lunes, 22 de marzo de 2010

Masonería y Realización Espiritual, por Santiago de Vilanova

In memoriam René Guénon, en el 50 aniversario de su muerte.

Artículo aparecido en el Libro de Trabajos de la Gran Logia de España. Logia de Estudios e Investigaciones Duque de Wharton, 2000-2001, Arola Editors, pp. 129-139.


Si entendemos la masonería realmente, es decir, como una organización iniciática cuyo objetivo es la realización espiritual de sus miembros, una organización comparable, aunque distinta, a las turuq del esoterismo islámico, las escuelas de cábala judías o, en fin, a todas las agrupaciones esotéricas de las distintas formas tradicionales, podremos entender cual es realmente la situación de esta iniciación en la actualidad.

Sabido es que la base doctrinal de la masonería está implícita en el oficio de la construcción, ahora bien, la concepción tradicional de éste es muy distinta a la moderna; no hay diferencia entre oficio y arte, y como dice Ananda K Coomaraswamy, “el artista no es un clase especial de hombre, sino que cada hombre es una clase especial de artista”. En las sociedades tradicionales cada individuo realiza un arte particular, aquél que le es propio, que expresa su naturaleza esencial. Así, para la mentalidad tradicional, toda actividad es una forma de arte que refleja en su dominio particular los principios metafísicos de los que depende enteramente. «Por esta vinculación con los principios puede decirse que la actividad humana es “transformada” y, en lugar de quedar reducida a una simple manifestación exterior, se integra en la Tradición y constituye para aquél que la realización un medio de participación efectiva en ella, es decir, reviste un carácter propiamente “sagrado” y “ritual»[1].

Cuando hablamos de Tradición no nos referimos a un conjunto de costumbres heredadas que se mantienen en el tiempo por obra de cierta dinámica cultural y social –como se entiende hoy habitualmente—, sino que se trata, literalmente, de la transmisión (que, para ser verdadera, requiere forzosamente ser ininterrumpida, pues si no, habría reconstrucción o pura invención) desde un Principio suprahumano, es decir, divino, de un conocimiento trascendente que se expresa en todos los aspectos de la vida humana: espiritual, científico artístico, profesional, económico, social, etc. Conocimiento trascendente, porque implica la superación de este estado humano (en primera instancia) y de todo estado manifestado, que siempre será limitado y contingente por elevado que sea, para reintegrar al ser que lo actualiza en su Principio inmutable. Estas dos fases que hemos indicado aquí, se corresponden con lo que en la antigüedad clásica se conocía como Misterios Menores (perfección del estado humano) y Misterios Mayores (liberación de toda existencia).

La Tradición es una, y en su origen coincide con el estado primordial de pura espiritualidad del que hablan todas las formas tradicionales: es el Paraíso terrenal de las religiones abrahámicas o la Edad de Oro de las tradiciones orientales y grecolatina. Posteriormente, y por una ley universal que afecta a todo devenir, el ser humano primordial empieza a alejarse del Principio espiritual, comienza una decadencia que gradualmente llegará hasta nuestra civilización actual, completamente ignorante de todo principio metafísico y, en consecuencia, de toda espiritualidad verdadera. Es este proceso de degradación comprobable en todos los órdenes (en biología, como en historia o cosmología, todo nace, se desarrolla, envejece y muere), el que hace necesaria la iniciación ritual, comienzo de todo desarrollo espiritual completo. Y es esta degradación, igualmente, la que provoca la diferenciación de la única Tradición en las distintas formas tradicionales, especialmente adaptadas a las circunstancias de tiempo y lugar, pero que mantienen en su esencia la unidad de doctrina, aunque sus formas (luego el aspecto exterior) sean diferentes.

