martes, 30 de diciembre de 2014

Sobre la Lectura de los Libros Sagrados; por Denys Roman

Capítulo VII de René Guénon y los Destinos de la Francmasonería.

Es bien evidente que, para una comprensión correcta del Cristianismo y también de la Masonería de los países cristianos, una interpretación rigurosamente tradicional de la Biblia, es absolutamente necesaria. Desgraciadamente, los comentadores modernos tienen una fastidiosa tendencia a hacer caso omiso de los trabajos de sus antecesores, para adoptar las vías individuales, que no se apoyan en más justificación, que la “fe” ciega en el “dios” Progreso.

Tales excesos no dejan de provocar reacciones muy raras. Así apareció, a principios de 1973, un libro, publicado por un autor de religión judía, que firmaba como “Emmanuel” [1].

Esta gruesa obra de 400 páginas, “dividida simbólicamente en 613 parágrafos” (para representar el número de obligaciones de la Ley mosaica), está destinado a los Judíos que practican su religión y, en consecuencia, leen las escrituras con piedad y amor. Pero eso no significa que los no-Judíos y, particularmente, los cristianos, no encuentren en esta lectura mucho que aprender.

El autor advierte desde el principio, que su Libro “debe más al midrash [2] que a la ciencia, más a la reflexión que la búsqueda”. Escribe: La ciencia llamada bíblica es de reciente creación. Comenzó con el Renacimiento, cuando algunos hombres de las naciones [es decir, los no-Judíos] aprendieron algo de hebreo... trabajaron mucho y entendieron poco, pues no recibían ayuda ni de la tradición, ni del amor desinteresado por la Escritura... Los biblistas, en cada generación, borraban todo cuanto les precedía y recomenzaban una exégesis inútil y decepcionante... Le daban vueltas al texto sin penetrarlo y profundizarlo nunca, y acudían a una débil ciencia que no podía darles sino lo que ellos aportaban previamente... Más tarde, en el siglo que fue llamado el de las Luces, la Biblia no era considerada más que como un monumento literario. Son los hombres los que la han compuesto, ha llegado a decirse”.

Esta “crítica de los textos” aplicada a la Biblia, de la que la ciencia alemana especialmente debía dar toda la medida de su arrogancia y de su incomprehensión, es el origen de la famosa teoría de las dos “fuentes” del Génesis; fuentes calificadas por los doctos de “jahvista” y de “elohista”. He aquí lo que piensa Emmanuel: (Retorciendo el relato del diluvio a la medida de su muy fecunda imaginación), “un biblista concluyó que dos escritores diferentes habían redactado el mismo relato, en épocas distantes una de la otra. Y que un tercero vino después para fundir las dos versiones en una sola”. Tal fantasía está basada sobre el hecho de que, en el relato en cuestión, la divinidad es designada, tanto por el nombre tetragramático (que se expresa en las traducciones modernas por Jehová o Yahvé) como por el nombre de Elohim... “Pero esta hipótesis de las dos fuentes, más ingeniosa que sólida, estaba destinada al fracaso”. Nuevas teorías fueron levantadas. “Su abundancia, sus divergencias, sus exageraciones y, algunas veces, su extravagancia, prueban mejor que las estériles controversias su fragilidad y, a menudo, su puerilidad... Estas especulaciones fueron llamadas, al principio, hipótesis y teorías, y, más adelante, descubrimientos y certezas [3]. Llenaron vidas enteras, durante las cuales los biblistas que se daban a estas demostraciones, pudieron abstenerse de meditar la Escritura... el conjunto de la construcción de los biblistas, peca por su base. [El error de ellos proviene de su] radical incomprehensión del uso de los nombres divinos”.

El autor sigue: “El biblismo es una rueda que gira sin detenerse sobre sí misma, arrasando a sus celadores en un movimiento circular que no tiene salida.” Pero “si esta búsqueda es estéril, no está cerca de tener un fin. Tal es el vínculo del hombre a lo que llama estudio desinteresado... Son protestantes quienes comenzaron estos trabajos... pero los católicos les siguieron el paso, sobre todo después del segundo concilio del Vaticano. La mayoría de ellos creen firmemente en la divinidad de Jesús de Nazareth, en su milagroso nacimiento y en su resurrección. Y, sin embargo estos mantenedores del milagro, rechazan al milagro más indudable -el mismo que creía Jesús: que los cinco Libros de Moisés, fueron dictados al príncipe de los profetas, por Dios, en el monte Sinaí..., tal como viene dicho por una tradición milenaria” (§ 208).

