sábado, 28 de noviembre de 2009

La Estructura del Alma; La Cima del Espíritu; por Fray Victorino Capanaga

ESTRUCTURA DEL ALMA

Parte primera capítulo I de “San Juan de la Cruz valor psicológico de su doctrina” por Fr. Victorino Capanaga de San Agustín, Agustino Recoleto. Madrid, 1950.


En la experiencia mística luce con maravilloso fulgor la estructura del alma, y por eso, en un Doctor de la grandeza de San Juan de la Cruz no puede faltar una representación de la misma. De la superficie a la hondura se pueden señalar tres diversas regiones: la primera es la sensitiva, o también animal, sujeto de los órganos y apetitos de orden sensible, por los cuales el hombre siente y se derrama en el mundo ambiente, que está a su alcance con una vivacidad extraordinaria. La segunda es una región media, las de las potencias espirituales, memoria, entendimiento y voluntad, por las que descubre un nuevo mundo: el de la conciencia. La tercera es la porción honda y secreta, oculta a las miradas de la observación psicológica. Se llama sustancia, el hondón, el centro, el ápice de la mente. Aquí radican las potencias racionales y reciben las embajadas y comunicaciones de Dios. Es también el sujeto principal de la imagen divina, esculpida en el hombre. Estas regiones hemos de examinar, siguiendo al experto maestro, a quien van dedicadas estas páginas.

Ciertamente el alma es espiritual, “porque de razón del espíritu es no tener forma y figura” (NOE, II, XXIII). Mas la simplicidad de una criatura no excluye la composición de un orden metafísico. Sólo hay un absolutamente simple: Dios. Todo lo demás lleva implícito el sello de la limitación.

Así en el alma podemos imaginar cierta estructura jerárquica con recurso de imágenes sensoriales.

San Agustín nos dio ejemplo en esto, con haber sido uno de los campeones del espiritualismo cristiano. Según él, el espíritu posee una estructura, digámoslo así, gótica. El hombre es un ser intermedio entre los ángeles y los animales: Homo quiddam medium est inter pecora et Angelos [1].

Somos cielo y tierra, dice en otra parte: Ipsi terra et coelum sumus [2].

El ser humano, celeste y terrestre a la vez, es una unitas oppositorum, unidad y tensión de contrastes.

En el famoso estudio sobre la memoria nos ha dejado un itinerario espiritual para subir a lo absoluto, siguiendo una dialéctica o ascensión de las gradas inferiores a las superiores, en que aparece divida la naturaleza del hombre. El Santo va recorriendo el alma como un vasto palacio o castillo interior, con diferentes pisos y salas, maravillándose de los ámbitos, hondones y cavernas innumerables del ser íntimo: campos et lata praetoria memoriae meae: grandis memoriae recesus: in aula ingenti memoriae meae: penetrale amplum et infinitum: miris cellis: in memoriae meae campis, et antris et cavernis innumerabilibus [3]. Estos vastos receptáculos y espacios interiores ofrecen al peregrino y buscador de Dios materia de exploración y maravilla. Y el espíritu, no sólo tiene una dimensión horizontal, de amplitud, inconmensurable, donde bullen tantas imágenes de las cosas, sino también una dimensión de altura y profundidad insondable, donde se agita una vida rica, inmensa y poliforme: varia, multimoda vita et inmensa vehementer [4]. Hay zonas altas y bajas en el espíritu, y por ellas asciende el místico como por una escala graduada: Transibo et hanc vim memoriae meae, ut perveniam ad Te, dulce Lumen, dice el autor de las Confesiones. Pasaré también está fuerza de mi memoria para llegar a Ti, mi dulce luz.

La búsqueda de Dios sigue una carrera ascensional: hay que dejar atrás el reino oscuro y penoso de los seres visibles y corpóreos; y con una vuelta completa adentrarse en el espíritu, y por las gradas de éste, dar por fin el salto de transcendencia hasta dar con Dios, in Te supra me [5].

“San Agustín, el gran teólogo de la intuición, de la intimidad y de los afectos encendidos, ha meditado profundamente sobre este secreto e inefable santuario del alma, donde ésta se pone en contacto con Dios, y ha influido poderosamente sobre la mística posterior” [6]. Lo que buscaba San Agustín era la cima del espíritu, soleada por el Verbo de Dios, aquel centro y hondura interior, donde resuena la Palabra de la Verdad eterna para comunicarse con los hombres.

El místico debe ir de la superficie a la hondura, de la periferia al centro, donde se perciben las hablas divinas.

San Juan de la Cruz admite esta estructura de la persona humana, y ha insistido sobre todo en la doble región: la inferior y la superior; “la parte inferior del hombre que es la sensitiva y por consiguiente más exterior: y la parte superior del hombre, que es la racional y por consiguiente más interior y oscura” (SMC, II, 1).

