Catedral de León |
En la tercera misa de Navidad, mientras sube el
sol sobre el horizonte iluminando toda la tierra, Jesús, verdadero Sol de
Justicia que se da a conocer al mundo, Dios hecho Hombre, se lee: “En el
principio era el Verbo y el Verbo estaba junto a Dios y el Verbo era Dios.
Todas las cosas fueron hechas por Él; y nada de lo que fue hecho se hizo sin
Él. En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres. […]”
Una de las glorias de la
catedral de Occidente es la vidriera, que es una abertura al cielo, la
transparencia del vidrio al que atraviesa la luz como imagen real de la pureza
de María; el rosetón por su lado es un símbolo centelleante del universo
metafísico, de las reverberaciones cósmicas del Sí divino. La magia de los
colores en el interior junto a los prismas de roca de sus agujas en el exterior
nos revelan el secreto de todos los encantos y encantamientos de la catedral
gótica; sus vidrios y sus piedras tienen un alma gracias a la alquimia de la
luz. La arquitectura participa del movimiento cósmico, a través del Fiat Lux de
la Creación, reproducido en el poema de su geometría al evocar esta danza de
las bodas entre el Cielo y la Tierra, lo divino y lo humano: la danza de las
columnas vestidas de luz, la de las cúpulas que giran como esferas celestes en
las fuentes de la aurora, la de las bóvedas de la gran nave que surca las aguas
en el océano del Cielo… siguiendo los ritmos fundamentales del Universo.
Aquí encontramos
resumido en esta belleza los más hermosos descubrimientos de la ciencia medieval.
La sabiduría física y la ciencia recogida a través de la Escuela de Traductores
de Toledo procedente de la antigua Grecia, y de las lejanas Persia, India y
China, a través de aquella, y transmitida y acrecentada por los sabios de
Arabia, hebreos y musulmanes, en la que el rey Alfonso X se inspirará para
escribir su lapidario, o el franciscano Roger Bacon para elaborar el método
experimental mediante el estudio en lengua árabe de los tratados sobre la
reflexión de la luz y las lentes de Alhacén, o el estudio sobre el arco iris y
la aurora de su maestro Pedro de Maricourt, y que le sirve internamente como
paso a la contemplación y externamente como modo de conocimiento de la realidad
natural.
Toda esta ciencia estalla en la belleza de las
calculadas irisaciones de la luz penetrando a través de las vidrieras,
incidiendo sobre los encajes geométricos de la traza, y derramándose hasta
nosotros al tiempo de elevar ardorosamente nuestra alma en sus más osados
vértigos y acordes flamígeros. El artista –en realidad el artesano anónimo— que
esculpía así la luz, no era solamente un físico o un virtuoso, era ante todo un
sabio que oraba con su labor, y al que la Escrituras le recordaban que Dios es
la Luz del Mundo.
Toda cosa se hace real
por su participación en la luz que la rescata de las tinieblas. Al igual que en
la Encarnación del Verbo donde se corporeiza el Espíritu y se espiritualiza el
Cuerpo, el arte tradicional disuelve el cuerpo sólido del templo en luz
vibrante, fijando al tiempo la luz en precioso cristal inmóvil, reflejo
alquímico de la precisa y ágil filigrana de la piedra.
‘Ego sum Lux Mundi’: para el hombre tradicional
Dios es fuente de toda luz. Jamás estuvieron tan estrechamente unidos la
ciencia, el arte y la Fe; porque aquí el arte no copia de lo visible, vuelve
visible lo invisible, tiene por misión hacer sensible en cada cosa la Presencia
y la actividad creadora de Dios, de la que cada realidad y cada acontecimiento
no son más que un signo.
Gran cantidad de teorías
han presentado el Universo como una perpetua lucha entre luz y obscuridad. Al
margen de las implicaciones metafísicas de estas teorías, es imposible concebir
un mundo privado de luz; porque la luz da su razón de ser a las principales
cuestiones de la física; sin luz apenas nada es posible.
Las últimas concepciones
físicas explican la inseparable relación entre materia, espacio, tiempo,
velocidad y luz. Los límites de la materia parecen ser los límites de la luz.