No nos extenderemos en la demolición implacable que hace Emmanuel de las principales fabulaciones presentadas por los biblistas como sensacionales e irrefutables descubrimientos. Vuelve a situar perfectamente las cosas en su punto. Sus afirmaciones, escribe, “no resisten la simple lectura y todavía menos el estudio del texto” (§114). Todos sus argumentos son “inconsistentes” (§115) Se siente que el autor está justamente indignado viendo a los peores profanos, queremos decir los mantenedores de la famosa “crítica histórica”, meter una mano temeraria en los pasajes más admirables del Libro Sagrado.

Numerosos pasajes de Emmanuel, han debido chocar a los cristianos que han leído su Libro. En efecto, el autor, situándose estrictamente bajo la óptica del Judaísmo, critica con fuerza la interpretación cristiana del Antiguo Testamento, y, especialmente, la noción del pecado original, sobre la que reposa toda la economía de la teología cristiana. Escuchémosle: “La idea del pecado original que, en la conciencia cristiana, está tan íntimamente ligada a la historia de Adán y Eva, no tiene ninguna resonancia en la filosofía religiosa de Israel. Es extraño destacar que el nombre del primer hombre está, por así decirlo, ausente en la Escritura”. Fuera del Génesis, el nombre de Adán, no aparece más que una vez en el Antiguo Testamento, en el 1º Libro de las Crónicas, en cabeza de la lista de Patriarcas. “En cuanto a la historia de Adán y Eva, ninguna otra alusión se hace ni en la Thorá, ni en los Profetas, ni en los Escritos, pues, para el judaísmo, no tiene ningún alcance religioso... Es en la literatura sapiencial post-bíblica, donde aparecen, por primera vez, algunas alusiones a Adán, por otra parte favorables al primer hombre. Jamás se trata la cuestión de su susodicho pecado. Más bien al contrario, en el Libro de Ben Sira, [4] por ejemplo, el conocimiento del bien y del mal, es presentado como un beneficio concedido para el hombre por Dios. Un interés religioso no será conferido a éste episodio más que por el Cristianismo naciente y, más especialmente, por la obra del Apóstol Pablo” (§ 136).

Es bien sabido que la religión judía no admite la concepción del pecado original. Pero la obra de Emmanuel es útil, en cuanto acentúa el hecho de que tal actitud puede reivindicar la autoridad de la “letra” del Antiguo Testamento tomado en su totalidad. Los cristianos no podrían desatender el peso de una argumentación así. No pueden escapar a ella más que afirmando, con sus propias Escrituras (el Nuevo Testamento), que la Biblia debe ser leída según su sentido “espiritual” (es decir, simbólico). Pero los “hijos de la Promesa”, sobre todo éstos que, como Emmanuel, se reclaman del Judaísmo estrictamente exotérico[5], podrán responder siempre: Habláis del oro. Y estaríamos prestos a daros la razón si, en esta Biblia dictada por Dios a nuestro pueblo y en nuestra lengua, en los Profetas inspirados, y en ese Isaías mismo que consideráis un quinto Evangelista, pudierais mostrarnos un solo versículo en el que el libertador de Israel, tan prometido y siempre esperado, venga presentado con relación al pecado de Adán. ¿Querríais hacernos admitir que la Palabra dispensada durante dos milenios por el Esposo de Israel a su Esposa tiernamente amada, encerraba una trampa, como la palabra engañosa consagrada por el Salmista, de flechas aceradas y de carbones que consumen” [6]?