No se pretende aquí escindir la unidad de la persona, sino describirla en su integridad, trazando fronteras y lindes. La distinción entre la porción superior e inferior, importante para toda filosofía, lo es más para la religiosa y la mística, y cuenta además del abolengo platónico, con el fundamento de la doctrina paulina sobre el ánthropos psichikós y el ánthropos pneumatikós. San Juan alude a esta división del Apóstol, cuando establece la oposición entre el hombre sensual y espiritual o angelical “porque de hombre camina a porción angelical” (ib. III, XXV).

Esta doctrina es corriente entre los místicos. Santa Teresa había llegado a ella por intuición: “Esto os parecerá, hijas, desatino, mas verdaderamente pasa ansí: que aunque se entiende que el alma está toda junta, no es antojo lo que he dicho, que es muy ordinario. Por donde decía yo que se ven cosas interiores, de manera que cierto se entiende hay diferencia en alguna manera y muy conocida del alma al espíritu, aunque sea todo uno. Conócese una distinción tan delicada que algunas veces parece obrar de diferente manera lo uno de lo otro, como el sabor que les quiere dar el Señor [7].

El hombre está movido por dos clases de leyes e inclinaciones, y sometido a una doble polaridad: hacia arriba y hacia abajo, o como diría san Juan: “los gustos de arriba y de abajo” (NOE, I, X, 8). Obedece a leyes naturales y psicofísicas, y como sujeto espiritual, a leyes de razón.

La doble polaridad supone dos clases de movimientos: los que guían al mundo de lo sensible y los que llevan al mundo superior de los bienes espirituales: “Se mueve cada parte del hombre a deleitarse según su porción y propiedad. Porque entonces el espíritu se mueve a recreación y gusto a Dios, que es la parte superior: y la sensualidad, que es la porción inferior, se mueve a gusto y deleite sensual, porque no sabe ella ni tomar otro” (NOS, I, IV, 2)

Una de las tareas difíciles del místico y de la vida religiosa y moral es la armonía y equilibrio entre la tensiones y contrastes que originan la parte superior e inferior, cada una de las cuales goza de sus manjares propios: “Las cuales dos porciones son en quien se encierra toda la armonía de las potencias y sentidos del hombre” (CE, XVI, 8)

Para San Juan de la Cruz, una parte de la mística ha por blanco reducir y ordenar la actividad de la porción inferior para que luzca la superior con todo su decoro y gracia. Es la primera parte de la noche oscura del alma, o noche del sentido.

Ambas porciones son dos aberturas o ventanas, que rasgan el hermetismo del ser humano y le imprimen doble orientación, porque “la parte sensitiva tiene respecto a las criaturas y a lo temporal, y la superior tiene respecto a Dios y a lo espiritual” (SMC, II, III, 2)

“El espíritu, añade en otra parte, es esta porción superior del alma, que tiene respecto y comunicación con Dios…, pues que se perfecciona en bienes y dones de Dios espirituales y celestiales. Y lo uno y lo otro se prueba por San Pablo, el cual al sensual, que es el que el ejercicio de su voluntad sólo trae en lo sensible, le llama animal, y a esotro que levanta a Dios la voluntad, llama espiritual, y que éste lo penetra y juzga todo hasta los profundos de Dios” (Ib. III, XXV, 2)

Hay disensión y contraste entre las dos porciones: porque la una es parte sensitiva, carnal, animal, oscura y flaca en conexión con el mundo externo, y la otra es la parte superior, la espiritual, la libre, la que tiene alas y emprende altos vuelos. “Esta parte sensitiva del alma es flaca e incapaz para las cosas fuertes del espíritu” (NOE, I, 2) Es también el sujeto principal de los apetitos que arrastran a los hombres en la vida presente: “La parte sensitiva es la casa de todos los apetitos” (SMC, I, XV, 1). Por ella acomete el tentador, “porque como ve que no puede contradecirles al fondo del alma, hace cuanto puede por alborotar y turbar la parte sensitiva, que es donde alcanza… con intento de inquietud y turbar por este medio a la parte superior y espiritual del alma, acerca de aquel bien que entonces recibe y goza”. (NOE; II, XXIII, 3).

Los místicos han llegado a la intuición de este dualismo de estructura. A veces el divino riego de las más altas mercedes baña la cima del espíritu, sin que la linfa vital fertilice las laderas; y así “suele en algunas de ellas verse sin saber cómo es aquello, tan apartada y alejada según la parte superior de la porción interior y sensitiva, que conoce en sí dos partes tan distintas entre sí, que le parece que tiene que ver la una con la otra, pareciéndole que está muy remota y apartada de la una. Y a la verdad, en cierta manera sí lo está: porque según la operación que entonces obra, que es toda espiritual, no comunica en la parte sensitiva” (NOE, XXIII, 10)

Se vislumbra aquí una experiencia viva, uno de los casos en que el hombre adquiere vista nueva y fuerza penetrativa para conocer cara a cara los fenómenos del mundo interior velado a los profanos.