Hoy, cuando todo el mundo depende de esa luz domesticada que nos proporcionó
Edison, apenas nadie conoce la biografía de un hombre que hizo de la luz su
principal campo de investigación; se trata del obispo de Lincoln, uno de los
fundadores de la Escuela de Oxford y pionero en el estudio de la teoría de la
luz, el inglés Roberto Grosseteste (1175-1253).
Roberto Grosseteste aunó
en sus esfuerzos en la investigación de la naturaleza de la luz la teología y
la ciencia, tanto matemática como experimental, con la belleza propia de un
artesano del espíritu, pareja sin duda al artesano manual que levantaba esa
obra fruto de la luz, espiritual y física: la catedral gótica. Recogió en sus
estudios los tratados de Aristóteles y el Pseudodionisio, considerado discípulo
de san Pablo quien dice “Todo lo manifestado es luz” (Ef. 5,13), en donde reunió
en armonía tanto la teoría de la iluminación del neoplatonismo, y el comentario
de san Agustín al fiat lux del
Génesis, como el empirismo y el racionalismo aristotélicos. Impuso a la
explicación de los fenómenos de la naturaleza los primeros modelos matemáticos,
influyendo en el empirismo de su discípulo Roger Bacon, y aprovecho los
estudios de san Isidoro, Avicebrón y Avicena, llegando a una teoría de la luz
que entendía a ésta por un lado como realidad substancial, y por tanto como
cuerpo, y por otro como una simple cualidad accidental que, susceptible de dar
forma al medio transparente, no podía sustituir su propia corporeidad: la luz
es tanto substancia corporal muy sutil cuanto cualidad accidental que emana de
la luz substancial. ¿No cabría aquí evocar la alternativa corpúsculo-onda de la
moderna teoría física de la luz?
Sin duda alguna hay que
relacionar a Grosseteste en su estudio y ambición por dar un sentido matemático
a la vez que espiritual a su cosmología, con la revolución arquitectónica del
s. XIII que captaba la luz por la vidriera, abriendo los muros del templo e
intuyendo la teofanía del cosmos tanto como deseaba y anheló el abad Suger. La
luz como principio físico y espiritual.
Metafísica, cosmología,
física, geometría, arquitectura, traza y alquimia: en el pensamiento de
Grosseteste confluyen influencias platónicas y neoplatónicas junto con el
conocimiento de los comentaristas árabes a una extensa parte de la obra de
Aristóteles, pese a todo, es dudoso que sólo esta mera erudición engendrara
directamente su concepción metafísica de lo luminoso. Según ésta la única
realidad creada después de la creación de la materia sin forma fue la luz,
considerada como fuente de todas las cosas así como de sus formas; siendo pues
la luz la forma más sutil de todas, algo casi incorpóreo, dentro del orden de
lo creado, se engendra perpetuamente a sí misma, propagándose instantáneamente
en forma esférica. La luz es principio unificante y a la vez principio de
actividad. La actividad se produce por medio de la formación del ámbito
espacial que solo la luz es capaz de engendrar, siendo como es, en último
término, una esfera luminosa que extiende su materia en todas direcciones. El
último límite de la extensión es el firmamento o “cuerpo primero perfecto en la
extremidad de la esfera”. De este modo la luz se convierte en la “primera forma
corpórea”. Ahora bien, este modo de producción del universo requiere ser
entendido por medio de la geometría; la philosophia
naturalis será a la vez una philosophia
mathematica. Pues siendo, en verdad, un “campo” que llena y sostiene todo
lo real, las propiedades de la luz y del espacio podrán ser medidas mediante
líneas y figuras.
Sin embargo esta luz no
es sólo algo que tiene propiedades geométricas; en el orden del conocimiento la
luz es considerada como una claridad espiritual que permite el acceso a lo
inteligible. Y en el orden de lo divino se puede decir inclusive, como en I
Juan I,1 que “Dios es luz”, luz que ilumina al entendimiento y que constituye
la fuente de la verdad.
Arte tradicional…
Ciencia tradicional.
Hoy sólo existe la
ciencia a secas, se dispone más o menos de ella, se depende más o menos de
ella.
