La ayuda espontánea de la población no representaba sino la parte más pequeña del trabajo necesario para la edificación de una catedral como la de Chartres. Para realizar la proeza de llevar a término esta construcción en aproximadamente cuarenta años (las obras empezaron en 1194 y las bóvedas fueron determinadas ya en 1220), hubo que reunir un verdadero ejército de obreros cualificados: canteros, albañiles, carpinteros, vidrieros y techadores, sin contar los carreteros (indispensables al lado de los voluntarios que transportaban las piedras en bruto desde las canteras de Berchères, la arena y la cal para el mortero y los troncos para el mortero y los troncos para los armazones); y, por último, los carpinteros de carros y los herreros, encargados de la reparación de los útiles.
Por lo que sabemos de los obreros constructores de finales de la Edad Media, podemos suponer que los que trabajaban a principios del siglo XIII ya estaban constituidos en corporaciones, que guardaban secretos del oficio y tenían una jurisdicción propia en materias profesionales.
El obispo o el capítulo de la catedral encargaban las obras a los maestros de obras y a los contratistas. Un miembro del capítulo pagaba los salarios con los fondos de la caja alimentada por las donaciones y las limosnas. Un solo maestro de obras era responsable del conjunto de la obra; él establecía los planos siguiendo las directrices generales de sus comanditarios, realizaba una maqueta y, después de la aprobación de ésta por el capítulo, dibuja las diferentes partes del edificio, instalando una cabaña construida especialmente a este efecto. Siguiendo sus instrucciones y bajo su supervisión, los canteros labraban los sillares antes de que los albañiles los ensamblaran. Unas señales indicaban el lugar y la secuencia de los sillares, y unas marcas hechas con el cincel designaban al artesano responsable de tal o cual piedra de la iglesia. No existía ninguna diferencia fundamental entre el cantero y el escultor; incluso el maestro de obras principal, cuando era aprendiz, había cortado piedras en forma cúbica, en cuña, en imposta o en clave de bóveda, antes de elevarse en la jerarquía artística gracias a su experiencia y a sus dotes particulares. Sabemos, por los cuadernos de esbozos del arquitecto picardo contemporáneo Villard de Honnecourt, que el maestro de obras no sólo debía dominar el arte del albañil, del escultor y del carpintero, sino que también debía conocer a fondo la geometría, la estática y la mecánica. Era responsable de todo: desde la colocación de los andamiajes, grúas y otras máquinas para levantar pesos, hasta la ejecución de las estatuas y de los relieves esculpidos en las portadas. Para asegurar una formación técnica y artística de tal diversidad, tuvo que existir, en el seno de la corporación de constructores, un saber probado, transmitido de maestro a discípulo.
El cuerpo gigantesco de la catedral se desarrollaba en altura como un hormiguero: él mismo levantaba la estructura necesaria para su edificación. Unas crujías accesibles mediante escaleras de caracol, que circulaban tanto por el interior de cada piso como a lo largo de los canalones, facilitaban el transporte de los materiales y más tarde iban a permitir el mantenimiento del edificio. Los sillares más pesados se izaban con la ayuda de tornos o grúas instalados en los pisos ya terminados. Una vez que se acaban de levantar los muros laterales de la nave, se tenía la costumbre de cubrirlos con la armazón, cuya estructura servía para suspender las cimbras necesarias para la construcción de la bóveda; al mismo tiempo, las vigas transversales contenían el empuje lateral de las bóvedas. [1]
Cuando uno se representaba a qué escala debían agrandarse los planos y los alzados que el arquitecto había dibujado y presentado al principio (algunos de ellos se han conservado), comprende que una simple transposición de las medidas no era suficiente, dados los medios técnicos de la época. Hay que tener en cuenta que no se disponía de una escala contrastada lo bastante precisa para medir las más pequeñas fracciones de una toesa o un pie y transportarlas luego con certeza a unidades más grades; por lo tanto, era más seguro tomar un esquema geométrico como base del plano y de la construcción; por ejemplo la red constituida por cuadrados iguales, en las basílicas romanas y pregóticas, con la alternancia de los puntos de apoyo. Si se conocían las dimensiones de un cuadrado (en este caso las de un pequeño tramo), se podía marcar el suelo de la obra según esta estructura, y después dibujar los cimientos y el emplazamiento de los pilares. Los romanos no establecían de otro modo sus ciudades y sus campamentos fortificados, y los indios también dibujaban, en el suelo, el trazado de sus templos [2].