Con todo el apartamiento y lejanía de que habla San Juan de la Cruz, no rompe la ligadura y comunicaciones entre ambas partes, porque “en fin, estas dos partes son un supuesto y ordinariamente reciben entrambas de lo que una recibe, cada una en su modo; porque, como dice el filósofo, cualquiera cosa que se recibe, está en el recipiente al modo mismo del recipiente” (NOS, I, IV, 2).

No se ha de olvidar la aplicación que tiene esta doctrina en la mística, porque ésta, como en sujeto propio, se desarrolla en la porción superior. La meditación ordinaria corresponde a las facultades anímicas, a la imaginación y la fantasía, “porque es acto discursivo por medio de imágenes, formas y figuras fabricadas y formadas por los dichos sentidos”. (SMC, II, XI).

La doctrina de las dos porciones puede considerarse como clásica en la filosofía religiosa y mística del Cristianismo. Místicos de todos los tiempos: San Pablo, San Agustín, San Gregorio de Nisa, San Buenaventura, Hugo de San Víctor, Santa Teresa de Jesús, San Francisco de Sales, Tauler, María de la Encarnación, Lucía Cristina, la han hecho suya.

Filósofos modernos y profanos como E. Stein [8] y Otto Gründler [9] la incorporan a sus concepciones, como distinción entre “alma y persona” o alma y espíritu. Luis Mager ha utilizado la diferencia entre “alma corporal y alma espiritual” para el esclarecimiento de algunos problemas de psicología religiosa [10].

El Dr. Henrich Bock dice: “Yo voy desde hace años tras esta división: cuerpo, alma y espíritu. El cuerpo es el uno, y el alma el otro polo de la vida corporal. El alma como tal está íntimamente ligada al cuerpo y no sólo por el nexo de la actividad como el espíritu. Por esta causa, cuerpo y alma siguen las vicisitudes del decaimiento. Pero el espíritu, que es inmaterial, vive siempre. No hallamos ninguna materia en el espíritu ni podremos indicarla jamás. El estudio de las hormonas me ha robustecido en esta convicción” [11].

Un filósofo español, José Ortega y Gasset, se ha acercado a las mismas conclusiones en un ensayo titulado: “Vitalidad, alma y espíritu” [12]. En él pretende acometer el tema de la tectónica de la persona, la estructura de la intimidad humana, la topografía de las grandes zonas o regiones de la personalidad. Una es la porción de nuestra psique que vive infusa en el cuerpo, hincada y hundida en él. Es el alma corporal. El espíritu o mente “es el conjunto de acto íntimos, de que cada cual se siente verdadero autor y protagonista”. Una región media es el alma, “ámbito intermedio, más claro que la vitalidad, menos iluminado que el espíritu. Es la región de los sentimientos y emociones, de los deseos y apetitos.

Evidentemente, estas tendencias reproducen parcialmente a lo menos la topografía espiritual de los místicos, y es un indicio favorable al valor de su doctrina. Por diversos caminos ellos han llegado al mismo término.

Finalmente, esta doctrina de la tectónica de la persona humana tiene un valor antropológico que nos puede ayudar a criticar las diversas definiciones del hombre. Y en primer lugar contrasta con las concepciones naturalistas y evolucionistas, que hacen del hombre un antropoides desarrollado. Según la antropología mística de San Juan, el hombre no es un animal evolucionado, puramente terreno, sino un animal vertical formado por Dios para mirar el cielo. Ni es tampoco un ente puramente social y económico, el homo faber de la escuela manchesteriana, creador de artefactos; ni el hombre de Bachofen, movido por la polaridad entre el principio de masculino, activo y creador, y el principio femenino y telúrico. Ni el de Freud, juguete de espolique de la libido; ni el de Klages, para quien la conciencia y la razón y el espíritu significan una decadencia biológica, una debilitación de las fuerzas originarias de la vida. Ni el de Nietzsche, anillo zoológico para el logro de la nueve especie que dominará en lo por venir, “porque el hombre actual es una vergüenza, un bochorno, y debe ser superado para resurja el superhombre”, que será, con respecto al tipo actual, lo que éste con respecto a los simios.

No es el de nuestro místico el hombre maniqueo, amasado por un principio perverso, ni el hombre protestante, corrompido en su núcleo interior por la primitiva culpa, ni el hombre étnico-racista, en quien la sangre es el mayor título de hidalguía y superioridad.

Quedan igualmente arrumbadas las concepciones antropológicas de tipo humanista y racionalista, que admiten un principio espiritual, pero divinizándolo, clausurándolo en la propia esfera, como un ser absoluto. Para H. Cohen el hombre es un ser jurídico, encarnación de la ética pura; para N. Hartmann, un portador de valores, un sujeto axiológico. Estas definiciones tapian el espíritu en sí mismo, en el reino de los valores puramente temporales.