Las diferentes formas tradicionales, puesto que son el vínculo entre las diversas comunidades y el Principio divino, se dirigen a todos indistintamente, sea cual sea su grado de identificación con el Ser. La forma exterior en que se presenta dicho vínculo es la de una Ley divina, reflejo en su ámbito del Orden Universal, que no es tanto una limitación cuanto una guía de comportamiento con el fin de que los individuos mantengan su conexión consciente (en mayor o menor grado de profundidad) con su Ser divino. Para expresar esta realidad se usa tradicionalmente el simbolismo del círculo. Cada punto de la circunferencia representa a un ser humano, el radio que lo une con el centro es el vínculo entre la manifestación efímera de su individualidad y lo que le da el ser que es permanente, el centro, el Ser real del que proceden todos los puntos de la circunferencia. Mientras se está en la circunferencia se gira continuamente en la periferia, pero al menos se permanece a una distancia constante del centro: ésa es la función del exoterismo, que evita el extravío y su consiguiente alejamiento indefinido del Centro o Principio hacia las tinieblas exteriores de que habla el Evangelio. Ahora bien, para llegar al centro desde esta vida, hay que penetrar la circunferencia, la cáscara (utilizando otro simbolismo análogo: el del fruto), y seguir el radio hasta su fin, que es el centro mismo. Dicho de otro modo, la ley exotérica (que obliga a todos, iniciados incluidos) es la base o fundamento del que hay que partir necesariamente; el esoterismo es la vía iniciática que ofrece los medios para la realización espiritual completa; y la identificación con el Ser, o como dicen los esoteristas islámicos, la haqiqah (literalmente el conocimiento de la Verdad), es el objetivo o fin.


Esoterismo e Iniciación

Mediante este simbolismo podemos ver también que la penetración de la cáscara, como decíamos imprescindible para seguir la vía esotérica (que como su propio nombre indica es interior), representa la iniciación: salir de la multiplicidad, de la apariencia de las cosas, simbolizada por la circunferencia; y esta penetración, que requiere agujerear la cáscara, es lo que permite ver progresivamente el interior de las cosas, la Esencia Una; así, la cualificación esencial para el aspirante a la vía iniciática es precisamente la capacidad de ver bajo las apariencias la Unidad esencial y descubrirla a través de las formas exteriores que la revelan, en el doble sentido de ocultarla (a los ojos de los que no saben verla) y manifestarla (a los capaces). También así podemos comprender la causa de la variedad de vías iniciáticas y su unidad transcendente, pues éstas son los radios indefinidos que parten desde posiciones periféricas distintas para llegar a un centro único común a todas ellas.

En todas las doctrinas tradicionales se dice que la individualidad existe por participación del Ser, que es Uno (ex stare: ‘estar fuera’, y, por lo tanto, depender de un principio que está por encima). Todo lo que existe son modalidades o expresiones de este Único Ser. Según el simbolismo matemático, la existencia se expresa mediante la relación entre la Unidad y la multiplicidad; la serie indefinida de los números se produce por repetición o adición de la unidad. Así, cualquier número es una expresión particular y única (reflejando a su modo la cualidad esencial del Ser que es Único) de la Unidad Primordial, origen y razón de ser de todos ellos. Esto mismo se produce en todos los niveles y es la causa de que no existan naturalmente dos seres exactamente iguales; su ser único e indivisible es un símbolo del Principio Universal, origen, medio y fin de toda existencia.

Cada individualidad o expresión particular del Único Ser se produce de forma acorde al nivel o plano de la Existencia Universal en que se manifiesta. Por decirlo esquemáticamente: en nuestro mundo produce seres humanos, en los mundos inferiores, (de aquí la palabra infierno, ‘inferior’) seres demoníacos, y en los superiores, seres angélicos. Esto ocurre por conjunción de la Esencia y de la Sustancia, o del Espíritu y la Materia, de manera que, como dicen todas las formas tradicionales: «Hay dos en nosotros». Cosa que manifestamos ordinariamente cuando hablamos de «autocontrol» o «dominio de uno mismo», lo que implica que hay alguien que controla y otro sujeto a control. Son el hombre interior y el hombre exterior de los que hablaba Platón, san Pablo, Santo Tomás de Aquino, o Eckhart, por mencionar sólo a maestros occidentales. Ahora bien, uno de estos dos, es una entidad psicofísica (es decir, cuerpo y alma) que se transforma, que cambia continuamente, que, en realidad (en palabras de Ananda K. Coomaraswamy) no es más que una secuencia de comportamientos; luego en el fondo no «es» porque no permanece, aparece en un momento del tiempo en nuestro mundo y desaparece para no volver [2]. Esta es la existencia que pertenece a este mundo (o a otro cualquiera) y que, por eso mismo, no podría darse en otro mundo, y que aquí se forma y aquí se disuelve. Aquello que atraviesa todos los mundos y que provisionalmente se manifiesta en tal o cual individuo cuando corta o intersecciona por él en nuestro mundo, es el Espíritu: inmutable e inmortal.

