viernes, 28 de agosto de 2015

El Templo de Salomón y el Nombre; por Raimon Arola

Capítulo V de Simbolismo del Templo. Una alegoría de la creación. Ed. Obelisco, Barcelona, 2001.


El sabio rey Salomón le dijo a Hiram, rey de Tiro:

«Tú sabes que mi padre David no pudo edificar una Casa al Nombre de IHVH su Dios, a causa de las guerras en que sus enemigos le cercaron, hasta que IHVH los puso bajo las plantas de sus pies. Ahora IHVH mi Dios me ha concedido paz por todos los lados; no hay adversario ni maldad. Ahora me he propuesto edificar una Casa al Nombre de IHVH mi Dios según lo que IHVH dijo a David mi padre: “El hijo tuyo que yo colocaré en tu lugar sobre el trono edificará una Casa en mi Nombre» (I Reyes, V, 17-19).

El templo de Salomón está en Jerusalén, palabra que, etimológicamente, significa «fundación de paz», cuando el pueblo de Israel consigue la paz en su alrededor, el Señor (IHVH) se instala en el centro de su tierra, en Jerusalén; como está dicho: «pues de Sión saldrá la Torah y la palabra de IHVH de Jerusalén» (Is. XI, 3), y también: «En Jerusalén pondré mi Nombre» (II Reyes, XXI, 5). Toda la exégesis hebraica está basada en el Nombre del Señor; esta misma idea la encontramos en un comentario de E. H.:

«Los Antiguos enseñaron que, por la transgresión de nuestros primeros padres, el Nombre Divino fue partido en dos. Las dos primeras letras se separaron de las dos últimas. Desde entonces, estas dos partes que están vivas se buscan eternamente, errando por los mundos. La obra de la cábala es reunirlas, también se la denomina marial o mesiánica. Las dos primeras letras IH forman la palabra Ia. Está en el cielo donde sueña eternamente, siempre insatisfecha. En hebreo son la iod y la he. Las dos últimas letras son V y H. Se pronuncian Hu, lo que significa en hebreo “Él”. Están en este mundo de exilio con el hombre que posee el sentido y la palabra, pero extraviados y reducidos a la dimensión de exilio. Las dos primeras son un ser afeado por la concupiscencia de lo sensible en exilio. Tales son el cielo y la tierra que debemos reunir para formar el reino, los cristianos dicen en sus plegarias: “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo…” para no hacer de ellos más que una única cosa. Por esta razón encontramos en Deuteronomio (VI, 4): “Escucha, Israel, IHVH nuestro Dios, IHVH es uno”. Esto no significa que esté solo, sino que viene a ser como si dijera: deja a los demás pueblos venerar a un Dios inaccesible en el cielo o posternarse ante un ídolo terrestre impotente. Tu Dios, el tuyo, Israel, es la unión del cielo y la tierra, por ello es uno, porque está reunificado». [1]

Explican los sabios antiguos que la separación en dos partes del Nombre de Dios, se produjo al destuirse el Templo de Jerusalén; cuando el templo existía, el Nombre de Dios, IHVH, era pronunciado una vez al año por el Sumo Sacerdote en el sanctasantorum del templo; al destruirse el templo, el Nombre no se puede pronunciar, ya que para ello necesita el lugar apropiado donde se unen el cielo y la tierra. En el exilio, el Nombre se puede describir, pero no decir, pero no decir, por esto los hebreos leen el Tetragrama, IHVH, como Adonai (que significa «Mi Señor») o como Hashem (que significa «el Nombre»). Así pues, para poder reunificar las dos partes del Nombre necesitamos encontrar el templo, el lugar donde unir el cielo y la tierra.

El templo es la envoltura del Nombre, como se puede ver claramente en las mezquitas, donde sólo hay, en dirección a la Meca, el Corán y las cuatro letras del nombre de Allah; aquello que contiene el templo, su simbolismo, es estrictamente, la presencia del Nombre. Por el conocimiento del Nombre no s ligamos con la perpetua creación de Dios, y esto quiere decir que el Nombre puede reconstruir el templo primero y arquetípico, que su sonido engendra el orden perfecto y sincrónico. Volveremos en más de una ocasión sobre este Nombre. Veamos a este respecto un resumen que hace J. Peradejordi en el prólogo de la edición española de Las enseñanzas de Jesucristo a sus discípulos, dice así:

«En el esoterismo musulmán aparecen infinidad de alusiones al Nombre de Dios. Uno de los más famosos dichos o tradiciones del Profeta dice que “Dios tiene 99 nombres, 100 menos 1; aquel que los conozca entrará en el Paraíso. Estos 99 nombres están escritos, diseminados a lo largo del Corán, pero existe un centeavo nombre, el Nombre de Dios, que otorga a aquel que lo conoce la omnipontencia, y éste no está escrito…” Recordemos también aquí la parábola evangélica de las 99 ovejas que el pastor deja para ir a buscar la centeava (Mt. XVIII, 11 y ss.). Este nombre, esta palabra, este verbo, parece ser el gran secreto que se transmitían los iniciados de boca a oreja, se trataría también de una “cosa” (en hebreo la palabra dabar significa tanto palabra como cosa) que se transmitían los kabalistas de mano a mano y que no aparece en los libros, aunque éstos, se sobreentiende, no hablan más que de ella. Como nos demuestran los ejemplos que siguen: “De todo lo que hay escrito en mis libros, anda hay como esta palabra” y “No descubráis esta cosa a aquellos que no podrían soportarla o guardarla”.» [2]


Notas:
[1] «Introducción al Riquete del Copete según el sentido cabalístico» en La Puerta, num. 13, 1983, pp. 28-29.
[2] Ed. 7 ½, Barcelona 1980, p. 13

sábado, 15 de agosto de 2015

Templum y Tempus; por Raimon Arola

Capítulo IV de Simbolismo del Templo. Una alegoría de la creación. Ed. Obelisco, Barcelona, 2001.


Con el árbol de la ciencia del bien y del mal,
en el que pecó el primer hombre,
creó Dios el tiempo.[1]

Pico de la Mirandola

La etimología de la palabra templum se fue ampliando, en un proceso natural, de la significación de un espacio dividido de una determinada manera, a la de tempus, tiempo, al relacionarse una determinada zona del cielo (por ejemplo: oriente) con una determinada hora del día (por ejemplo: la mañana); de esta identificación se pasó a la concepción general del tiempo. El tiempo y el templo tienen una misma raíz epistemológica. No nos puede extrañar después de haber comprendido la dualidad como la consecuencia del concepto fundamental del templo; esta dualidad se alarga a los ciclos temporales: día-noche, invierno-verano, etc.

Cualquier cosa divisible en partes, que es graduable, medible, o regulable, convive con el sentido etimológico de la palabra templum como lo que es demarcable, lo cortado. A la vez que con esta palabra entendemos un edificio espléndido y ornamentado, hemos de entender también un tiempo, una temperatura, una templanza, etc. A propósito de la templanza, R. Llull escribe: «Templanza es frenar queriendo estar entre dos extremidades contrarias a la cantidad, o si tu hijo, quieres templanza, te conviene multiplicar lo menor y minvar (reducir) lo mayor». [2]

No podemos dejar de mencionar aquí la carta del Tarot número catorce que se llama, justamente, la Templanza; representa a una mujer alada que está vertiendo agua de un ánfora o jarra azul a otra roja; J. Peradejordi explica brevemente su simbolismo:

«Dado el color de las ánforas, parece como si el ángel de la Templanza estuviera vertiendo la quintaesencia celeste en el recipiente terrestre. Que se trata de una quitaesencia, nos lo indica la flor de cinco pétalos que la mujer lleva sobre la cabeza. La jarra azul se encuentra más arriba que la roja, quizá para indicarnos que la gracia o misericordia ha de superar el rigor o la ira para que exista el equilibrio. En este caso la dulzura de la gracia está templando y dulcificando el rigor. Espiritualmente, éste parece ser el resultado de la contemplación que, en su etimología –que es la misma que la palabra templanza— indica, se realiza en el interior, en el secreto del templo» [3].

En una reflexión del Timeo de Platón, vemos cómo el Templo de Dios se organiza tanto en el espacio como en el tiempo:

«Lo que en realidad era eterno era la sustancia del Viviente modelo, y era imposible adaptar enteramente esta eternidad a un mundo generado. Por esta razón su autor (Zeus) se propuso hacer una imitación móvil de la eternidad y, mientras organizaba el cielo (el universo), hizo, a semejanza de la eternidad inmóvil y una, esta imagen semieterna que progresa según la ley de los números: eso mismo que nosotros llamamos tiempo.» [4]

Platón explica a continuación cómo a partir del movimiento de los astros se condensa el orden del cielo en la tierra, de manera que la realidad es como una armonía (templanza) entre las tensiones opuestas: esta armonía es el logos, la sofía, el orden perfecto y sincrónico hecho según los movimientos del cielo. Es lo que podemos entender por la «Ciencia de Dios».

Numerosas pinturas medievales representan a Dios con un compás dibujando un mundo; es el Gran Arquitecto que da forma a su creación, la forma de su Sabiduría, haciéndola a su imagen y semejanza. Es el Dios creador que dibuja el Adán, el Jardín del Edén, las palabras que están escritas en su Ley, la Torah, que dibuja el Templo de Salomón; ya lo hemos visto anteriormente, no hay una diferencia de contenido en estas imágenes simbólicas de la creación; el logos divino se coagula en ellas, de manera que éstas forman su creación perfecta y espléndida. Pero un día el hombre peca, el Jardín se pierde, las palabras de la Ley no se entienden y el Templo de Salomón es destruido por los extranjeros. El orden perfecto y sincrónico del Gran Arquitecto del Universo se vuelve diacrónico, la perfección pierde el punto templado de equilibrio y se pierde la armonía en la mezcla de los contrarios.

