" de la Roma decadente...

Parece difícil, en relación con la transmisión iniciática, utilizar consideraciones exclusivamente históricas. Atenerse, en lo que concierne a la Francmasonería, a un solo punto de vista "racionalista" apenas permite aprehender su historia y su devenir. Así, Renato del Ponte escribe en una nota: "(...) es cierto que los altos grados son una pura y simple invención del siglo XVIII, destinada a la aristocracia francesa, cuya vanidad caballeresca debía ser halagada para servir a los objetivos de la Institución. Que algunos símbolos, divisas o costumbres sacados de la tradición de los Rosa-Cruces o de los Templarios hayan penetrado en la Francmasonería no prueba ciertamente relaciones o filiaciones directas (ningún historiador serio, evidentemente, presta fe hoy en día a la leyenda de los Templarios refugiados en Escocia tras la supresión de la Orden...). El propio Guénon expresaba algunas dudas acerca del carácter artificial de los altos grados y sobre su verdadero alcance iniciático en un artículo de 1910, "Les hauts grades maçonniques" (...)". Ahora bien, René Guénon jamás ha dudado de la realidad de la herencia templaria, apoyado en ello por los rituales. René Le Forestier, en La Franc-Maçonnerie templière et occultiste, cita a un autor alemán, W. Begemann, según el cual hubo Templarios en Escocia hasta 1563.

En cuanto a la cuestión de los altos grados, sigue siendo de las más singulares y la apreciación de Renato del Ponte, de orden "sociológico", nos parece al menos "reductora". Los altos grados se encuentran ya en los primeros años de la Masonería especulativa. Su substancia simbólica es de las más interesantes, tal como han demostrado un cierto número de autores, y no hace sino añadirse al carácter esotérico e iniciático de la Masonería. Palingénius, en su artículo de mayo de 1910 sobre "Los altos grados masónicos", evocaba de hecho su alcance iniciático potencial "si hubiera centros iniciáticos verdaderos, encargados de transmitir la ciencia esotérica y de conservar integralmente el depósito sagrado de la Tradición ortodoxa, una y universal".

El problema, sin duda, está lejos de ser marginal, puesto que en "Parole perdue et mots substitués", artículo aparecido en 1948 en los Études Traditionnelles, Guénon debía volver sobre los altos grados. En primer lugar descartaba los sistemas de grados numerosos, "que no reflejan manifiestamente sino las concepciones particulares de sus autores", y después distinguía dos casos: "por un lado, el de los grados que tienen una relación directa con la Masonería (...) y, por otro, el de los grados que pueden ser considerados como representando vestigios o recuerdos" -Guénon escribía en una nota: "incluimos aquí la palabra "recuerdos" para no tener que entrar en ninguna discusión sobre la filiación más o menos directa de estos grados, lo que acarrearía el riesgo de llevarnos demasiado lejos, sobre todo en lo concerniente a las organizaciones que se vinculan con diversas formas de iniciación caballeresca"- "incorporados en la Masonería, o en cierto modo "cristalizados" alrededor de ella, procedentes de otras antiguas organizaciones iniciáticas occidentales. La razón de ser de estos últimos grados, si no se los considera como no teniendo más que un interés simplemente "arqueológico" (lo que evidentemente sería una justificación totalmente insuficiente desde el punto de vista iniciático), es en suma la conservación de lo que aún puede haberse mantenido de las iniciaciones de las que se trata, de la única manera en que esto era posible después de su desaparición en tanto que formas independientes; habría ciertamente mucho que decir acerca del papel "conservador" de la Masonería y sobre la posibilidad que ofrece de suplir en cierta medida la ausencia de iniciaciones de otro orden en el actual mundo occidental".

Cuando Renato del Ponte afirma, entonces, no sin cierta condescendencia respecto a los "celosos continuadores" de Guénon, que es bueno señalar "dado que habitualmente se pasa por alto este detalle esencial, que la cualificación reclamada para la iniciación masónica se refiere a ciertos miembros de lo que se conoce como la "tercera casta" en las sociedades tradicionales y no tiene entonces nada que ver con las vías de realización propias al sacerdote y al guerrero" (p. 15), se ve con ello cuántas afirmaciones, que se quieren definitivas, deberían ser matizadas. Ocurre por otra parte lo mismo con las cuestiones de orden histórico, como la del papel de la Masonería en el desencadenamiento de la Revolución francesa, o la de las condenas pontificias.