No ven “aquella parte que tiene respecto a Dios y a lo espiritual, que es la racional y superior” (SMC., II, III, 2) El hombre, que ha leído a Kant y sigue su doctrina, cobra un horror a todo lo que parece mermar la autonomía absoluta del hombre, como si la relación con Dios le hiriera en su dignidad de ser racional y libre. El cierre de la parte que tiene respecto a Dios y a lo espiritual es el pecado de todas las concepciones humanistas, pues no quieren ver al hombre portador de valores religiosos y sujeto místico: tiene ojos para ver al pariente de los antropoides y no para ver al semejante a Dios. Y aquí luce el valor y la grandeza de la antropología religiosa, de la que es San Juan de la Cruz egregio representante. El hombre es ante todo un ser místico y religioso, ciudadano de dos mundos, capaz de hablar con Dios y con los Ángeles, y de recibir el mensaje de su amor. Con su porción inferior está enclavado en la tierra, en lo temporal y pasajero; mas con la porción superior toca el cielo y vive de manjares eternos.

Tres cosas se salvan en esta antropología: el cuerpo, como templo de Dios y sagrado vaso del espíritu; el alma, principio de una vida humana, superior a cuantas la rodean y el espíritu, espejo de la imagen de Dios que conserva la hidalguía de nuestra estirpe. Así el hombre se hace depositario de tres clases de aportaciones que forman su tesoro: aportaciones del mundo sensible, v. gr. formas, colores, sonidos, etc.; aportaciones del mundo espiritual: pensamientos, libertad, conciencia; y aportaciones de un mundo superior: Dios. No se puede cegar ninguna de estas fuentes sin mutilar al hombre, como lo hacen el empirismo, idealismo y agnosticismo.

Notas:
[1] De civ. Dei, IX, 13, 3. PL. 41, 267.
[2] Retr. 1, 1, 3. PL. 32, 587.
[3] Conf. X. 8-12.
[4] Conf. X, XVII.
[5] Ib. Ib. XXVI.
[6] Grabmann: Wesen u. Grundlagen der Kath. Mystik, páginas 48-9.
[7] Mor. VII, c. I, n. 11.
[8] Véase su libro: Sobre el problema de la proyección sentimental.
[9] Filosofía de la religión. Madrid, 1926.
[10] Mística y Catolicismo en Die Tat: XIII, 1 (abril 1921).
[11] Leib, Seele, Geist in Lichte der Medizin und Mystik. Cit. por A. Mager en Mystik als Lehre und Leben, pág. 174.
[12] Obras de J. Ortega y Gasset. Espasa Calpe. Madrid, 1932. Páginas 489-516.

Siglas de las abreviaturas de las obras de San Juan de la Cruz citadas en el capítulo:

CE: Cántico Espiritual.
NOE: Noche Oscura del Espíritu.
NOS: Noche Oscura del Sentido.




LA CIMA DEL ESPÍRITU

Parte primera capítulo XIX de “San Juan de la Cruz valor psicológico de su doctrina” por Fr. Victorino Capanaga de San Agustín, Agustino Recoleto. Madrid, 1950.


“El alma es considerada por los místicos como una esfera, en que las facultades sensibles forman la superficie, poniéndola en contacto con el mundo exterior. Pero esta esfera tiene un punto interior, un centro remoto de todo lo material” [1].

Pablo Landsberg dice también describiendo la experiencia mística de San Buenaventura: “Amor plus se extendit quam visio, decía Guillermo de S. Thierry, discípulo de San Bernardo. La unión íntima con Dios transciende la consciencia. Si los psicólogos modernos conocen una subconciencia, los místicos agustinianos conocen una esfera de la superconciencia, que es el espíritu en su más alta y unificada actividad” [2].

Trátase de una antigua y venerable doctrina, con raíces en el pensamiento filosófico griego. El orfismo enseñaba que toda alma es de origen divino, con destino y naturaleza divina, una planta celestial.

Para muchos filósofos, el nous es el elemento de homología y parentesco entre Dios y los hombres. Es la parte superior del alma, la cual no podría ver las ideas divinas sin cierto parentesco o semejanza con Dios [3].

“Lo que hay de más alto en el nous, logos o pneuma es algo divino, aporroia del Nous, Logos o Pneuma de Dios”. Por consecuencia, estando así emparentado con Dios, pues éste es esencialmente feliz e inmortal, el hombre que en sí conoce a Dios, está igualmente destinado a la inmortalidad, se descubre como athanatos[4].

En la especulación cristiana se reflejaron estas ideas, al estudiar el contenido de la misteriosa frase del sagrado Texto: Faciamus hominem ad imagem et similitudinem nostram: hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza. Los Padres griegos establecieron entre las palabras “eikon” y “omoiosis” una diferencia importante. La imagen es para ellos una realidad dada, inamisible, un sello impreso con el soplo del Espíritu Santo. El pecado original pudo deslustrar, pero no abolir la divina estampa. La similitudo o semejanza se considera como una virtualidad, que debe desarrollarse, como un germen de ricas posibilidades. La semejanza quedó efectivamente perdida con el pecado adánico; subsiste en cambio la imago, el icono creado por el Logos, que es igualmente una imagen celestial del Padre de la luces, revelado por el Espíritu Consolador y transmitido por él a los hombres para santificarlos. Sujeto de esta imagen es el nous, la mens de los latinos, “órgano de nuestra participación en lo divino y reposorio entre nosotros del Espíritu vivificante” [5]. La verdadera excelencia del hombre luce aquí: Honor hominis verus est imago et similitudo Dei, quae non custoditur nisi ad ipsum, a quo imprimitur, dice San Agustín, resumiendo la doctrina del Oriente y Occidente [6].