Esta expresión sustancial, es el Espíritu, en sus diferentes e indefinidas formas, encadena una secuencia de manifestaciones cuyas características se determinan unas a otras. Un ejemplo que nos ofrece la Tradición para explicar este «proceso» (sólo relativamente real, para nosotros) es el del Sol, que simboliza al espíritu, cuyos innumerables rayos representan estas secuencias o aspectos del Ser Total. Uno de estos rayos, al encontrarse con una superficie de agua (símbolo de un grado de la existencia, nuestro mundo por ejemplo), reproduce una imagen irreal en sí misma, o sea «existente», del propio Sol. Esta imagen es nuestro ego, el hombre exterior, que no puede darse de la mismo forma en otra superficie distinta y que dura lo dure ese contacto del rayo con el agua. Pero el rayo que sustenta esa imagen no deja de Ser por ello, y nos enlaza permanentemente con nuestro Ser que atraviesa todos los mundos.

Esta determinación de las manifestaciones particulares del único Sol espiritual –que, para no complicarlo excesivamente, podemos decir simbólicamente que se realiza según las circunstancias en que se produce la intersección del rayo vertical con el plano horizontal—, causa las diferencias intelectuales, psíquicas y corporales que existen entre los diferentes individuos y, aunque en otro orden, entre las diferentes especies de seres. De aquí proviene una graduación que, en el campo del esoterismo, es de comprensión, de entendimiento o de conocimiento de la realidad del Ser, y que no es otra cosa que el grado de identificación alcanzado con el verdadero y real Sí mismo. Por eso todas las doctrinas tradicionales hablan de la necesidad del desapego de las cosas contingentes, del abandono del mundo, de la negación de uno mismo, del desbastado de la piedra bruta, es decir, del ego que por ignorancia confundimos con nuestro verdadero ser (y es ésta y no otra la genuina humildad del cristianismo). Por todo lo anterior se puede comprender mejor la existencia comprobable de una iniciación esotérica ligada a los oficios, oficios que servían de base y soporte a la realización espiritual, puesto que expresaban o manifestaban en su orden el acto primordial de la creación divina. En otras palabras la ejecución artística tradicional supone la existencia de un significado profundo y superior que proporciona efectivamente una vía de conocimiento, la cual, aunque particular, por su conexión intrínseca con el Principio Creador permite acceder a la Verdad Universal, objeto, como indicamos más arriba, de todo desarrollo iniciático. Así, el trabajo en el arte propio de cada uno se convierte en un acto ritual, lo que quiere decir, como expresa exactamente su etimología, un acto conforme al Orden.


La Masonería operativa

Pero es un grave error entender por «operativo» lo que en realidad no es más que «corporativo», es decir, confundir el oficio en sí, que es el soporte iniciático para la realización espiritual, con su aspecto puramente material. Todo el mundo sabe que la masonería, como su propio nombre indica, recibe sus ritos y símbolos del oficio de constructor, del albañil. La relación con el oficio, aunque actualmente y desde hace tiempo ha dejado de existir en lo que se refiere a su ejecución exterior, no deja por ello de subsistir esencialmente en tanto que da literalmente forma a esta iniciación y, como indica René Guénon: «si (la relación con el oficio) fuese eliminada, ya no se trataría de la iniciación masónica, sino de algo completamente diferente; y como, además, resultaría imposible conseguir legítimamente otra filiación tradicional en lugar de la que verdaderamente exige, entonces ya no habría en realidad ninguna iniciación.» [3]