A propósito de los símbolos masónicos, Renato del Ponte escribe que "(...) es innegable que se han extendido progresivamente, junto a los símbolos de los maestros constructores, antiguos y originales, otros numerosos símbolos que pertenecen a tradiciones absolutamente extrañas y mezcladas" (p. 19). ¿No es ésta justamente una función "providencial" de la Masonería, que ha recogido herencias preciosas y que por ello tiene ese papel "conservador" evocado por René Guénon?

La Orden masónica es "una forma de iniciación anterior al Cristianismo y que solamente ha sido integrada, "aceptada" por éste" [7]. Así, se reabsorbe en la Masonería, que no está ligada en modo alguno a un exoterismo particular, todo lo que ha habido de "iniciático" en Occidente; lo que indica, como ha demostrado Denys Roman, que tiene un papel por desempeñar para el fin del presente ciclo cósmico y que debe entonces, remontándose al origen de la humanidad, permanecer viva hasta el término de este último.

Notas:
[1] Cf. EA (Julius Evola), "Des limites de la "régularité" initiatique", en J. Evola, Ur y Krur. Introduction à la Magie, Krur 1929, Archè, Milán,1985.
[2] Une Loge révèle, Franc-Maçonnerie ou Initiation, Éditions du Rocher, Mónaco, 1985. Pierre Dangles, Loge sauveraine ou Loges esclaves, Éditions du Rocher, 1986.
[3] René Guénon, Aperçus sur l'initiation, Éditions Traditionnelles, París, 1977, p. 196.
[4] Charles-André Gilis, Introduction à l'enseignement et au mystère de René Guénon, Les Éditions de l'Oeuvre, París, 1986, p. 106.
[5]  René Guénon, reseña de Gherardo Maffei (Julius Evola), "Sui rapporti fra ebraismo e massoneria", en La Vita Italiana, XXV, nº 291, Roma, junio de 1937; publicada en Études Traditionnelles, septiembre de 1937. Esta reseña se reproduce en los Écrits..., pp. 109-110.
[6]  Marius Lepage, L'Ordre et les Obédiences. Histoire et Doctrine de la Franc-Maçonnerie, Dervy-Livres, París, 1978, p. 94
[7] Jean Reyor, citado por M. Lepage, op. cit., p. 135.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Picapadres, Francmasones y Alquimistas en Palma de Mallorca; por Juan de Velarde.

Portada de la obra.
La Editorial Librería Pardes acaba de publicar el segundo título de su colección El Hilo de Ariadna, un estudio desde el punto de vista tradicional de la arquitectura, patrimonio histórico-artístico y folclórico de la ciudad de Palma de Mallorca. A continuación transcribimos la descripción de la obra que nos proporciona la propia editorial.


Elegida para sus primeros viajes por el Archiduque Luis Salvador de Austria hace algo más de un siglo por lo que aún tenía de inexplorada, Mallorca es hoy por el contrario un destino turístico de primer orden y un lugar mundialmente conocido. Desde que el turismo se convirtió en el motor económico de la isla, se inauguró una desconocida etapa de cambios y  transformaciones que a un ritmo vertiginoso sacudió hasta los cimientos el modo de vida que habían mantenido los mallorquines, sin grandes rupturas, desde la Edad Media. 


   Al igual que otros lugares que se han convertido en destino de un turismo de masas, la Mallorca de hoy, y también Palma, su capital, transmiten una extraña sensación de pérdida de autenticidad, donde la belleza incuestionable del entorno y de sus lugares de interés se mezcla con cierto aire de frivolidad. Es como si entre suvenires y playas, restaurantes y yates de lujo, vacaciones, aviones que aterrizan, y diversiones nocturnas, a veces caracterizadas por su desenfreno, se configurase un decorado tras el cual no habría sitio para nada más.

Pero la verdad es que existió, y en algunas de sus expresiones hasta hace poco, una Mallorca muy diferente, en la que vivieron hombres que tenían un marco de referencia mental tradicional. Y entre esos hombres, algunos prestaron especial interés a los símbolos como expresión de una espiritualidad que anhelaba el conocimiento de las verdades más elevadas. En Palma se han conservado y existen todavía numerosos elementos que pertenecen a esa época, los cuales evocan una mentalidad premoderna y nos hablan de un mundo en el que no era desconocida la iniciación como el primer paso de una vida orientada, en términos platónicos, hacia “la salida de la caverna”. Un mundo que cultivó las artes tradicionales, como la arquitectura, y que pudo dar lugar a obras insuperables como la catedral de Palma o el castillo de Bellver, en las que toda la construcción estaba pensada y articulada en base de una significación superior. 

