Las 7 Artes Liberales |
Publicado en la Rivista di Studi Tradizionali, nº 49, junio-diciembre de 1978.
En un estrato de adherentes a la organización masónica que parece ser bastante extenso, se puede notar hoy una conducta respecto a la institución que, pese a testimoniar una mentalidad ya menos grosera que aquella de quienes no alcanzan a concebir el fin de la Masonería sino como un apoyo mutuo que sus adherentes deberían profesarse, o como una acción que la organización debe ejercitar en el campo político o social, no está sin embargo capacitada para hacerles dejar una perspectiva muy exterior, y en todo caso, desviada, respecto a la dirección mental que debería caracterizar a los iniciados.
En pocas palabras, de parte de estos Masones se reconoce, como finalidad de la organización, el conocimiento, pero éste resulta identificado con el fruto de la ciencia que los Masones pueden encontrar en torno suyo en el ámbito de su vida ordinaria (en particular, en los ambientes académicos de los cuales tal vez forman parte), cuando no hasta en aquella ciencia menos fiable, construida sincréticamente como soporte de las asociaciones pseudo-tradicionales que hoy pululan un poco en todas partes.
Quien ha tenido la fortuna de darse una preparación tradicional teórica fundada sobre una doctrina que se puede afirmar ortodoxa, o bien basada sobre principios intelectuales verdaderos, no puede dejar de ver cuán peligrosa es esta tendencia, incluso, tal vez, más que aquellas otras que señalábamos en primer lugar, mayoritariamente groseras y sentimentales, pero también menos capacitadas para contaminar a quienes posean un horizonte intelectual menos limitado. Aunque, a falta de un preparación semejante, algunas consideraciones de simple orden lógico, y diremos, a propósito en este caso, de puro sentido común, deberían ser suficientes para arrojar luz sobre aquellos malentendidos en los cuales se apoyan quienes comparten esta opinión, que podríamos llamar cientificista.
Como decíamos, estos son de hecho Masones; esto es, han querido y obtenido una iniciación, y periódicamente ponen en obra, en aquel ambiente particular que es una Logia masónica, un ritual constituido por gestos y expresiones que no se encuentran en ninguna otra parte del mundo que conocen. Por lo tanto, están capacitados para percibir, aunque no sea sino de un modo nebuloso, que tales elementos son de naturaleza fundamentalmente distinta de aquella de todos los elementos que, en cambio, intervienen en los procedimientos según los cuales son construidas y asimiladas ciencias como, por ejemplo, la física moderna, la fisiología o la historia académica. ¿Qué podrían añadir estos elementos a los datos racionales que constituyen tales ciencias, o, también, al efecto que se quiere provocar sobre quien afronta el problema de la asimilación de una ciencia?. Y entonces, si las ciencias académicas no hacen intervenir nada análogo en su metodología y sin embargo obtienen los resultados prácticos de los cuales se jactan, ¿no existirá, en cambio, una ciencia puramente masónica de la cual tales elementos sean parte integrante, esto es, una ciencia que proceda de otros principios cuyos resultados no son alcanzables sino haciendo intervenir justamente aquellos elementos rituales y simbólicos, que en caso contrario no deberían ser calificados sino como pura superstición o simple demostración exterior, destinada solamente a satisfacer la propensión a un ceremonialismo que, claramente, no tiene nada que ver con el conocimiento?
Son estos, pensamos, algunos de los interrogantes que, antes que nada, podrían hacerse, para ser coherentes consigo mismos, estos Constructores Libres que en el interior de la institución dan crédito exclusivo a las ciencias profanas y pretenden servirse de ellas para alcanzar el conocimiento [1]. Si tras habérselos formulado continuaran sosteniendo que su deseo de saber será satisfecho por los contenidos de la ciencia profana, deberían considerar pensando así, quiéranlo o no, que en tal caso la Masonería sería solamente un nombre o una apariencia exterior; que los ritos cumplidos no tienen ninguna razón de ser y que por ello, al menos en el nivel de su consciencia actual, la iniciación recibida en el momento de su entrada en la Orden se resume en poco más que un simple acto burocrático sin gran alcance, a no ser desde un punto de vista psicológico.
Si en cambio consideraran que, en verdad, lo que hacen como Constructores Libres los distingue de todo aquello que en el mundo exterior se puede encontrar en forma de ciencia y de saber, entonces deberían comenzar a reflexionar, siempre por pura coherencia, que en el curso de los trabajos masónicos son fundamentalmente inútiles las referencias a datos y criterios de las ciencias académicas y que su verdadero trabajo se debe fundar únicamente sobre el patrimonio sapiencial que se encuentra en el interior de la organización masónica.
Habiendo llegado a este punto, tal vez tomarían consciencia de que el conjunto de las enseñanzas, de los ritos y de los símbolos de la Masonería representan un método para operar en el campo de una ciencia (o de un oficio, recordando el dicho medieval según el cual ars sine scientia nihil) que antiguamente debía ser, y debe por ello serlo todavía de manera virtual -mientras los ritos y los símbolos se hayan mantenido inalterados-, profundamente distinta de las ciencias tal como son conocidas hoy en el mundo profano. Trataremos en breves palabras de exponer aquí algunas de las razones por las cuales las cosas son verdaderamente así.