La masonería moderna no es más que la continuación, por transmisión ininterrumpida, de la llamada «masonería operativa»; sus orígenes –bien que sea imposible documentarlos— no pueden retrotraerse más que al inicio mismo del oficio, en los albores de la humanidad, si nos atenemos a la concepción tradicional del oficio ya comentada. Los mismos textos masónicos, de todas las épocas que nos han llegado, hacen referencia a Adán, a Caín, primer constructor según la Biblia, a Set y, por vía de derivación tradicional, a Abraham, padre de las tradiciones semíticas y Salomón, constructor del Templo de Jerusalén Históricamente sabemos de la filiación sin interrupción entre los antiguos collegia fabrorum latinos y los constructores medievales. A todo ello habría que añadir que instituciones similares de carácter igualmente iniciático han existido y aún existen en Oriente, sea en el seno del islam o incardinadas en el hinduismo, el taoísmo o el budismo.

Ahora bien, aunque el ejercicio material del oficio haya subsistido siempre en la tradición masónica hasta el siglo XVIII siendo éste la exteriorización del trabajo interno que desarrolla las posibilidades espirituales del artífice masón, al mismo tiempo (y por eso mismo) que permite su participación en la Gran Obra divina, la palabra operativa no debe considerarse como equivalente exacto de práctica, en su acepción de ‘actividad manual’, sino que, en realidad, se refiere a la operatio latina –lo que corresponde exactamente a su etimología—, es decir, al «cumplimiento» del propio ser que no es otro que la «realización» iniciática o espiritual, y que comprende el conjunto de medios en los diversos órdenes que se emplean con el objeto de llegar a ese fin; dicho de otro modo, y siguiendo nuestra exposición anterior, se trata del tránsito por el radio que vincula al iniciado con el Centro o Verdad universal. Se puede hablar entonces de una vía de conocimiento, que utiliza diversos medios, internos y externos, para «reconocer» al Ser Único en la multiplicidad de la existencia.

Así, el paso de la masonería «operativa» o tradicional a la masonería «especulativa» o moderna, que se dio como consecuencia de la actuación de los masones «aceptados», ajenos al oficio [4], lejos de constituir un «progreso», como pretenden algunos, significó una degeneración del objeto mismo de esta forma iniciática. Degeneración que consistió en la omisión e inclusión del olvido de todo lo que atañe a la «realización» espiritual (pues es esta «realización» lo verdaderamente «operativo») para no dejar más que un desarrollo puramente teórico de la iniciación. En efecto, teoría, en el sentido habitual de la palabra, y especulación son sinónimos, y esta última palabra expresa muy bien la disminución que constituyó el proceso que hemos descrito para la Orden masónica. Especulación proviene del latín speculum (‘espejo’) y refiere la idea de algo «reflejado», como la imagen que vemos en un espejo, o sea, de un conocimiento indirecto, opuesto al conocimiento efectivo que es la consecuencia inmediata de la «realización». Se trata de la misma diferencia que enseñaba san Pablo, «ahora vemos en sus enigmas, como un espejo, después veremos a cara a cara»

Ahora podemos apreciar mejor dos cosas: que no es sólo el trabajo material en el arte de construir lo que ha perdido en realidad la iniciación masónica, y que esta pérdida no ha significado ni mucho menos un «progreso» hacia el desarrollo de una «especulación filosófica» cualquiera, supuestamente más elevada desde el punto de vista intelectual; por el contrario, nos encontramos ante una iniciación puramente virtual que impide a sus miembros a efectuar el objeto mismo de su iniciación, limitado su forma especulativa toda su realización que pertenece por definición al ámbito «operativo». Hay que añadir que siempre es posible, legítimamente, considerar cualquier forma iniciática, se base o no en un oficio, desde estas dos perspectivas, operativa y especulativa, puesto que la especulación o teoría debe preceder forzosamente a la realización. Esto fue así también en la masonería medieval, como observa el historiador británico Bernard Jones: «La construcción y todo el proceso práctico que pone en marcha, exigía un trabajo “especulativo” considerable, que hoy nosotros llamaríamos más bien “teoría”. La teoría de los planos de construcción, de la resistencia de los materiales, representaba la “especulación” a cargo del maestro de artes y oficios. La geometría aplicada era “especulación”» [5].