Se utilizaba también otro esquema, igualmente derivado del cuadrado, que explotaba proporciones más complejas y que permitía descomponer todas las dimensiones de una construcción, desde las más grandes hasta las más pequeñas, según una proporción en cierto modo orgánica, que no era perceptible en términos numéricos. Villard de Honnecourt recurrió a él para dibujar el plano de uno de los campanarios de la catedral de Laon [3]. Sus diferentes medidas vienen dadas por una serie de cuadrados que se inscriben unos en otros en diagonal; la relación entre una superficie y la otra es de uno a dos, pero la de sus lados es «irracional», es decir, no da lugar a un número finito. Algunos manuales de canteros del gótico tardío mencionan que los rectángulos establecidos de acuerdo con esta proporción están dibujados con arreglo a «la medida justa». En lugar de inscribir el cuadrado más pequeño en diagonal en el más grande, es posible dibujar el primero en un círculo y el segundo, alrededor de éste; es una solución a la que Villard de Honnecourt recurrió en el caso del plano de un claustro; sus muros exteriores correspondían al cuadro más grande, y el jardín, o el patio, al más pequeño. Asimismo, se pueden inscribir otros polígonos regulares unos en otros, de tal manera que sus lados o sus diámetros representan una progresión gradual.
Como las figuras directrices, además del cuadro, los arquitectos de la Edad Medie utilizaron el pentágono, el hexágono, el octógono y el decágono para representar, en forma de relaciones geométricas precisas, los planos o los alzados de sus construcciones. El cuadrado, así como el octógono, se consideraban formas perfectas, símbolos de ese estado último, que escapa a toda posibilidad de modificación, cuyo modelo era la Jerusalén celestial. Sin embargo la proporción más perfecta deriva del pentágono o del decágono: son ellos los que dan lugar a la relación «armónica», la «sección áurea», que se define por la regla de que la parte más pequeña es la más grande lo que ésta es la suma de las dos (o también, que la más grande es a la más pequeña lo que ésta es a la diferencia entre las dos); de este modo la proporción armoniosa, en todos sus aspectos y hasta el infinito.
Se concibe fácilmente que el recurso a formas geométricas directrices pueda dar a la estética del edificio un impacto particular; todas las medidas establecidas con este procedimiento es armoniosa, en todos sus aspectos y hasta el infinito.
Se concibe fácilmente que el recurso a formas geométricas directrices pueda dar a la estética del edificio un impacto particular; todas las medidas establecidas con este procedimiento se refieren a una unidad percibida por el espectador, pero sin que este último sospeche su fundamento geométrico; por el hecho de que no se deja captar de forma cuantitativa, esta unidad no-compuesta representa una unidad real.
Nada es más absurdo que la opinión según la cual el respeto a estas reglas geométricas pueda perjudicar a la creación artística. En este caso, y por lo que se refiere a la música, habría que calificar a los acordes naturales de obstáculos para la melodía. Existe, en efecto, una correspondencia entre las proporciones geométricas y los intervalos musicales. El hecho de elegir unas proporciones derivadas de un polígono regular encuentra su equivalencia sonora en la música modal, tal como la conocieron la Antigüedad y la Edad Media y tal como se practica todavía en las culturas orientales. A cada modo le corresponde una gama dada, construida sobre dos o tres acordes tipo que se refieren a una nota fundamental; esta gama confiere una atmósfera muy precisa a todas las melodías que permite. Apoyándose en el esquema de base del modo, el músico medieval improvisar y desarrollar sus figuras sonoras sin perder el hilo, al igual que el maestro de obras «enmarcado» por el orden geométrico que había elegido, podría permutar a voluntad los elementos, o modificarlos, sin poner en peligro la unidad del conjunto.
El recurso a una figura geométrica directriz o a un esquema modal –que no aparece de un modo evidente pero que tiene por efecto armonizar las diferentes partes de una obra— es la expresión de una concepción del mundo que Dante formuló así: «Todas las cosas del mundo tienen entre sí un orden; y este orden es la forma que hace que el universo sea la imagen de Dios» (Paraíso, I, 103-104).
No siempre es fácil descubrir la ley geométrica que rige una construcción medieval, pues se ignora qué dimensiones se tomaban, cada vez, en consideración: ¿era desde el centro de una columna hasta el centro de la siguiente, o el espacio entre los fustes, o la distancia entre el zócalo y el capitel, o desde el suelo a la imposta? Sea lo que fuere, si reconsigue reconocer el esquema de base, impresiona la maestría con la que fue aplicado: aun cuando las cuerdas que servían de compás y de reglas fueran más o menos extensibles, las medias son en general precisas con una diferencia de pocas pulgadas.