Aquello que debe admitirse ante todo es que una ciencia puede distinguirse de otra no solamente por su objeto (y en este caso la cuestión nos parece evidente), sino también por los puntos de vista desde los cuales un mismo objeto puede ser tomado en consideración. Si se examina en su operatoria el arte de construir, que constituye el fundamento del oficio de los Masones, y se lo compara, para hacerlo más fácilmente comprensible, no a cualquier otra ciencia moderna (para lo cual deberían ser hechas otras y más completas consideraciones, que tornarían el discurso más extenso y complejo) sino con las actuales técnicas de construir ¿cuál sería la diferencia esencial que las distingue y separa profundamente?
Desde un punto de vista tradicional, que es aquel al cual buscamos siempre atenernos, tal diferencia consistirá en cómo es entendido por el constructor el hombre que habitará o frecuentará la construcción. Si el hombre es concebido como un ser completo y, por así decir, cerrado en sí mismo, algo que comienza y concluye con su existencia corpórea (aun con todas las implicaciones psicológicas que se quieran), la construcción que lo hospedará podrá, o mejor dicho, deberá, no tomar en cuenta sino sus necesidades relacionadas con la corporeidad: el calor, el frío, la humedad, la necesidad de reparo de la curiosidad ajena, y demás; y es esto lo que hacen las modernas técnicas de construir.
Si en cambio el hombre es concebido como algo que no tiene su explicación en sí mismo, en cuanto manifestación fenoménica, sino como el receptáculo (o tal vez fuese mejor decir el soporte) de una razón de ser que no está condicionada por los sentidos, sino más bien manifestada sensiblemente por los elementos corpóreos y psíquicos que la hospedan transitoriamente, esta será la primera realidad que deberá tener en cuenta la construcción. Esto no se traducirá, como algunos podrían creer, en consideraciones morales y sentimentales que se sumarán a la realización de una manufactura entendida, bien o mal, como la única cosa que cuenta o a la que ilustran a posteriori, sino que se pondrán en juego, desde el momento mismo de la concepción del plano constructivo, y posteriormente en cada fase de la obra de erección del edificio, datos rigurosamente científicos en el sentido más pleno del término, esto es, referidos al mundo de los principios y de las causas de aquello que, considerado en sí mismo, es solamente transitorio. No porque escapen a las limitadas facultades de comprensión de los hombres de hoy estos elementos principiales no operarán, sin embargo, según leyes rigurosas. De ellos, además de naturalmente todos los otros, tenía conciencia el antiguo arte constructivo.
Es ésta también la principal razón por la cual es absolutamente imposible admitir, desde un punto de vista verdaderamente tradicional, que la actual ciencia de la construcción (o cualquiera que sea el nombre que tenga hoy el arte de construir) esté capacitada para proyectar, e incluso probablemente para elevar materialmente, por ejemplo, edificios como las catedrales de Colonia, de Rouen o el mismo "duomo de Milán".
Hemos escuchado afirmar, siempre por los Masones, que, aun cuando las cosas sean de este modo, ello no es un mal tan grande porque hoy los edificios del género ya no son necesarios; pero incluso admitiendo que esto sea actualmente una realidad, debemos añadir que, pese a todo, ello sería una realidad bien triste, porque corresponde a una situación de inutilidad de hecho -y no de derecho- que el mismo hombre moderno ha provocado al no reconocer ya la necesidad de armonizarse con las leyes universales. Identificándose cada vez más con los elementos de su modalidad más exterior, el hombre moderno ha llegado, en efecto, a perder de vista el ligamen profundo con las modalidades superiores de su ser, las cuales son, sin embargo, las que confieren al individuo humano toda la realidad de la cual es susceptible.
Además, las catedrales medievales no eran sino construcciones ejecutadas según criterios que permitían concentrar en un lugar determinado (y no elegido por casualidad) las influencias espirituales para beneficio de las comunidades humanas entendidas según su verdadera razón de ser; ¿cómo se podría reconstruirlas, o construir otras, cuando ya ni siquiera se concibe cual sería la eficacia de tales influencias, o hasta cuando no se sospecha siquiera que puedan responder a alguna realidad?
La verdad es que sin ellas (y la incapacidad de construir templos justos y perfectos es el dramático signo exterior de su gradual desaparición del mundo occidental, al menos a través de este tipo particular de vehículo), aquello que permanece del hombre, o mejor, aquello a lo que el hombre, de algún modo por autocondena, se halla reducido a ser, cambiando la libertad por un número cada vez mayor de vínculos, es solamente un caparazón vacío, una ilusión cuya inanidad la misma naturaleza, inexorablemente, pone en evidencia, al menos una vez en su ciclo de existencia. Esta desgracia ocurre justamente cuando él no puede hacer nada más para modificar su situación, y coincide con el momento en el cual tales vínculos, en los cuales ha puesto toda su confianza y su esperanza y hacia los cuales se dirige -dispensándole- toda su potencia, se desatan, y se encuentra empujado hacia unas tinieblas que podrían ser una luz, pero que ha rechazado como tal
[1] Está claro que cuanto aquí decimos no tiene nada que ver con los resultados contingentes que tales ciencias han demostrado poder obtener en el campo circunscrito por las aplicaciones prácticas a la vida ordinaria. Estos resultados, nadie lo pone en duda, pueden ser legítimamente usufructuados sin contradicción, incluso por parte de quienes -como nosotros- ven claramente sus limitaciones, para resolver problemas específicos ligados a las condiciones de manifestación del hombre en cuánto ser individual corpóreo. Aquello que le negamos es su idoneidad para constituir una prueba de la relevancia de la ciencia que las ha originado en el campo puramente cognoscitivo, cuando se entiende por conocimiento -como lo haremos notar más adelante- algo verdaderamente explicativo de la razón de ser del hombre entendido en su integralidad.
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