De hecho, debe considerarse que la iniciación es fundamentalmente una transmisión, que puede entenderse en los dos sentidos que venimos indicando: el de la transmisión de una influencia espiritual operada a través de los ritos, y el de la transmisión de una enseñanza tradicional que únicamente puede servir como un soporte externo que ayude y guíe al trabajo interno de realización. Ahora bien, estas dos clases de transmisión, aunque tiene efectos distintos por su propia naturaleza, no pueden separarse en ningún modo, puesto que la primera se realiza a través del ritual y la segunda por medio de los símbolos. Efectivamente, de ninguna forma debe confundirse la enseñanza iniciática con un método cualquiera de aprendizaje profano, que se dirige única y exclusivamente a la razón del educando, sino que se trata de ofrecer soportes para la meditación de manera que el iniciado pueda acceder a una comprensión directa de las verdades que los símbolos expresan [6].

Si nos limitamos al ámbito especulativo, puede suceder que se investiguen y se intente explicar los símbolos sin otro propósito que la pura erudición; pero un estudio externo del simbolismo nunca podrá hacer pasar, a quienes se dedican a ello, de la iniciación virtual a la iniciación efectiva. Al contrario, más bien hay que esperar un desarrollo de sus significados más superfiaciales, puesto que para epenetrar en su significación más profunda es necesario un ejercicio de auténtica intelección, radicalmente distinto de cualquier especulación racional: «y hasta habría que felicitarse si no ocurre que uno se extravíe en mayor o en menor medida en consideraciones completamente ajenas, como por ejemplo cuando se pretende encontrar en los símbolos un pretexto de “moralización”, o extraer supuestas aplicaciones sociales, o incluso políticas, que ciertamente no tienen nada de iniciático ni de tradicional.» [7]

Contrariamente, para quienes se sirven de los símbolos para meditar, colaborando con la iniciación virtual recibida, este trabajo puede tomar el carácter de un verdadero rito, pero de un rito que, en este caso, no busca la recepción de una influencia espiritual, sino que permite alcanzar en mayor o menor grado la iniciación efectiva. Aquí se impone una consideración con respecto a los ritos que, como ya indicamos, son actos conformes al Orden y, por eso mismo, «operativos». «La presencia de rituales es un rasgo común a todas las instituciones tradicionales, de cualquier orden que éstas sean, tanto exotéricas como esotéricas... Ese carácter es una consecuencia del elemento “no humano” esencialmente implicado en tales instituciones, porque puede decirse que los ritos tienen siempre por objeto poner en relación al ser humano, directa o indirectamente, con algo que sobrepasa su individualidad y que pertenecen a los estados superiores de la existencia» [8].

Esta eficacia intrínseca al propio rito y la conservación ininterrumpida de su transmisión en el seno de la Orden masónica, es lo que ha permitido que la influencia espiritual que se halla en el origen mismo de esta forma iniciática, continúe manifestándose; pero esta eficacia es encuentra, por así decirlo, «diferida» en lo que se refiere a su actuación efectiva, permaneciendo como una semilla a la que le faltan las condiciones necesarias para su germinación –que es la actualización de lo que lleva en sí—, condiciones que residen en el trabajo «operativo», único modo por el que la iniciación puede pasar de virtual a efectiva.


Retorno a los orígenes

El trabajo operativo requiere ciertas condiciones indispensables, que podemos encontrar de una forma u otra en todas las organizaciones iniciáticas. En primer lugar, es necesaria la realización de una actividad que reproduzca en modo humano una función universal; para el caso que nos ocupa, dicha actividad se basa en la acción propia del oficio de constructor. En segundo lugar, la transmisión de una influencia espiritual que establece, como hemos dicho, una comunicación efectiva entre nuestro mundo y los estados superiores del Ser; esta comunicación realizada por medio del rito modifica la sustancia espiritual del recipiendario. Por último, en tercer lugar, la recta intención, expresada tanto por la orientación ritual como por la enseñanza iniciática que de ella se deriva, que fecunda el conocimiento teórico o especulativo. Si comparamos estas condiciones con la situación actual de la masonería moderna, podremos ver exactamente el camino que falta por recorrer para lograr la restauración del dominio operativo en su seno o, lo que es lo mismo, de su plenitud iniciática.