Se ha podido calcular recientemente [4] que el campanario sur de Chartres –uno de los raros campanarios perfectamente conservados de estilo gótico naciente y construidos de una sola vez— obedece en todas sus dimensiones a una estructura proporcional en forma de rosa, nacida de la alternancia regular de los octógonos inscritos unos en otros. Esta estructura octogonal, que se desarrolla en el piso superior del campanario para culminar en el «cristal» agudo de la cubierta, es igualmente la forma interior que determina todos los ritmos de la obra.
Otra forma directriz contribuyó al plano de la catedral: el pentágono o el decágono [5]. Esto parece tanto más sorprendente cuanto que el maestro, que concibió (y sin duda ejecutó) los planos de la nueva catedral, edificó este claro espacio gótico sobre los fundamentos de la nueva basílica románica del siglos XI. Ésta, cuya nave no estaba abovedada sino cubierta por un techo plano de madera, tenía como base el plano cuadrado. Además de los cimientos de los muros exteriores, que decidían en gran media el trazado del nuevo edificio, subsistían las criptas, que correspondían al deambulatorio y a las naves laterales antiguos y que determinaban la disposición de las arcadas de la nave central. El creador del nuevo edificio englobó las capillas radiantes del antiguo coro (independientes unas de otras) en el espacio común, donde se convirtieron en ábsides luminosos, más o menos profundos, en la pared este del coro. Esto dio origen a un nuevo deambulatorio exterior, a lo largo de las naves laterales, que fue prolongado hasta el nuevo transepto de tres naves. La basílica románica del siglo XI no tenía transepto; sólo durante el siglo XII se añadieron, a cada lado del coro, dos cruceros dotados de entradas. El arquitecto de la nueva iglesia estableció su transepto mucho más al oeste, en medio del edificio. Sobresale poco de cada lado pero, con la interpretación de sus naves y la nave central, abre como un vasto claro en el bosque de los pilares. En el anuncio de la nueva tendencia gótica de condensar el espacio en una concentración luminosa.
El crucero del transepto es más ancho que largo, en la misma relación que hay entre el lado de un pentágono y el radio del círculo en que se inscribe. El crucero manifiesta así la ley geométrica que rige tanto las proporciones del plano de base como las del alzado. Respetando la disposición de la iglesia románica, las naves laterales tienen la mitad de anchura que la nave central; esta relación simple de uno a dos concuerda con la proporción armónica presente en el crucero y da origen a una trama perfecta de tramos grandes y pequeños.
El maestro de obras de Chartres no hizo corresponder, como era el caso en las catedrales anteriores, dos tramos laterales con cada tramo de la nave central, los hizo avanzar a ambos con el mismo ritmo, dividiendo la nave central en tramos de poca profundidad pero muy estirados en anchura.
Se inspiró en el modelo de Sens y suprimió las tribunas, conservando sólo la galería del triforio como separación entre las arcadas y las ventanas altas. Lo aprovechó para hacer subir hasta muy arriba estas ventanas, más arriba de lo que ningún arquitecto se había atrevido a hacer hasta aquel momento, y liberó a los muros del empuje de las bóvedas, transfiriéndolo, por medio de los arbotantes en cuarto de círculo, a los pilares que rodean al edificio como delgadas torrecillas. Este descubrimiento permitió abrir la casi totalidad de los muros exteriores a las vidrieras, con la excepción de la zona ciega del triforio que correspondía al techo de las naves laterales –zona que más tarde, en las catedrales de Beauvais y de Colonia, también iba a abrir la luz—.
La nave está estructurada de forma clara y sin rigidez; en su longitud, por pilares en haz, y en altura, por simples cornisas. La cadencia de los pilares está ritmada por la alternancia de pilares redondos de columnas octogonales y pilares de ocho caras rodeados de columnas redondas. La disminución de los pisos del edificio es regular sin monotonía, pues sigue la armonía inherente al decágono regular, él mismo inscrito en el pentágono que rige la traza del conjunto. La longitud del crucero del transepto vuelve a encontrarse en la altura de los pilares entregados (desde las columnas de las arcadas hasta la base de las bóvedas), en la anchura de la nave (si se mide entre los pilares) y en la altura de la bóveda de las naves laterales. Si se buscan proporciones que correspondan a la sección áurea, se ve que la altura de la nave central, desde el suelo hasta lo más alto de la bóveda, tiene por parte pequeña la distancia entre el suelo y el inicio de la bóveda; la parte pequeña tomada luego en consideración a la altura de las columnas entregadas, desde las columnas de las arcadas hasta el inicio de la bóveda, después es la altura misma de estas columnas, desde el plinto hasta la punta de los arcos, y finalmente, la distancia entre estos últimos y la cornisa inferior. Esta cadencia armónica se asocia, como sobre el plano de base, a la relación simple de dos a uno, que manifestaba la posición de la cornisa superior del pilar entregado [6].