Los griegos aceptaron la tricotomía platónica, distinguieron en el compuesto humano la psiché que anima el cuerpo (soma) y el espíritu (pneuma), considerado como el órgano de las actividades superiores de unificación. “Es ciudadano nativo del mundo inteligible, pero a condición de guardar un contacto permanente con su país de origen: más aún, de guiar allí, trasfigurándolo, todo lo sensible, que simbólicamente encarna el nous, irradiando su luz sobre la materia” [7].

Y ¿cuál es la función de esta proporción cenital del espíritu? Doble: recibir la alta luz de su Principio, o Verdadera Primera, e iluminar con ella toda la esfera de lo racional y sensible. O como afirma Borodine: La función ministerial del nous-mens es la unificación en un punto de múltiples operaciones, la simplificación, la aplôôsis alejandrina, por la dialéctica regresiva, cuyo maestro fue Plotino, posterior a San Clemente de Alejandría. Penetramos con este último en el camino de la introversión, que será en el Oriente cristiano la vía única de la unión transformante” [8].

Estas ideas más o menos modificadas y desarrolladas han pasado al caudal interior de los místicos cristianos. Aun la experiencia de San Juan de la Cruz es ininteligible sin esta base estructural con que se completa la imagen del espíritu. La distinción entre anima y spiritus corresponde a la oración ordinaria o discursiva y la oración mística. Es lo que llama el Santo “llegar a la vida del espíritu que es la contemplación (SMC. II, XIV), “perfeccionándose el espíritu, que es la porción superior del alma” (Ib. III, XXV) [9].

Trátase aquí de una verdad experimental. La Venerable María de Santa Teresa, del Carmelo flamenco, cuyos escritos ofrecen tantos puntos de contacto con San Juan de la Cruz, escribe: “Ved por qué el alma puede vivir aquí, como si estuviera muerta, y como si todas las criaturas con ella estuvieran aniquiladas en Dios, habiendo perdido el ser en Él… Me fue dado medio de vivir, como puro espíritu, aun permaneciendo en la carne. Las tres partes del alma, a saber: el hombre más interior y deiforme, que yo llamo espíritu, el hombre razonable y el hombre sensible, eran entonces lo más frecuentemente distintos para mí. Hay como una calle entre ellos y esto me ayuda mucho a guardar el recogimiento interior del espíritu. Sea durante la oración, o en otros tiempos, durante el oficio y el trabajo manual, nuestro ejercicio se reduce habitualmente a mantener el espíritu sumergido en un silencio simple, donde contempla pasivamente, conoce y ama, sin saber cómo, el Bien sin imagen e inefable. A veces este hombre deiforme se halla de tal modo esclarecido por el Bien inefable, que parece transformado en un sol. Yo creo que el espíritu es entonces como un espejo sin mancha, puesto ante la faz del Señor, y que recibe los rayos y esplendor irradiado de su rostro. Me parece además que esta imagen divina –si imagen puede llamarse- se imprime sin intermediario en el espejo puro del hombre; y que ella allí se mira y se manifiesta, como un espejo vuelto al sol…Veo también las partes diferentes que hay en el alma, y comprendo con claridad que no quiere ni puede unirse más que a la más eminente, la parte deiforme del espíritu puro y no a las otras dos. La causa es porque sólo el espíritu tiene semejanza con Dios y es capaz de recibirle” [10].

Otra gran vidente del mundo interior, Sor María de la Encarnación, cuyas ideas coinciden con las del Doctor Místico, dice: “Yo sentía en mi alma una impresión tan dulce de amor, que es imposible describir. Todas las potencias del alma estaban totalmente sumergidas en ese océano de amor, que no salían de allí ni más ni menos que una persona abismada en el fondo del mar. No podía pensar ni entender más que en este Divino Esposo, y el día que hice los votos, todas las potencias se retiraron al fondo del alma, donde se mantenía en Dios, como en su centro, de modo que pareciendo lo exterior como sin entendimiento, toda la fuerza estaba en el fondo del alma, ocupada en amar y admirar al que se daba a ella de una manera tan nueva, haciéndole gustar por modo excesivo las grandezas del amor” [11].

El fondo del alma es como el tálamo nupcial, donde se reciben las dulzuras y regalos de amor: “Ella permanece en la soledad de tálamo del Esposo, esto es, en su propio fondo, donde la acaricia y solaza, sin que nada pueda turbar esta dichosa comunicación. Allí no llega ningún ruido” [12].