Por supuesto la ciencia
tradicional medieval ha contribuido a la creación de la ciencia moderna
experimental desde finales de la Edad Media, a través del Renacimiento, y
finalmente en la Revoluciones Científicas. Pero hay profundas diferencias entre
la ciencia tradicional y la moderna:
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La ciencia moderna,
considera al mundo material como un orden de cosas independiente, desligado y
deslindado –sin límites- de cualquier otro nivel superior del ser y que es
estudiado completamente por separado. La ciencia tradicional por el contrario
mantiene siempre presente la dimensión superior dentro de la cual el universo
material se une en sentido profundo e interior con el mundo del espíritu y en
definitiva con Dios.
Las dos ciencias,
moderna y tradicional, estudian los mismos fenómenos de la naturaleza, pero la
ciencia tradicional siempre ve estos fenómenos con relación a la Voluntad de
Dios, a su porqué. Las dos estudian la salida del sol, pero para el creyente el
sol sale porque Dios lo quiere. Por lo tanto el estudio de los movimientos de
los cuerpos celestes en el universo remite siempre al pensamiento de Dios y su
Sabiduría.
Desde el punto de vista
del sujeto que estudia, que es el instrumento del saber, la ciencia moderna se
basa en el uso exclusivo de la razón que analiza los datos que proporcionan los
sentidos físicos, mezcla de racionalismo y empirismo, esto es lo que da origen
a la ciencia moderna. En cambio la ciencia tradicional cuando hace uso de los
sentidos y la razón, los integra dentro de la jerarquía total del conocimiento
que incluye además a la Revelación: el Intelecto es el principio motor de la
razón, el que la capacita para analizar los datos de los sentidos sin separar a
éstos de los órdenes superiores de la realidad.
Por la tanto la ciencia
tradicional se basa esencialmente en la búsqueda de la unidad y la relación de
todas las cosas con Dios. Mientras que la ciencia moderna busca conocer las
cosas de manera independiente al Creador, en su multiplicidad indefinida,
frecuentemente buscando un uso práctico, industrial-productivo, económico
exclusivamente.
La ciencia moderna no es
ya una ciencia, como la tradicional, dedicada a la contemplación y al
conocimiento de Dios, a través del conocimiento del cosmos y del hombre, al
conocimiento de las causas últimas, de los verdaderos porqués de las cosas,
cuando todo trabajo, toda práctica, toda labor era al mismo tiempo oración,
contemplación, theoria: poesis [dar a luz]. Es una ciencia que, abandonando la
dimensión contemplativa-iluminativa del eje vertical hermenéutico y jerárquico,
según nos enseña el simbolismo de la Cruz, se basa únicamente en las cadenas
indefinidas del eje horizontal causa-efecto de los fenómenos producidos por las
leyes físicas, iguales y por ello insignificantes, meramente empíricos y
estadísticos, que nunca atienden a sus verdaderas causas, a su razón de ser, y
que por ello nunca impedirían así la locura de una búsqueda sin fin y sin
objeto, y de una duda perpetua; sin acotar los límites marcados y resueltos por
la misma transcendencia se entierra al hombre cada vez más profundamente en la
materialidad bestial y el sin sentido de una causalidad indefinida, de la
relatividad aparente. De igual forma a como el concepto de límite matemático
resuelve la sucesión indefinida del número de lados en el conjunto de los
polígonos regulares, en la circunferencia perfecta, o donde se pasa de lo
indefinidamente múltiple y finito a lo uno primordial e infinito: el Ser de
Dios: la simplicidad de la Verdad en sus infinitas posibilidades, el Intelecto
y la Revelación desembarazan a la razón de su círculo de lógica viciosa. Porque
sólo desde la conciencia de nuestro límite, de nuestra pobreza y nada frente a
Dios, podemos dar el salto y escapar al límite de la fatalidad y de la muerte
aspirando a gozar de la grandeza y Alegría de la Resurrección que nuestro
corazón espera.