Se observará que la única condición cumplida en la actualidad es la de la transmisión ritual de la influencia espiritual, condición única, por otra parte, que garantiza la pervivencia de la iniciación en sentido estricto. De las otras dos condiciones, el oficio permanece virtualmente en el simbolismo y en el rito, aunque sería necesario recuperar la comprensión profunda del «arte» que, como indicamos más arriba, refleja en nuestro mundo una función universal. Se trata, en suma, de restituir la doctrina metafísica implicada en el arte de construir y que se expresa por la ciencia tradicional conocida como geometría sagrada, pues no es por casualidad que esta ciencia se cite constantemente en los textos y rituales masónicos. En cuanto a la «recta intención», sería necesario un estudio particular para poder desarrollar completamente este tema; diremos, sin embargo, que se relaciona íntimamente con la «aspiración espiritual» y que requiere la unidad de pensamiento y acción de todos los componentes de la organización. [9]

Ahora bien, conviene decir que los ritos que se han conservado en la masonería moderna no son los que corresponden a la realización personal del iniciado, que es interior, sino los ritos de carácter colectivo, como los que han mantenido para la apertura y el cierre de los trabajos. Estos ritos aseguran la participación de los miembros de una logia en la influencia espiritual que preside y dirige la Obra. La formación de una comunidad tradicional, como la logia en este caso, es imprescindible para la manifestación de la influencia espiritual, puesto que realiza de forma simultánea o espacial la «cadena de unión», que, en modo sucesivo o temporal, se expresa por la cadena de transmisión (silsilah en el esoterismo islámico, selselet, en el judaísmo) que, justamente, vincula a los iniciados de cualquier época con el Principio del que emana la forma iniciática en cuestión y que, manifestándose directamente en su origen, les llega por medio de una serie ininterrumpida de intermediarios. Esta doctrina se encuentra en todas las formas tradicionales; así, en el cristianismo, Cristo se manifiesta después de su muerte y resurrección a través de su cuerpo místico, que es la Iglesia; recordemos la afirmación evangélica; «Donde se reúnen dos o tres en mi nombre, allí estoy Yo en medio de ellos» (Mt. 18, 20). De la misma forma se considera la Umma en el islam, el Shanga en el hinduismo y el budismo, o el pueblo de Israel, en cuyo medio se manifiesta la Shejiná (‘La Presencia divina’), en el judaísmo.

Es obvio que en la antigua masonería operativa debía existir algo, que no ha llegado hasta nosotros, entre la apertura y el cierre de los trabajos. El uso actual de la lectura y discusión de «planchas», probablemente sea una huella de lo que se operaba en otro tiempo. Los estudios de Franz Rziha que analizó más de nueve mil marcas de talladores de piedra, señalan el conocimiento por parte de los antiguos maestros masones de una «geometría secreta», esencialmente fundada sobre el trazado de una circunferencia a partir de la cual, sin salir nunca de ella y sólo con la escuadra y el compás, se desarrollaban complejísimos dibujos geométricos a partir de dos modalidades de «red fundamental»: ad triangulum, de base hexagonal y ad quadratum, de base octogonal. El trazado de estas figuras, sobre las que se realizaban las marcas propias de cada maestro constructor, era una representación simbólica del proceso mismo de la Creación, la reproducción de los gestos mismo del Gran Arquitecto del Universo. «Nada podría reemplazar y traducir en palabras la “transformación” real que se opera, lenta pero indefectiblemente, en aquél que, cada día, con un gesto cada vez más preciso y desprovisto de cálculo, traza y después talla. Es también la obra que modela al obrero, es decir que, dibujándolos cada día y sin “especulación”, estos trazados revelan poco a poco su luz, según la capacidad y las necesidades de cada uno». [10]