Este pasaje recuerda igualmente otros análogos de San Juan: “Allí las potencias se han retirado al fondo del alma, donde han permanecido en una amorosa contemplación y en una dichosa pérdida de sí mismas, en Dios, sin tener otros movimientos que los de su amorosa actividad. Es un maravilloso descanso, imposible de decir” [13]. “Las potencias se habían recogido en la unidad del alma y la voluntad solamente obraba, o más bien era actuada en un muy grande descanso. Los actos del alma eran tan simples, que no sé si los debo llamar actos. Tan pura era la contemplación y sin ruido alguno de discurso. Todo pasaba entre Dios y el alma, en el secreto del más profundo silencio” [14].

Aduzco estos pasajes porque ilustran y comentan la doctrina de San Juan de la Cruz.

Pero ¿a qué se reduce ontológicamente este fondo o centro del alma? Los místicos se han ocupado de este problema de donde se origina la divergencia de opiniones. Unos lo consideran como la substancia del alma, accesible sólo a la acción y comunicación de Dios; otros lo tienen por una potencia, no diversa de las facultades superiores del espíritu, memoria, entendimiento y voluntad. “Se me dio a entender que el espíritu era lo superior de la voluntad”, dice la Virgen de Ávila [15]. Para no pocos es una potencia distinta; para muchos el hábito de los principios prácticos, que recibe el nombre de sindéresis. Recibe también el nombre de centella del alma, scintilla animae.

Pars superior rationes scintilla dicitur, quia in natura rationali supremum est, dice Santo Tomás [16]. Todos convienen en que es la punta del espíritu, la cima de la mente, donde se halla estampada la imagen de Dios, y el alma se conoce a sí misma y se ama y conoce y ama a Dios. Es el punto o vértice de contacto con Dios, más que por conocimiento abstracto, por una expresión o pasión a lo divino, como diría el Falso Dionisio [17].

Por su luminosidad serena se considera la porción celeste e inmancillada de errores y perturbaciones terrenas, como un Olimpo espiritual, en su parte inferior cubierto de nubes, de lluvias y furias tempestuosas, y en la superior, lleno de calma, esplendor y gloria, como morada de los dioses.

Uno de los místicos que han desarrollado más sistemáticamente la doctrina de la punta fina del espíritu es San Francisco de Sales. Como el templo de Israel, la estructura del alma comprende cuatro partes: atrio de los gentiles, atrio de los israelitas, lugar santo y Santísimo, o Santo de los Santos. Este último es la verdadera imagen del centro del espíritu. “Así como los sentidos están unificados en un sentido común interior, y los sentidos internos se hallan recogidos bajo un apetito, y las pasiones sometidas a la razón de las potencias, también las tres potencias están recogidas en la unidad del espíritu. Esta es la “supréme partie de l’espirit, le donjon, la sentinelle, le souverain tribunal de la raison” [18].

Como es propio del centro reunir en un punto todas las líneas que le rodean, que están en la circunferencia, así es propiedad particular del centro de nuestra alma recoger de un modo eminente las acciones de las potencias y facultades sensitivas y comunicarlas el mismo impulso que el primer móvil a las esferas inferiores… Su propio acto es simplificar y utilizar las operaciones de las potencias del alma, de suerte que lo que está distintamente en el entendimiento, en la memoria y voluntad, parece que está como reunido en la verdad de la esencia del alma por una sencilla visión y una desnuda aquiescencia. Porque si la fe está en nuestro entendimiento con muchos razonamientos y discursos, si la memoria se llena de esperanzas de promesas divinas, si la voluntad alimenta en sí la caridad con diversos motivos, la cima y suprema punta de nuestro espíritu admite todo esto de una manera tan desnuda y pura, que parece que toda esa multiplicidad se reduce a unidad [19]. El lenguaje y las ideas de esos pasajes están evidentemente influidos por la doctrina de San Juan. Es de notar sobre todo cómo San Francisco de Sales hace a la memoria sujeto de la virtud de la esperanza. En esta cima se manifiesta el espíritu puro, “donde Dios se debe adorar en espíritu y verdad; donde las puntas de la memoria, del entendimiento y de la voluntad reunidas, forman un recuerdo, una intelección y un querer tan delgado que las tres no parecen sino una sola cosa y un acto poderoso que en su sencillez contiene la fuerza de las otras” [20].

Conviene también San Juan de la Cruz en poner en esta apartada y sublime región el tálamo nupcial de las comunicaciones divinas. La contemplación misma es obra del espíritu puro, mientras la meditación discursiva no merece ni el nombre de acto espiritual, “porque en ella se piensa de Dios, como pequeñuelo y porque asiéndose a la corteza del sentido, que es el pequeñuelo, nunca vendría a la substancia del espíritu, que es el varón perfecto” (SMC. II, XV).