La cascada de proporciones se deduce de las medidas precisas efectuadas en las diferentes partes del edificio. Según Otto von Simson, dan la serie siguiente: 36, 40; 22, 46; 13, 85; 8, 61; 5, 35 metros. Sin embargo, es mediante la geometría como se pueden descubrir más relaciones armónicas, como lo muestra nuestro esquema (pág. 147).
Esta evidencia, este acorde perfecto, el espectador los percibe de forma inconsciente mucho más de lo que es capaz de verificarlos mediante el cálculo. Y esto tanto más cuanto que en los siglos XVII y XVIII (cuando «gótico» quería decir «bárbaro»), el cuerpo de piedra –de ritmo demasiado tenso— fue recubierto de estuco, disfrazado con grandes escenas a la antigua, de una legibilidad accesible a todo el mundo.
Sin embargo, ¿quién podría parar el impulso de estas bóvedas que nace en las columnas en haz de las arcadas y se apoya en los pilares entregados? Las bóvedas no están simplemente apoyadas en los pilares, como tampoco éstos están simplemente adosados a los muros. Todos los elementos, bóvedas, paredes y pilares, constituyen un conjunto orgánico semejante al cáliz de una flor, con sus nervaduras y sus membranas. En la ascensión abrupta del abanico de las bóvedas ya se anuncia el milagro del estilo gótico flamígero. Aun cuando el mismo núcleo de piedra, sus salientes y sus redondeces sean todavía materia bruta, su pesadez ha sido vencida. Las bóvedas, allí donde se unen la curva de las nervaduras, la punta aguda de los arcos perpiaños y la de los arcos formeros, se despliegan como hojas. Escoto Erígena [7] enseñaba que los estados inferiores de la existencia serían absorbidos, al final de los tiempos, en los estados superiores: el mundo mineral en el vegetal, el vegetal en el animal, el animal en el psíquico y este último en el espiritual puro; y ello no por una mezcla de las formas, sino al término de una reinmersión de la substancia más grosera en la más sutil. La formación misma del templo gótico parece prefigurar esta mutación.
«Como a los miembros de un cuerpo poderosos, Dios atribuyó a cada naturaleza, distinguiendo la situación y el nombre, la medida apropiada y el papel conveniente. Nada confuso había en Dios, ni informe, en ese tiempo precursor, pues la materia de las cosas, apenas creada, era formada enseguida según las especies correspondientes […]. Lo englobó todo, consolidó lo interior, protegió lo exterior, cuidó de lo alto y sostuvo a lo bajo, al tiempo que enlazaba los diferentes elementos con un arte insondable, reconciliando y uniendo los contrarios en un equilibrio maravilloso, haciendo fuerza sobre los ligeros para que no escaparan y sosteniendo a los pesados para que no se derrumbaran». Así es cómo, en el siglo XII, cuando vivía en Bonneval, cerca de Chartres, el abad Arnold describía la Creación [8]. Sus escritos nos dan una idea de lo que podía representar la construcción de una catedral para los hombres de esa época, y hasta qué punto su realización técnica ya era en sí misma una imagen de la creación.
Según la Biblia, Dios ordenó todas las cosas «según la medida, el número y el peso». Los filósofos de la Edad Media dedujeron de ello que medida, número y peso eran los diferentes aspectos de un único y mismo orden de las cosas. Encontraron la confirmación de este hecho en las leyes de la estática; según la ley de la palanca, por ejemplo, los pesos dispuestos a cada lado de un eje se equilibran en una relación inversamente proporcional a la longitud de la palanca: por esto la superficie, la cantidad y el peso se subordinan unos a otros según la ley de la proporción.