Al reflexionar sobre el templo interior, no podemos sino partir del templo destruido, de la vida en el exilio; sin duda, sería interesante hablar y recopilar datos del sentido y la forma que debía tener el santo Templo de Salomón, buscarlo arqueológicamente, pero sería una tentativa inútil. Si queremos conocer el Templo de Salomón, lo hemos de reconstruir; tenemos que entender que esto es posible, que aquello está destruido y caído coexiste con aquello que es perfecto y sincrónico; el Templo de Salomón, el Adán glorioso, están, desde la caída, dormidos y escondidos, pero no han desaparecido, no han dejado de ser. El problema consiste en reencontrar la realidad escondida por la mala formación y no buscarla en el pasado como una cosa que ya no es. Como escribe R. Guénon:

«Dios, por el hecho mismo de que no está en el tiempo crea el mundo “ahora” igual que lo ha creado y lo creará; el acto creador es realmente intemporal, y somos nosotros, únicamente, los que lo situamos enuna época referida al pasado, o los que nos representamos, ilusoriamente, con el aspecto de una sucesión de hechos, lo que es esencialmente simultáneo en la realidad principal. En el tiempo, todas las cosas se desplazan incesantemente, aparecen, cambian y desaparecen; en la eternidad, por el contrario, todas las cosas permanecen en un estado de inmutabilidad; la diferencia que hay entre uno y otra es propiamente la del “devenir” y el “ser”». [5]

O dicho de otro modo con las palabras del Maestro Eckhart:

«Dios crea el mundo entero ahora, en este instante. Todo cuanto Dios creo hace seis mil años y más, cuando creó el mundo, lo crea instantáneamente ahora… donde el tiempo no entró nunca y donde nunca se vio forma alguna… Hablar del mundo como si fuera creado por Dios ayer o mañana sería para nosotros una locura; Él crea el mundo y todas las cosas en este Ahora presente». [6]

Pensar que el Templo de Salomón, el Paraíso, o el Adán fueron creados en una época y que ahora no son, que podemos hablar de los arquetipos como si fueran pasado, simbólicamente es una locura o una estupidez; buscar el Templo de Salomón entre los residuos de piedra significa no entender de qué templo se está hablando. El templo de Salomón es el templo perfecto y sincrónico que dibuja Dios al crear el mundo, es su acto puro para configurar su morada. Este acto no está en la historia, en la cronología; este acto, esta división-temporalización de su Unidad escondida, se da ahora, en este instante, pero no lo sabemos ver, ya que percibimos sólo con los ojos externos y, de esta manera, es imposible «ver» el Templo de Salomón, y una ridícula pretensión querer hablar de los contenidos simbólicos del templo.

También es cierto que esta visión no depende de nosotros, por lo que sólo podemos citar a aquellos que han visto el templo en vida; hemos apuntado, no obstante, esta reflexión, la hemos hecho en voz alta, porque a partir de ella podemos hablar del templo de Salomón como de una cosa viva, no buscándolo arqueológicamente sino entendiéndolo, fundamentalmente, como el templo interior. El templo de Salomón es el único objeto de nuestro deseo, algo que está por venir y que esperamos ansiosos, la posibilidad de acercarnos al reino de los arquetipos eternos y salir, de una vez por todas, de este mundo perdido. Evidentemente, nos encontramos, más cerca de la magia que de la ciencia; intentamos invocar algo, lo intentaremos con todas nuestras fuerzas, para que la gracia que está arriba baje, y se desvele ante nuestros ojos.

Quizás el primer aspecto del templo del que deberíamos hablar es el templo-fortaleza o muralla que nos protege de las fuerzas del mal que continuamente nos tientan para poder fijar su espíritu errante en nosotros. Este templo-fortaleza, que nos resguarda de las cosas de este mundo y nos dirige hacia las cosas del mundo por venir es como el círculo que los magos trazaban a su alrededor que impedía la entrada a los seres de la muerte, esto es, seres que buscaban el desorden y la disolución. Dentro de este círculo que tiene escrito el sincronismo universal, está el lugar esperado, en que el cielo se puede unir con la tierra, y la tierra con el cielo. Dentro de este círculo está situado el Templo de Salomón.

Notas:
[1] Conclusiones mágicas y cabalísticas, (XLVII, 5), Ed. Obelisco, Barcelona, 1982, p. 51.
[2] Doctrina Pueril, Ed. Barcino, Barcelona, 1972, p. 139.
[3] El libro de Toth, Ed. Obelisco, Barcelona, 1981, p. 59.
[4] Timeo, 37-d, Ed. Aguilar, Buenos Aires, 1981, p. 106.
[5] Citado por A. K. Coomaraswamy en El tiempo y la eternidad, Ed. Taurus, Madrid, 1980, pp. 8-9.

[6] Ibid. p. 115.