Tal vez para San Juan de la Cruz el fondo del alma es su substancia. “Porque en la substancia del alma, donde ni entra el sentido, ni el demonio puede llegar, pasa esta fiesta del Espíritu Santo” (Ll. I, 8).

Mientras la imaginación y los sentidos, y mediante ellos, la memoria, el entendimiento y la voluntad, pueden ser movidos por el espíritu maligno, el fondo del alma es sentido de la soberanía de Dios, “el cual sólo puede en el fondo del alma y en lo íntimo, sin ayuda de los sentidos, hacer obra y mover el alma en ella” (Ib. ib.).

Es igualmente “el escondrijo de la contemplación unitiva” (NOE, XXIII, 10). Allí ha lugar la comunicación secreta de la sabiduría mística, “secretamente a oscuras del mismo entendimiento natural y de las demás potencias. No sólo ella no lo entiende, pero nadie, ni el mismo demonio. Por cuanto el Maestro que la enseña está dentro del alma substancialmente, donde no puede llegar el demonio, ni el sentido natural, ni el entendimiento”. (NOE, XVII, 2). Al alma misma se oculta no pocas veces el sigilo de estas comunicaciones. “Porque demás de lo ordinario, algunas veces de tal manera absorbe el alma y la asume en un abismo secreto, que ella echa de ver claramente que está puesta alejadísima y remotísima de toda criatura, de suerte que le parece que la colocan en una profunda y anchísima soledad, donde no puede llegar alguna humana criatura, como un inmenso desierto que por ninguna parte tiene fin, antes más deleitoso, sabroso y amoroso, cuanto más profundo, ancho y sólo, donde el alma se ve tan secreta, cuando se ve levantada sobre temporal criatura”. (NOE, XVII, 5).

En el siguiente pasaje identifica el fondo con la substancia del alma: “El recuerdo que haces, oh Verbo Esposo, en el centro y fondo del alma, que es la pura e íntima substancia de ella, en que secreta y calladamente como solo Señor de ella moras, no sólo como en tu casa, ni sólo como en tu mismo lecho, sino también como en mi propio seno íntimo y estrechamente unido” (Ll. IV, 3).

La misma idea se repite aquí: “Totalmente es indecible lo que el alma conoce y siente en este recuerdo de la excelencia de Dios, porque siendo comunicación de la excelencia de Dios en la substancia del alma, que es el seno suyo, que aquí dice, suena en el alma una potencia inmensa en voz de multitud de excelencias” (Ib. n. 8).

“Todo esto pasa en la íntima substancia del alma” (Ib. n. 10). “En el fondo de la substancia del alma es hecho este dulce abrazo” (Ib. ib.).

El secreto fondo a la vez es como refugio del alma en los momentos de las embestidas del adversario: “Bien es verdad que muchas veces, cuando hay en el alma y pasan estas comunicaciones espirituales muy interiores y secretas, aunque el demonio no alcanza cuáles y cómo sean, por la gran pausa y silencio que causan algunas de ellas en los sentidos y potencias de la parte sensitiva, porque aquí echa de ver que las hay y que recibe el alma algún bien. Y entonces como ve que no puede alcanzar a contradecirlas al fondo del alma, hace cuanto puede por alborotar y turbar la parte sensitiva, que es donde alcanza, ahora con dolores, ahora con horrores y miedos, con intento de inquietar y turbar por este miedo a la parte superior y espiritual del alma, acerca de aquel bien que entonces recibe y goza. Pero muchas veces, cuando la comunicación de tal contemplación tiene su puro embestimiento en el espíritu y hace fuerza en él, no le aprovecha al demonio su diligencia, antes el alma recibe nuevo provecho y amor y más segura paz, porque en sintiendo la turbadora presencia del enemigo, ¡cosa admirable!, que sin saber cómo es aquello y sin ella hacer nada de su parte, se entra ella más adentro del fondo interior, sintiendo muy bien que se pone en cierto refugio, donde se ve estar más alejada y escondido del enemigo” (NOE, XXIII, 3).

La pura observación psicológica no puede arribar a estas profundas esferas del ser íntimo y debemos agradecer a los místicos el habérnoslas mostrado para mayor conocimiento de la grandeza del hombre. La antropología mística o pneumatología es un capítulo muy interesante de la filosofía humana.

Resumiendo, pues, la materia de este artículo, diremos que San Juan de la Cruz reconoce con todos los místicos en la estructura del espíritu un fondo, un centro, una cima altísima, donde se reciben los más altos galardones y solaces de Dios, y se obran las más delicadas operaciones de la unión: es la porción superior, marcada con la imagen del Eterno, la mente, el sujeto del conocimiento místico, la punta suprema, la centella y brasa de la conciencia, el ápice, el vértice, el hondón, el tálamo, el castillo interior donde mora el Rey. “Allí no hay imágenes de cosas creadas; allí no llega la sensualidad ni el sentimiento de ella; no hay temporeidad ni categoría alguna de espacio; no hay distancia ni seres diferentes; las formas de corporeidad quedaron abajo” [21].