Por otro lado, no parece improbable que los artesanos iniciados de la Edad Media dispusieran también de otro medio espiritual, combinado con el acto artesanal, y que puede ponerse en relación con la «recta intención» de la que hablamos precedentemente; nos referimos a la «encantación». Se trata de un método conocido en la práctica totalidad de iniciaciones en todo tiempo y lugar, la recitación constante de una palabra o frase que «recuerda» al iniciado su conexión con el Principio rector de la obra, al mismo tiempo que «ritma» su trabajo, es decir, armoniza sus actos con la actividad propia de este Principio. Esta fórmula encantatoria debía tener un significado en relación con la función cósmica reflejada por el oficio. «Esta encantación podía reducirse a un acto puramente mental, y en este caso aún le resultaba más fácil permanecer secreta, pero también corría el riesgo de perderse más fácilmente. En nuestros días se puede encontrar todavía una encantación sonora combinada con un trabajo manual ritmado en ciertas corporaciones de oficios del Próximo Oriente.» [11]

Se impone, pues una restauración del ámbito «operativo» en la masonería actual, pero esta restauración no puede ser fruto de una investigación meramente «especulativa». Sólo es factible mediante un «retorno a los orígenes», que haga posible, mediante la meditación de los símbolos y ritos que los antiguos maestros nos han legado, una recuperación de la doctrina masónica implícita en ellos. Puesto que «las formas sensibles que se usan para la transmisión de la iniciación, incluso fuera de su función esencial de soporte y vehículo de la influencia espiritual, [tienen] su valor propio en tanto que medio de enseñanza... ellas traducen los símbolos fundamentales en gestos y, de esta manera, hacen «vivir» al iniciado la enseñanza que le es presentada de la forma más adecuada y más generalmente aplicable para prepararlo a su asimilación». [12]


Notas:
[1] René Guénon, El Reino de la cantidad y los signos de los tiempos, cap. VIII.
[2] Cf. Ananda K. Coomaraswamy, «¿Quién es Satán y dónde está el Infierno?», en Letra y Espíritu, nº 3.
[3] R. Guénon, Apreciaciones sobre la iniciación, C.S. ediciones.
[4] Es precisamente la ignorancia del oficio de estos masones, y en consecuencia, la falta de una compresión profunda del trabajo iniciático que correspondía realizar bajo esta forma esotérica, lo que provocó la pérdida de la parte más fundamental que comporta la iniciación, la que concierne propiamente a la «realización».
[5] Bernard Jones, Freemason’s, guide and compendium. Citado por Jean Palou, La Francmasonería, Dédalo.
[6] El símbolo no es, como se entiende habitualmente, una imagen arbitraría de algo que, por otro lado, podría explicarse igualmente en términos racionales. El principio en el que se basa el simbolismo es la existencia de una ley de analogía por la que hay una relación esencial entre el concepto y la imagen que lo representa. El origen del símbolo no es humano, sino consustancial a su naturaleza misma, como expresa la «Tabla esmeraldina», atribuida a Hermes, «como es arriba es abajo»; dicho de otro modo, nuestro mundo refleja en todas sus manifestaciones –seres y cosas— los mundos superiores, existiendo, por lo tanto, una correspondencia natural entre los dos órdenes de realidades. Pero, el símbolo no expresa ni explica; sólo puede servir de soporte para elevarse, mediante la meditación, al conocimiento de las verdades metafísicas; por ello el simbolismo es el único lenguaje que conviene realmente a la expresión de las realidades del orden iniciático.
[7] R. Guénon, op. cit., cap. XXX.
[8] Ibíd. Cap. XV
[9] Cf. nuestro artículo «Iniciación y Momento cósmico», en Letra y Espíritu, nº 10.
[10] J. M. Mathonière, «Le plus noble et le plus juste fondament de la taille de la pierre», en La Règle d’Abraham, nº 3.
[11] Titus Burckhardt, Ensayos sobre el conocimiento sagrado, cap. II. Olañeta editor.
[12] R. Guénon, op. cit, cap. XXXI

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