   Por las páginas de este libro desfilan también templarios y alquimistas, los antiguos masones operativos y la moderna Masonería especulativa, Sibilas, obispos y Reyes, pues en pocos lugares del mundo, todos ellos dejaron tras de sí símbolos tan numerosos y profundos como en Palma de Mallorca, por más que se trate de cosas que actualmente pasan casi completamente desapercibidas para todo el mundo.

Contra todos los estereotipos que subyacen a la industria del sol y la playa, y con las claves para interpretar los símbolos tradicionales presentes en la obra de Rene Guénon, ha llegado el momento de proponer un acercamiento adecuado a los símbolos más importantes presentes en la arquitectura, patrimonio histórico-artístico y el folklore de Palma de Mallorca, que permita poner en valor el extraordinario y verdaderamente excepcional patrimonio simbólico de Palma, dando así a conocer una nueva dimensión de esta ciudad, o mejor dicho, una dimensión olvidada, que como tendrá ocasión de comprobar el lector, se sitúa tan lejos como sea posible pensar, de la imagen de Mallorca que ha acabado por prevalecer.








domingo, 21 de septiembre de 2014

Emblema 49 (Centuria II); por Sebastián de Covarrubias




El varón justo, es como columna, o aguja de firmeza, en cuya cima está fijada una menguante luna, y el sol va dando vueltas por encima: poco teme los golpes de la fortuna, ningún adverso caso le lastima, las penas, sombras son de su menguante, ellas se mudan, y él está constante.

     Emblemas Morales, Centuria II, Emblema 49, Madrid, 1610.




jueves, 18 de septiembre de 2014

Todo tiene su tiempo. Eclesiastés capítulo III.

SOL LUCET OMNIBUS
STUDIUM MAGNUM TE FACIET
Todo tiene su tiempo, y todo lo que se quiere debajo del cielo tiene su hora.
2 Tiempo de nacer, y tiempo de morir; tiempo de plantar, y tiempo de arrancar lo plantado;
3 tiempo de matar, y tiempo de curar; tiempo de destruir, y tiempo de construir;
4 tiempo de llorar, y tiempo de reír; tiempo de duelo, y tiempo de bailar;
5 tiempo de tirar piedras, y tiempo de recogerlas; tiempo de abrazarse, y tiempo de separarse;
6 tiempo de buscar, y tiempo de perder; tiempo de guardar, y tiempo de tirar;
7 tiempo de rasgar, y tiempo de coser; tiempo de callar, y tiempo de hablar;
8 tiempo de amar, y tiempo de odiar; tiempo de guerra, y tiempo de paz.

9 ¿Qué provecho saca el que se afana de sus fatigas?
10 He observado la tarea que Dios impone a los hombres para que se ocupen de ella.
11 Todo lo hizo hermoso a su tiempo; e hizo reflexionar al hombre sobre la eternidad, pero el hombre no llegará a desentrañar totalmente la obra de Dios.

12 Y comprendí que la única felicidad del hombre consiste en alegrarse y disfrutar de la vida
13 ya que también es don de Dios que el hombre coma y beba, y goce el bien de su labor.
14 Sé que todo lo que Dios hace dura por siempre, sin que nada se pueda añadir o quitar. Así, Dios se hace respetar
15 Aquello que fue, ya es; y lo que ha de ser, fue ya; y Dios vuelve a traer lo que pasó.

Omnia tempus habent et suis spatiis transeunt universa sub caelo
2 tempus nascendi et tempus moriendi tempus plantandi et tempus evellendi quod plantatum est
3 tempus occidendi et tempus sanandi tempus destruendi et tempus aedificandi
4 tempus flendi et tempus ridendi tempus plangendi et tempus saltandi
5 tempus spargendi lapides et tempus colligendi tempus amplexandi et tempus longe fieri a conplexibus
6 tempus adquirendi et tempus perdendi tempus custodiendi et tempus abiciendi
7 tempus scindendi et tempus consuendi tempus tacendi et tempus loquendi
8 tempus dilectionis et tempus odii tempus belli et tempus pacis

9 quid habet amplius homo de labore suo
10 vidi adflictionem quam dedit Deus filiis hominum ut distendantur in ea
11 cuncta fecit bona in tempore suo et mundum tradidit disputationi eorum ut non inveniat homo opus quod operatus est Deus ab initio usque ad finem

12 et cognovi quod non esset melius nisi laetari et facere bene in vita sua
13 omnis enim homo qui comedit et bibit et videt bonum de labore suo hoc donum Dei est
14 didici quod omnia opera quae fecit Deus perseverent in perpetuum non possumus eis quicquam addere nec auferre quae fecit Deus ut timeatur
15 quod factum est ipsum permanet quae futura sunt iam fuerunt et Deus instaurat quod abiit