A principios del siglo XIII ya se enseñaban que el equilibrio de un cuerpo resultaba de la anulación recíproca de dos fuerzas antagónicas [9]. Este descubrimiento sin duda fue determinante en las decisiones de construcción de las catedrales góticas, en particular para la utilización de contrafuertes y arbotantes. De lo que podemos estar seguros es de que el maestro de obras gótico hacía de la unidad geométrica una exigencia no sólo de armonía sino también de estabilidad. El arquitecto Jean Mignot, al lanzar su célebre fórmula a los arquitectos de la catedral de Milán: ars sine scientia nihil est («el arte sin la ciencia no es nada»), les ponía en guardia contra el peligro de apartarse de las proporciones regidas por una figura directriz y el riesgo de ver derrumbarse el edificio. Los italianos, para quienes el gótico era en definitiva algo ajeno, replicaron que un elemento de construcción colocado a plomo no podían caer; no obstante, por seguridad y para asegurarse de desmentir la teoría de Mignot, reforzaron sus pilares con piezas de hierro [10]…
Así pues, la figura geométrica directriz, en la que se inscribía el plano de una catedral y que a su vez se inscribía en un círculo, tenía también la función de asegurar la estabilidad del edificio, la cual no reside en tan sólo en la inercia de las masas, sino en el equilibrio de las fuerzas que se enfrentan. En efecto, el dibujo en sección de una catedral como Chartres, con sus arbotantes en cada lado, parece inscribirse en un círculo cuyo centro se sitúa aproximadamente a media altura de la nave central.
La forma entera de la catedral gótica parece proceder de la división armónica del círculo. Cómo para hacer manifiesto este principio también a los ojos de los ignorantes, el centro de la fachada de la iglesia está señalado por la rosa geométrica del gran rosetón.
En su Convite, Dante dice que la geometría se mueve entre dos magnitudes no mensurables: el punto, que está en el origen de toda figura pero carece él mismo de extensión, y el círculo (o la esfera), cuya forma no se deja agotar por ninguna subdivisión; ambos son símbolos de la unidad divina.
Dante vivió un siglo más tarde que los constructores de las primeras catedrales; su gran poema es, sin embargo, el perfecto contrapunto de éstas, pues expresa en verso una visión del mundo que se puede calificar de gótica. Si las grandes catedrales góticas hubieran nacido en Italia, tal vez no habría existido la Divina Comedia: es raro que aparezcan grandes sumas espirituales en el mismo momento en campos artísticos distintos.
Dante, al final de su Divina Comedia, recurre a un símbolo que da a la subdivisión del círculo (el alfa y el omega de la geometría arquitectónica gótica) y su significación suprema; en el ser divino, que se aparece al poeta en la forma de un triple círculo de luz, se dibuja el arquetipo del ser humano. «Como el geómetra, que se aplica a cuadrar el círculo y no encuentra, pensando, el principio que necesita, estaba yo ante aquella nueva visión; quería ver cómo se adaptaba la imagen al círculo y cómo se inscribía en él» (Paraíso, XXXIII, 133-138).
Saber dónde situar el compás para hacer derivar del círculo cierta forma o, inversamente, partiendo de una forma dada y de su figura directriz, saber encontrar la unidad del círculo, era para los constructores de la Edad Media el súmmum del arte. Esta técnica no podía aplicarse de manera esquemática, sino que debía adaptarse en cada caso a las variaciones de las condiciones materiales y geográficas, con discernimiento y sobre la base de una idea creadora. La plena posesión de esta técnica era una prueba irrefutable de maestría. Sensibilidad artística y conocimiento intuitivo debía debían unirse, pues encontrar el centro alrededor del cual todas las formas se ordenan es el símbolo –y también el eco— de la conciencia adquirida, en el interior del ser, del centro espiritual: esta referencia en el fondo del corazón, en función del cual se define nuestra existencia. Encontramos el eco de esto en los dichos de los canteros del gótico tardío [11]:
«Un punto que va a lo largo del círculo
Que se inscribe en un cuadrado y en un triángulo:
Lo encontráis, y lo tenéis todo.
Y habéis salido del sufrimiento, de la angustia y del peligro;
Y sois maestros del arte entero,
Si no se comprende, entonces es en vano…
Arte del compás y justicia,
Don que, sin Dios, nadie posee…»
Notas:
[1] John Fitchen, The Construction of Gothic Cathedrals, Oxford, 1961.
[2] Stella Kramrisch, The Hindu Temple, op. cit., cap. II.
[3] W. Ueberwasser, «Nach rechtem Mass», in Jahrbuch der preussischen Kunstsammlung, 56, 1935.
[4] Otto von Simson, The Gothic cathedral, op. cit., appendix by Érnst Levy.
[5] Otto von Simson, op. cit.
[6] Otto von Simson, op. cit.
[7] Escoto Erígena, Periphyseon.
[8] J. M. Parent, La doctrine…, op. cit.
[9] P. Duhem, Les Origines de la Statique, París, 1905.
[10] J. S. Ackermann, «Ars sine scientia nihil est, Gothic Theory of Architecture at the Cathedral of Milan», in Art Bulletin, XXXI, 1949
[11] C.Alhard von Drach. Das Húttengeheimis vom gerechten Steinmetzen – Grund, Marburgo, 1897.
Buena información!
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