A todo esto, los cristianos pueden responder: En efecto, si Adán y su mujer, en desobediencia al único mandato que Dios les había dado, han cumplido un acto lícito, ¿por qué, después de esta acción, se han cubierto de vestiduras, en lugar de permanecer desnudos como fueron creados? ¿Por qué se ocultaron al oír la voz del Señor, que se paseaba por el jardín del Edén, a la brisa de la tarde? ¿Por qué fueron condenados a muerte? ¿Por qué Dios declaró la tierra maldita y destinada a producir espinas y zarzas, de forma que el hombre no pudiera obtener su pan, más que con el sudor de su frente? ¿Por qué, sobre todo, la pareja original fue expulsada del jardín de las delicias, en cuya puerta se situaron los Querubines armados con la espada flamígera “para guardar el acceso al Árbol de la Vida”? Por otra parte, no es cierto que el Antiguo Testamento no haya nunca presentado al Mesías como destinado a reparar las catástrofes provocadas por la falta de Adán. Isaías, precisamente, en el cuadro que nos da de la era mesiánica, insiste sobre el hecho de que en estos tiempos felices, las mismas bestias feroces se habrán librado de su ferocidad. Y esto ¿no evocaría el estado de perfecta armonía, en el que Adán vivía con los animales y con todas las criaturas?

Hay entonces, como mínimo, dos maneras (la judía y la cristiana) de leer exotéricamente la historia de Adán. Emmanuel no ha querido hablar de la lectura judía esotérica, que es la de la Kábala. En cuanto a los cristianos, pensamos que nadie mejor que Guénon le ha proporcionado de las claves necesarias para la profunda comprensión de los misterios que abundan en la historia de nuestros primeros padres. Las relaciones entre los árboles del paraíso y las tres cruces del Gólgota, el simbolismo de la serpiente enrollada en espiral en torno al Árbol, el significado de los ojos que se abren después de la falta, la naturaleza de las túnicas de piel que sirvieron más delante de “límite” a la pareja desposeída del estado primordial, la necesidad de recurrir a una intervención “no humana” para reencontrar el “Paraíso perdido”, a todo esto Guénon, desde su primer artículo escrito a la edad de 23 años, había dado el sentido superior, y precisaba que sus equivalencias se encuentran en todas las tradiciones auténticas.

Estas visiones están, evidentemente, muy lejanas a las de Emmanuel, cuya obra contiene muchas indicaciones interesantes, y que hacen pasar de los dardos frecuentemente lanzados a otras tradiciones, sobre todo al Cristianismo, a la religión greco latina, al Hinduismo. El fervor del autor por el Libro de los libros, le ha inspirado acentos de incontestable grandeza. Citaremos, como ejemplo, el pasaje siguiente (§ 208):

“Para mí, Emmanuel, judío de corazón y de espíritu, la escritura no es únicamente la historia de mis ancestros, de la que tanto place a los extraños ocuparse sin cesar; es también y sobre todo, el pan de mi alma, el sentido de mi vida, la luz de mis ojos, el amor más puro de mi espíritu, el objeto de mi estudio constante y la música litúrgica que acompaña mi evolución hasta mi muerte. Esta ley de Dios, la transmitiré a mis hijos y a mis descendientes, como la he recibido de mis padres y de mis ancianos. Las investigaciones de los biblistas no quitan en nada mi vínculo y no quebrantan en nada mi certeza y mi fidelidad. No recortan jamás las mías, se extravían en una dirección que yo no he escogido y que no seguiré jamás; aunque se prosigan durante siglos no conseguirán cambiar una frase, una palabra, una letra de la inmutable palabra que contiene el universo y que da la única explicación coherente”.

Sería deseable que todas las “gentes del Libro”, testimoniaran a sus Escrituras respectivas, la misma confianza y la misma fidelidad.


Notas:
[1] Emmanuel. Para comentar el Génesis (Payot editor, Paris)
[2] Es decir, al comentario rabínico de la Escritura.
[3] Emmanuel menciona aquí un proceder frecuentemente utilizado por los adversarios de la Tradición. Podrían citarse muchos otros ejemplos recientes e, incluso, actuales Es una “técnica” cuyo “rendimiento” está asegurado.
[4] Se trata del Libro cuyo original no está en hebreo, que los católicos llaman  Eclesiástico.
[5] La obra de la que hablamos, se refiere (tal como lo hemos dicho al principio) exclusivamente al midrash, y no a la Kábala.
[6] Hemos resumido muy libremente la argumentación del autor, esparcida en varios capítulos de su obra.

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