Dicha porción suprema no debe perderse de vista, en la concepción verdadera del espíritu, como punto medio y de conexión con las inteligencias separadas. En ella ha de buscarse la esencia y resplandor más puro del espíritu, su señorío y transcendencia sobre lo material y temporal, su contacto con un reino superior de normas y valores universales, su inquietud profunda e insaciable, su anhelo de eternidad en medio de la marea fluctuosa del mundo. Los místicos la llaman porción virginal, que no puede ser tocada ni asendereada por ninguna criatura. Cierta virginidad es esencial a todo espíritu, aun el encarnado en la materia terrestre, como el hombre, porque éste no puede anegarse totalmente en la pura animalidad. En medio de mayores bajezas y aberraciones, cuando la carne parece usurpar la infinita aspiración del espíritu, subsiste un resto de insatisfacción y de secreta pena, un murmullo interior que le dice que ha sido creado para cosas más altas, un noble residuo de profunda melancolía.

En los alcohólicos y degenerados, tan agudamente examinados por Roges de Fursac en su libro “Un moviment mystique contemporain”, se advierte un aleteo de esfuerzo superior, un anhelo virginal y ascético de liberación, o como dirían los antiguos, un murmur synderesis, un rumor de la sindéresis, un murmullo de descontento, un gemido inenarrable, que no se logra apagar con el fragor y ardimiento de las pasiones. Es la porción virginal no alcanzada por las aguas turbias de los goces materiales, un clamor de eternidad en medio del tiempo, una lucecita que brilla en las tinieblas, una brasa que arde en medio de la nieve. Es la imagen de Dios, que nadie puede borrar totalmente, el “homo nobilis” descrito por Eckhart en viaje a las profundidades de lo Infinito, que es su Patria [22].

Notas:
[1] Poulain, o.c. IX, 27.
[2] La Philosophie d’une expérience mystique. La Vie spirituelle, 51 (1937), pág. 81.
[3] Véase J. Gross: La divinisation du chrétien d’après les Pères Grecs. París. 1938.
[4] P. A. J. Festugière: L’Ideal religieux des Grecs et l’Evangelie. París, 1931: pág. 131.
[5] M. Lot Borodine: L’anthropologie théocentrique de l’Orient chrétien comme base de son expérience spirituelle. Irenikon, XVI (1939); pág. 7-8.
[6] De Trin. XII, XI.
[7] Borodine, ib.
[8] Ib., ib., pág, 13.
[9] Vid. L. Mager. Le fondement psichologique de la purification passive. Etudes Carmelitaines, 1939, II, pág. 240-254.
[10] L. Van den Bossche: Marie de Ste. Thérèse. Etudes Carmelitaines, 1935, II; pág. 241.
[11] Marie de l’Incarnation, Ursuline de Tours. Ecrits spirituels, et historiques, reedités par Dom Albert Jamet. París, 1939. I, pág. 322.
[12] Ib., pág. 360.
[13] Ib., ib., pág. 103.
[14] Ib., pág. 109, 106.
[15] Rel. V.
[16] II Sent. 33, q. 9, a. 1.
[17] V. P. H. Wilms: De scintilla animae. Angelicum, 14 (1937), pág. 194-211. Del mismo: Das Seelenfünklein in der Deutschen Mystik. ZAM, 12 (1937). P. Juvenal de Anagni: Solis intelligentiae. Augustae Vindelicorum, 1686, c. I, sect. III: Quid sit apex mentis seu fundus seu centrum animae.
[18] Traité de la reformation intérieure selon l’espirit du S. F. de Sales, per Jean Pierre Camus, Evêque de Belley, 1631; página 31.
[19] Ib., pág 39.
[20] Ib., pág. 40. S. F. de Sales ha expuesto esta doctrina de la cima o punta del alma (la cime et suprême pointe de notre espirit, la haute region de notre âme) en su libro Práctica del Amor divino. Trad. de F. Cuvillos. Madrid, 1885.
[21] P. Wenceslao del S. Sacramento. II, pág. 241.
[22] La misma causa reconoce la inquietud y la aspiración de Dios: “El alma se llama espíritu por su gran semejanza con Dios, y en este aspecto sobrepasa todo modo. Dios es espíritu y el alma también. De aquí le nace esta perpetua y constante propensión, esta intuición, este deseo que lleva el alma a su origen, al fondo de donde ha salido. Por ser imagen de naturaleza espiritual, ella tiende siempre a su prototipo, del que es imitación y reflejo. Nunca fenece esta propensión del alma a Dios, ni aun entre los condenados”. Surius. Cit. por J. Pacheu: Mystiques interpretés par les mystiques. Revue de Philosophie XXII (1923); pág. 622-3.


Siglas de las abreviaturas de las obras de San Juan de la Cruz citadas en el capítulo:

Ll: Llama de Amor Viva.
NOE: Noche Oscura del Espíritu.
SMC: Subida al Monte Carmelo.

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