“Bienaventurado aquel
quien la Verdad por sí misma enseña, no por figuras y voces que se pasan, sino
así como es. […] Aquel a quien habla el Verbo de muchas opiniones se
desembaraza. De este Verbo salen todas las cosas, y todas predican este Uno, y
este es el Principio que nos habla (Jn, 8, 25) […] Aquel a quien todas las
cosas le fueren uno, y las trajere a uno, y las viere en uno, podrá ser estable
y firme de corazón y permanecer pacífico en Dios. […] Callen todos los
doctores; callen las criaturas en tu presencia; háblame tú sólo.” Son las
palabras que escribió el venerable Tomás de Kempis en la Imitación de Cristo I,
3 y que nos recuerda Elimire Zolla, al enseñarnos que la Tradición con
mayúsculas, en cualquier obra humana, es siempre la transmisión de la intuición
del ser perfectísimo en el recuerdo mismo de una medida intemporal de las cosas temporales.
Como escribe Juan Pablo
II en la conclusión de su encíclica ‘Fides et Ratio’: «La búsqueda de la
verdad, incluso cuando atañe a una realidad limitada del mundo o del hombre, no
termina nunca, remite siempre a algo que está por encima del objeto inmediato
de los estudios, a los interrogantes que abren el acceso al Misterio. […] Solo
la opción de insertarse en la verdad, al amparo de la Sabiduría y en coherencia
con ella, será determinante para su realización. Solamente en este horizonte de
la verdad comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor
y al conocimiento de Dios como realización de sí mismo. […] Al igual que María,
en el consentimiento dado al anuncio de Gabriel, nada perdió su verdadera
humanidad y libertad, así el pensamiento filosófico, cuando acoge el
requerimiento que procede de la verdad del Evangelio, nada pierde de su
autonomía, sino que siente como su búsqueda es impulsada hacia su más alta
realización. Esta verdad la habían comprendido muy bien los santos monjes de la
antigüedad cristiana, cuando llamaban a María “la mesa intelectual de la fe”.
En ella veían la imagen coherente de la
auténtica filosofía y estaban convencidos de que debían ‘philosophari’ en
María.
Que el Trono de la
Sabiduría sea puerto seguro para quienes hacen de su vida la búsqueda de la
sabiduría. Que el camino hacia ella, último y auténtico fin de todo verdadero
saber, se vea libre de cualquier obstáculo por la intercesión de Aquella que,
engendrando la Verdad y conservándola en su corazón, la ha compartido con toda
la humanidad para siempre».
María Inmaculada, Trono
de la Sabiduría, Corazón profundo de la Naturaleza,
La ciencia moderna,
desgajada de la Tradición –del arte y del corazón profundo de la naturaleza-,
existe tan sólo en función de sus producciones tecnológicas y de sus ingenios
en aras del progreso material ilimitado y la explotación de hombre y su medio
ambiente, sirviendo vilmente en su pacto de vasallaje a la desatada industria,
y esta a la todo poderosa economía, a la ley del mercado: a mercaderes,
especuladores y trabajadores de alma vampirizada, a un monstruo que se devora a
sí mismo mientras goza engordando y envuelve hipnóticamente en su frenética danza
de los locos a cada vez más partes de la globalizada Humanidad.
Con ese ímpetu que hoy
algunos definirían como revolución cultural, el Cristianismo aportó al Imperio
Romano que se desintegraba y a las civilizaciones que morían el alma de una
nueva vida colectiva, dio a los hombres y a sus sociedades sus dimensiones
específicamente humanas y divinas, el sentido de la transcendencia y el de la
comunidad. A partir de esta Fe fuerte surgió el fermento de las ciencias y de
las artes, de la sabiduría y de las leyes.
Comunidad -Iglesia-,
fundada sobre una afirmación común de la transcendencia de Dios y de la
Encarnación salvadora y liberadora de su Verbo a través de María Santísima, y
en consecuencia en una comunidad abierta al ser, universal –esto es católica-
en su raíz, en la que sólo Dios posee y sólo Dios ordena: Transcendencia y
comunidad.
Transcendencia y
comunidad: ¿no es esta la contribución que la Tradición cristiana, puede
aportar hoy día para lograr un porvenir de rostro humano en la que la eliminación
de lo transcendente y la destrucción de la comunidad a manos del
individualismo, el rostro siniestro del Estado y las Revoluciones modernas han
hecho un mundo invivible? Es por esto, por lo que el Cristianismo y su
Tradición habitan, hoy más que nunca, en nuestro porvenir más que en nuestro
pasado.
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